En las casas vacías entré con linterna a robar tu retrato.
Pero yo ya sabía cómo era. De pronto
mientras ibas conmigo te toqué y se detuvo mi vida:
frente a mis ojos estabas, reinándome, y reinas.
Como hoguera en los bosques el fuego es tu reino.
Soneto XXIII
Fue luz el fuego y pan la luna rencorosa,
el jazmín duplicó su estrellado secreto,
y del terrible amor las suaves manos puras
dieron paz a mis ojos y sol a mis sentidos.
Oh amor, cómo de pronto, de las desgarraduras
hiciste el edificio de la dulce firmeza,
derrotaste las uñas malignas y celosas
y hoy frente al mundo somos como una sola vida.
Así fue, así es y así será hasta cuando,
salvaje y dulce amor, bienamada Matilde,
el tiempo nos señale la flor final del día.
Sin ti, sin mí, sin luz ya no seremos:
entonces más allá del la tierra y la sombra
el resplandor de nuestro amor seguirá vivo.
Soneto XXIV
Amor, amor, las nubes a la torre del cielo
subieron como triunfantes lavanderas,
y todo ardió en azul, todo fue estrella:
el mar, la nave, el día se desterraron juntos.
Ven a ver los cerezos del agua constelada
y la clave redonda del rápido universo,
ven a tocar el fuego del azul instantáneo,
ven antes de que sus pétalos se consuman.
No hay aquí sino luz, cantidades, racimos,
espacio abierto por las virtudes del viento
hasta entregar los últimos secretos de la espuma.
Y entre tantos azules celestes, sumergidos,
se pierden nuestros ojos adivinando apenas
los poderes del aire, las llaves submarinas.
Soneto XXV
Antes de amarte, amor, nada era mío:
vacilé por las calles y las cosas:
nada contaba ni tenía nombre:
el mundo era del aire que esperaba.
Yo conocí salones cenicientos,
túneles habitados por la luna,
hangares crueles que se despedían,
preguntas que insistían en la arena.
Todo estaba vacío, muerto y mudo,
caído, abandonado y decaído,
todo era inalienablemente ajeno,
todo era de los otros y de nadie,
hasta que tu belleza y tu pobreza
llenaron el otoño de regalos.
Soneto XXVI
Ni el color de las dunas terribles en Iquique,
ni el estuario del Río Dulce de Guatemala,
cambiaron tu perfil conquistado en el trigo,
tu estilo de uva grande, tu boca de guitarra.
Oh corazón, oh mía desde todo el silencio,
desde las cumbres donde reinó la enredadera
hasta las desoladas planicies del platino,
en toda patria pura te repitió la tierra.
Pero ni huraña mano de montes minerales,
ni nieve tibetana, ni piedra de Polonia,
nada alteró tu forma de cereal viajero,
como si greda o trigo, guitarras o racimos
de Chillán defendieran en ti su territorio
imponiendo el mandato de la luna silvestre.
Soneto XXVII
Desnuda eres tan simple como una de tus manos,
lisa, terrestre, mínima, redonda, transparente,
tienes líneas de luna, caminos de manzana,
desnuda eres delgada como el trigo desnudo.
Desnuda eres azul como la noche en Cuba,
tienes enredaderas y estrellas en el pelo,
desnuda eres enorme y amarilla
como el verano en una iglesia de oro.
Desnuda eres pequeña como una de tus uñas,
curva, sutil, rosada hasta que nace el día
y te metes en el subterráneo del mundo
como en un largo túnel de trajes y trabajos:
tu claridad se apaga, se viste, se deshoja
y otra vez vuelve a ser una mano desnuda.
Soneto XXVIII
Amor, de grano a grano, de planeta a planeta,
la red del viento con sus países sombríos,
la guerra con sus zapatos de sangre,
o bien el día y la noche de la espiga.
Por donde fuimos, islas o puentes o banderas,
violines del fugaz otoño acribillado,
repitió la alegría los labios de la copa,
el dolor nos detuvo con su lección de llanto.
En todas las repúblicas desarrollaba el viento
su pabellón impune, su glacial cabellera
y luego regresaba la flor a sus trabajos.
Pero en nosotros nunca se calcinó el otoño.
Y en nuestra patria inmóvil germinaba y crecía
el amor con los derechos del rocío.
Soneto XXIX
Vienes de la pobreza de las casas del Sur,
de las regiones duras con frío y terremoto
que cuando hasta sus dioses rodaron a la muerte
nos dieron la lección de la vida en la greda.
Eres un caballito de greda negra, un beso
de barro oscuro, amor, amapola de greda,
paloma del crepúsculo que voló en los caminos,
alcancía con lágrimas de nuestra pobre infancia.
Muchacha, has conservado tu corazón de pobre,
tus pies de pobre acostumbrados a las piedras,
tu boca que no siempre tuvo pan o delicia.
Eres del pobre Sur, de donde viene mi alma:
en su cielo tu madre sigue lavando ropa
con mi madre. Por eso te escogí, compañera.
Soneto XXX
Tienes del archipiélago las hebras del alerce,
la carne trabajada por los siglos del tiempo,
venas que conocieron el mar de las maderas,
sangre verde caída del cielo a la memoria.
Nadie recogerá mi corazón perdido
entre tantas raíces, en la amarga frescura
del sol multiplicado por la furia del agua,
allí vive la sombra que no viaja conmigo.
Por eso tú saliste del Sur como una isla
poblada y coronada por plumas y maderas
y yo sentí el aroma de los bosques errantes,
hallé la miel oscura que conocí en la selva,
y toqué en tus caderas los pétalos sombríos
que nacieron conmigo y construyeron mi alma.
Soneto XXXI
Con laureles del Sur y orégano de Lota
te corono, pequeña monarca de mis huesos,
y no puede faltarte esa corona
que elabora la tierra con bálsamo y follaje.
Eres, como el que te ama, de las provincias verdes:
de allá trajimos barro que nos corre en la sangre,
en la ciudad andamos, como tantos, perdidos,
temerosos de que cierren el mercado.
Bienamada, tu sombra tiene olor a ciruela,
tus ojos escondieron en el Sur sus raíces,
tu corazón es una paloma de alcancía,
tu cuerpo es liso como las piedras en el agua,
tus besos son racimos con rocío,
y yo a tu lado vivo con la tierra.
Soneto XXXII
La casa en la mañana con la verdad revuelta
de sábanas y plumas, el origen del día
sin dirección, errante como una pobre barca,
entre los horizontes del orden y del sueño.
Las cosas quieren arrastrar vestigios,
adherencias sin rumbo, herencias frías,
los papeles esconden vocales arrugadas
y en la botella el vino quiere seguir su ayer.
Ordenadora, pasas vibrando como abeja
tocando las regiones perdidas por la sombra,
conquistando la luz con tu blanca energía.
Y se construye entonces la claridad de nuevo:
obedecen las cosas al viento de la vida
y el orden establece su pan y su paloma.
Soneto XXXIII
Amor, ahora nos vamos a la casa
donde la enredadera sube por las escalas:
antes que llegues tú llegó a tu dormitorio
el verano desnudo con pies de madreselva.
Nuestros besos errantes recorrieron el mundo:
Armenia, espesa gota de miel desenterrada,
Ceylán, paloma verde, y el Yang Tsé separando