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con antigua paciencia los días de las noches.

Y ahora, bienamada, por el mar crepitante

volvemos como dos aves ciegas al muro,

al nido de la lejana primavera,

porque el amor no puede volar sin detenerse:

al muro o a las piedras del mar van nuestras vidas,

a nuestro territorio regresaron los besos.

Soneto XXXIV

Eres hija del mar y prima del orégano,

nadadora, tu cuerpo es de agua pura,

cocinera, tu sangre es tierra viva

y tus costumbres son floridas y terrestres.

Al agua van tus ojos y levantan las olas,

a la tierra tus manos y saltan las semillas,

en agua y tierra tienes propiedades profundas

que en ti se juntan como las leyes de la greda.

Náyade, corta tu cuerpo la turquesa

y luego resurrecto florece en la cocina

de tal modo que asumes cuanto existe

y al fin duermes rodeada por mis brazos que apartan

de la sormbra sombría, para que tú descanses,

legumbres, algas, hierbas: la espuma de tus sueños.

Soneto XXXV

Tu mano fue volando de mis ojos al día.

Entró la luz como un rosal abierto.

Arena y cielo palpitaban como una

culminante colmena cortada en las turquesas.

Tu mano tocó sílabas que tintineaban, copas,

alcuzas con aceites amarillos,

corolas, manantiales y, sobre todo, amor,

amor: tu mano pura preservó las cucharas.

La tarde fue. La noche deslizó sigilosa

sobre el sueño del hombre su cápsula celeste.

Un triste olor salvaje soltó la madreselva.

Y tu mano volvió de su vuelo volando

a cerrar su plumaje que yo creí perdido

sobre mis ojos devorados por la sombra.

Soneto XXXVI

Corazón mío, reina del apio y de la artesa:

pequeña leoparda del hilo y la cebolla:

me gusta ver brillar tu imperio diminuto,

las armas de la cera, del vino, del aceite,

del ajo, de la tierra por tus manos abierta

de la sustancia azul encendida en tus manos,

de la transmigración del sueño a la ensalada,

del reptil enrollado en la manguera.

Tú con tu podadora levantando el perfume,

tú, con la dirección del jabón en la espuma,

tú, subiendo mis locas escalas y escaleras,

tú, manejando el síntoma de mi caligrafía

y encontrando en la arena del cuaderno

las letras extraviadas que buscaban tu boca.

Soneto XXXVII

Oh amor, oh rayo loco y amenaza purpúrea,

me visitas y subes por tu fresca escalera

el castillo que el tiempo coronó de neblinas,

las pálidas paredes del corazón cerrado.

Nadie sabrá que sólo fue la delicadeza

construyendo cristales duros como ciudades

y que la sangre abría túneles desdichados

sin que su monarquía derribara el invierno.

Por eso, amor, tu boca, tu piel, tu luz, tus penas,

fueron el patrimonio de la vida, los dones

sagrados de la lluvia, de la naturaleza

que recibe y levanta la gravidez del grano,

la tempestad secreta del vino en las bodegas,

la llamarada del cereal en el suelo.

Soneto XXXVIII

Tu casa suena como un tren a mediodía,

zumban las avispas, cantan las cacerolas,

la cascada enumera los hechos del rocío,

tu risa desarrolla su trino de palmera.

La luz azul del muro conversa con la piedra,

llega como un pastor silbando un telegrama

y entre las dos higueras de voz verde

Homero sube con zapatos sigilosos.

Sólo aquí la ciudad no tiene voz ni llanto,

ni sin fin, ni sonatas, ni labios, ni bocina

sino un discurso de cascada y de leones,

y tú que subes, cantas, corres, caminas, bajas,

plantas, coses, cocinas, clavas, escribes, vuelves,

o te has ido y se sabe que comenzó el invierno.

Soneto XXXIX

Pero olvidé que tus manos satisfacían

las raíces, regando rosas enmarañadas,

hasta que florecieron tus huellas digitales

en la plenaria paz de la naturaleza.

El azadón y el agua como animales tuyos

te acompañan, mordiendo y lamiendo la tierra,

y es así cómo, trabajando, desprendes

fecundidad, fogosa frescura de claveles.

Amor y honor de abejas pido para tus manos

que en la tierra confunden su estirpe transparente,

y hasta en mi corazón abren su agricultura,

de tal modo que soy como piedra quemada

que de pronto, contigo, canta, porque recibe

el agua de los bosques por tu voz conducida.

Soneto XL

Era verde el silencio, mojada era la luz,

temblaba el mes de Junio como una mariposa

y en el austral dominio, desde el mar y las piedras,

Matilde, atravesaste el mediodía.

Ibas cargada de flores ferruginosas,

algas que el viento sur atormenta y olvida,

aún blancas, agrietadas por la sal devorante,

tus manos levantaban las espigas de arena.

Amo tus dones puros, tu piel de piedra intacta,

tus uñas ofrecidas en el sol de tus dedos,

tu boca derramada por toda la alegría,

pero, para mi casa vecina del abismo,

dame el atormentado sistema del silencio,

el pabellón del mar olvidado en la arena.

Soneto XLI

Desdichas del mes de Enero cuando el indiferente

mediodía establece su ecuación en el cielo,

un oro duro como el vino de una copa colmada

llena la tierra hasta sus límites azules.

Desdichas de este tiempo parecidas a uvas

pequeñas que agruparon verde amargo,

confusas, escondidas lágrimas de los días

hasta que la intemperie publicó sus racimos.

Sí, gérmenes, dolores, todo lo que palpita

aterrado, a la luz crepitante de Enero,

madurará, arderá como ardieron los frutos.

Divididos serán los pesares: el alma

dará un golpe de viento, y la morada

quedará limpia con el pan fresco en la mesa.

Soneto XLII

Radiantes días balanceados por el agua marina,

concentrados como el interior de una piedra amarilla

cuyo esplendor de miel no derribó el desorden:

preservó su pureza de rectángulo.

Crepita, sí, la hora como fuego o abejas

y es verde la tarea de sumergirse en hojas,

hasta que hacia la altura es el follaje

un mundo centelleante que se apaga y susurra.

Sed del fuego, abrasadora multitud del estío

que construye un Edén con unas cuantas hojas,

porque la tierra de rostro oscuro no quiere sufrimientos

sino frescura o fuego, agua o pan para todos,

y nada debería dividir a los hombres

sino el sol o la noche, la luna o las espigas.

Soneto XLIII

Un signo tuyo busco en todas las otras,

en el brusco, ondulante río de las mujeres,

trenzas, ojos apenas sumergidos,

pies claros que resbalan navegando en la espuma.

De pronto me parece que diviso tus uñas

oblongas, fugitivas, sobrinas de un cerezo,

y otra vez es tu pelo que pasa y me parece

ver arder en el agua tu retrato de hoguera.

Miré, pero ninguna llevaba tu latido,

tu luz, la greda oscura que trajiste del bosque,

ninguna tuvo tus diminutas orejas.

Tú eres total y breve, de todas eres una,

y así contigo voy recorriendo y amando

un ancho Mississippi de estuario femenino.

Soneto XLIV

Sabrás que no te amo y que te amo

puesto que de dos modos es la vida,

la palabra es un ala del silencio,

el fuego tiene una mitad de frío.