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Yo te amo para comenzar a amarte,

para recomenzar el infinito

y para no dejar de amarte nunca:

por eso no te amo todavía.

Te amo y no te amo como si tuviera

en mis manos las llaves de la dicha

y un incierto destino desdichado.

Mi amor tiene dos vidas para armarte.

Por eso te amo cuando no te amo

y por eso te amo cuando te amo.

Soneto XLV

No estés lejos de mí un solo día, porque cómo,

porque, no sé decirlo, es largo el día,

y te estaré esperando como en las estaciones

cuando en alguna parte se durmieron los trenes.

No te vayas por una hora porque entonces

en esa hora se juntan las gotas del desvelo

y tal vez todo el humo que anda buscando casa

venga a matar aún mi corazón perdido.

Ay que no se quebrante tu silueta en la arena,

ay que no vuelen tus párpados en la ausencia:

no te vayas por un minuto, bienamada,

porque en ese minuto te habrás ido tan lejos

que yo cruzaré toda la tierra preguntando

si volverás o si me dejarás muriendo.

Soneto XLVI

De las estrellas que admiré, mojadas

por ríos y rocíos diferentes,

yo no escogí sino la que yo amaba

y desde entonces duermo con la noche.

De la ola, una ola y otra ola,

verde mar, verde frío, rama verde,

yo no escogí sino una sola ola:

la ola indivisible de tu cuerpo.

Todas las gotas, todas las raíces,

todos los hilos de la luz vinieron,

me vinieron a ver tarde o temprano.

Yo quise para mí tu cabellera.

Y de todos los dones de mi patria

sólo escogí tu corazón salvaje.

Soneto XLVII

Detrás de mí en la rama quiero verte.

Poco a poco te convertiste en fruto.

No te costó subir de las raíces

cantando con tu sílaba de savia.

Y aquí estarás primero en flor fragante,

en la estatua de un beso convertida,

hasta que sol y tierra, sangre y cielo,

te otorguen la delicia y la dulzura.

En la rama veré tu cabellera,

tu signo madurando en el follaje,

acercando las hojas a mi sed,

y llenará mi boca tu substancia,

el beso que subió desde la tierra

con tu sangre de fruta enamorada.

Soneto XLVIII

Dos amantes dichosos hacen un solo pan,

una sola gota de luna en la hierba,

dejan andando dos sombras que se reúnen,

dejan un solo sol vacío en una cama.

De todas las verdades escogieron el día:

no se ataron con hilos sino con un aroma,

y no despedazaron la paz ni las palabras.

La dicha es una torre transparente.

El aire, el vino van con los dos amantes,

la noche les regala sus pétalos dichosos,

tienen derecho a todos los claveles.

Dos amantes dichosos no tienen fin ni muerte,

nacen y mueren muchas veces mientras viven,

tienen la eternidad de la naturaleza.

Soneto XLVI

De las estrellas que admiré, mojadas

por ríos y rocíos diferentes,

yo no escogí sino la que yo amaba

y desde entonces duermo con la noche.

De la ola, una ola y otra ola,

verde mar, verde frío, rama verde,

yo no escogí sino una sola ola:

la ola indivisible de tu cuerpo.

Todas las gotas, todas las raíces,

todos los hilos de la luz vinieron,

me vinieron a ver tarde o temprano.

Yo quise para mí tu cabellera.

Y de todos los dones de mi patria

sólo escogí tu corazón salvaje.

Soneto XLVII

Detrás de mí en la rama quiero verte.

Poco a poco te convertiste en fruto.

No te costó subir de las raíces

cantando con tu sílaba de savia.

Y aquí estarás primero en flor fragante,

en la estatua de un beso convertida,

hasta que sol y tierra, sangre y cielo,

te otorguen la delicia y la dulzura.

En la rama veré tu cabellera,

tu signo madurando en el follaje,

acercando las hojas a mi sed,

y llenará mi boca tu substancia,

el beso que subió desde la tierra

con tu sangre de fruta enamorada.

Soneto XLVIII

Dos amantes dichosos hacen un solo pan,

una sola gota de luna en la hierba,

dejan andando dos sombras que se reúnen,

dejan un solo sol vacío en una cama.

De todas las verdades escogieron el día:

no se ataron con hilos sino con un aroma,

y no despedazaron la paz ni las palabras.

La dicha es una torre transparente.

El aire, el vino van con los dos amantes,

la noche les regala sus pétalos dichosos,

tienen derecho a todos los claveles.

Dos amantes dichosos no tienen fin ni muerte,

nacen y mueren muchas veces mientras viven,

tienen la eternidad de la naturaleza.

Soneto XLIX

Es hoy: todo el ayer se fue cayendo

entre dedos de luz y ojos de sueño,

mañana llegará con pasos verdes:

nadie detiene el río de la aurora.

Nadie detiene el río de tus manos,

los ojos de tu sueño, bienamada,

eres temblor del tiempo que transcurre

entre luz vertical y sol sombrío,

y el cielo cierra sobre ti sus alas

llevándote y trayéndote a mis brazos

con puntual, misteriosa cortesía:

Por eso canto al día y a la luna,

al mar, al tiempo, a todos los planetas,

a tu voz diurna y a tu piel nocturna.

Soneto L

Cotapos dice que tu risa cae

como un halcón desde una brusca torre

y, es verdad, atraviesas el follaje del mundo

con un solo relámpago de tu estirpe celeste

que cae, y corta, y saltan las lenguas del rocío,

las aguas del diamante, la luz con sus abejas

y allí donde vivía con su barba el silencio

estallan las granadas del sol y las estrellas,

se viene abajo el cielo con la noche sombría,

arden a plena luna campanas y claveles,

y corren los caballos de los talabarteros:

porque tú siendo tan pequeñita como eres

dejas caer la risa desde tu meteoro

electrizando el nombre de la naturaleza.

Soneto LI

Tu risa pertenece a un árbol entreabierto

por un rayo, por un relámpago plateado

que desde el cielo cae quebrándose en la copa,

partiendo en dos el árbol con una sola espada.

Sólo en las tierras altas del follaje con nieve

nace una risa como la tuya, bienamante,

es la risa del aire desatado en la altura,

costumbres de araucaria, bienamada.

Cordillerana mía, chillaneja evidente,

corta con los cuchillos de tu risa la sombra,

la noche, la mañana, la miel del mediodía,

y que salten al cielo las aves del follaje

cuando como una luz derrochadora

rompe tu risa el árbol de la vida.

Soneto LII

Cantas y a sol y a cielo con tu canto

tu voz desgrana el cereal del día,

hablan los pinos con su lengua verde:

trinan todas las aves del invierno.

El mar llena sus sótanos de pasos,

de campanas, cadenas y gemidos,

tintinean metales y utensilios,

suenan las ruedas de la caravana.

Pero sólo tu voz escucho y sube

tu voz con vuelo y precisión de flecha,

baja tu voz con gravedad de lluvia,

tu voz esparce altísimas espadas,

vuelve tu voz cargada de violetas

y luego me acompaña por el cielo.

Soneto LIII

Aquí está el pan, el vino, la mesa, la morada:

el menester del hombre, la mujer y la vida: