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Soneto LXIV

De tanto amor mi vida se tiñó de violeta

y fui de rumbo en rumbo como las aves ciegas

hasta llegar a tu ventana, amiga mía:

tú sentiste un rumor de corazón quebrado

y allí de la tinieblas me levanté a tu pecho,

sin ser y sin saber fui a la torre del trigo,

surgí para vivir entre tus manos,

me levanté del mar a tu alegría.

Nadie puede contar lo que te debo, es lúcido

lo que te debo, amor, y es como una raíz

natal de Araucanía, lo que te debo, amada.

Es sin duda estrellado todo lo que te debo,

lo que te debo es como el pozo de una zona silvestre

en donde guardó el tiempo relámpagos errantes.

Soneto LXV

Matilde, dónde estás? Noté, hacia abajo,

entre corbata y corazón, arriba,

cierta melancolía intercostaclass="underline"

era que tú de pronto eras ausente.

Me hizo falta la luz de tu energía

y miré devorando la esperanza,

miré el vacío que es sin ti una casa,

no quedan sino trágicas ventanas.

De puro taciturno el techo escucha

caer antiguas lluvias deshojadas,

plumas, lo que la noche aprisionó:

y así te espero como casa sola

y volverás a verme y habitarme.

De otro modo me duelen las ventanas.

Soneto LXVI

No te quiero sino porque te quiero

y de quererte a no quererte llego

y de esperarte cuando no te espero

pasa mi corazón del frío al fuego.

Te quiero sólo porque a ti te quiero,

te odio sin fin, y odiándote te ruego,

y la medida de mi amor viajero

es no verte y amarte como un ciego.

Tal vez consumirá la luz de Enero,

su rayo cruel, mi corazón entero,

robándome la llave del sosiego.

En esta historia sólo yo me muero

y moriré de amor porque te quiero,

porque te quiero, amor, a sangre y fuego.

Soneto LXVII

La gran lluvia del sur cae sobre Isla Negra

como una sola gota transparente y pesada,

el mar abre sus hojas frías y la recibe,

la tierra aprende el húmedo destino de una copa.

Alma mía, dame en tus besos el agua

salobre de estos mares, la miel del territorio,

la fragancia mojada por mil labios del cielo,

la paciencia sagrada del mar en el invierno.

Algo nos llama, todas las puertas se abren solas,

relata el agua un largo rumor a las ventanas,

crece el cielo hacia abajo tocando las raíces,

y así teje y desteje su red celeste el día

con tiempo, sal, susurros, crecimientos, caminos,

una mujer, un hombre, y el invierno en la tierra.

Soneto LXVIII

(Mascarón de Proa)

La niña de madera no llegó caminando:

allí de pronto estuvo sentada en los ladrillos,

viejas flores del mar cubrían su cabeza,

su mirada tenía tristeza de raíces.

Allí quedó mirando nuestras vidas abiertas,

el ir y ser y andar y volver por la tierra,

el día destiñendo sus pétalos graduales.

Vigilaba sin vernos la niña de madera.

La niña coronada por las antiguas olas,

allí miraba con sus ojos derrotados:

sabía que vivimos en una red remota

de tiempo y agua y olas y sonidos y lluvia,

sin saber si existimos o si somos su sueño.

Ésta es la historia de la muchacha de madera.

Soneto LXIX

Tal vez no ser es ser sin que tú seas,

sin que vayas cortando el mediodía

como una flor azul, sin que camines

más tarde por la niebla y los ladrillos,

sin esa luz que llevas en la mano

que tal vez otros no verán dorada,

que tal vez nadie supo que crecía

como el origen rojo de la rosa,

sin que seas, en fin, sin que vinieras

brusca, incitante, a conocer mi vida,

ráfaga de rosal, trigo del viento,

y desde entonces soy porque tú eres,

y desde entonces eres, soy y somos,

y por amor seré, serás, seremos.

Soneto LXX

Tal vez herido voy sin ir sangriento

por uno de los rayos de tu vida

y a media selva me detiene el agua:

la lluvia que se cae con su cielo.

Entonces toco el corazón llovido:

allí sé que tus ojos penetraron

por la región extensa de mi duelo

y un susurro de sombra surge solo:

Quién es? Quién es? Pero no tuvo nombre

la hoja o el agua oscura que palpita

a media selva, sorda, en el camino,

y así, amor mío, supe que fui herido

y nadie hablaba allí sino la sombra,

la noche errante, el beso de la lluvia.

Soneto LXXI

De pena en pena cruza sus islas el amor

y establece raíces que luego riega el llanto,

y nadie puede, nadie puede evadir los pasos

del corazón que corre callado y carnicero.

Así tú y yo buscamos un hueco, otro planeta

en donde no tocara la sal tu cabellera,

en donde no crecieran dolores por mi culpa,

en donde viva el pan sin agonía.

Un planeta enredado por distancia y follajes,

un páramo, una piedra cruel y deshabitada,

con nuestras propias manos hacer un nido duro,

queríamos, sin daño ni herida ni palabra,

y no fue así el amor, sino una ciudad loca

donde la gente palidece en los balcones.

Soneto LXXII

Amor mío, el invierno regresa a sus cuarteles,

establece la tierra sus dones amarillos

y pasamos la mano sobre un país remoto,

sobre la cabellera de la geografía.

Irnos! Hoy! Adelante, ruedas, naves, campanas,

aviones acerados por el diurno infinito

hacia el olor nupcial del archipiélago,

por longitudinales harinas de usufructo!

Vamos, levántate, y endiadémate y sube

y baja y corre y trina con el aire y conmigo

vámonos a los trenes de Arabia o Tocopilla,

sin más que trasmigrar hacia el polen lejano,

a pueblos lancinantes de harapos y gardenias

gobernados por pobres monarcas sin zapatos.

Soneto LXXIII

Recordarás tal vez aquel hombre afilado

que de la oscuridad salió como un cuchillo

y antes de que supiéramos, sabía:

vio el humo y decidió que venía del fuego.

La pálida mujer de cabellera negra

surgió como un pescado del abismo

y entre los dos alzaron en contra del amor

una máquina armada de dientes numerosos.

Hombre y mujer talaron montañas y jardines,

bajaron a los ríos, treparon por los muros,

subieron por los montes su atroz artillería.

El amor supo entonces que se llamaba amor.

Y cuando levanté mis ojos a tu nombre

tu corazón de pronto dispuso mi camino.

Soneto LXXIV

El camino mojado por el agua de Agosto

brilla como si fuera cortado en plena luna,

en plena claridad de la manzana,

en mitad de la fruta del otoño.

Neblina, espacio o cielo, la vaga red del día

crece con fríos sueños, sonidos y pescados,

el vapor de las islas combate la comarca,

palpita el mar sobre la luz de Chile.

Todo se reconcentra como el metal, se esconden

las hojas, el invierno enmascara su estirpe

y sólo ciegos somos, sin cesar, solamente.

Solamente sujetos al cauce sigiloso

del movimiento, adiós, del viaje, del camino:

adiós, caen las lágrimas de la naturaleza.

Soneto LXXV

Ésta es la casa, el mar y la bandera.

Errábamos por otros largos muros.

No hallábamos la puerta ni el sonido

desde la ausencia, como desde muertos.