Y al fin la casa abre su silencio,
entramos a pisar el abandono,
las ratas muertas, el adiós vacío,
el agua que lloró en las cañerías.
Lloró, lloró la casa noche y día,
gimió con las arañas, entreabierta,
se desgranó desde sus ojos negros,
y ahora de pronto la volvemos viva,
la poblamos y no nos reconoce:
tiene que florecer, y no se acuerda.
Soneto LXXVI
Diego Rivera con la paciencia del oso
buscaba la esmeralda del bosque en la pintura
o el bermellón, la flor súbita de la sangre
recogía la luz del mundo en tu retrato.
Pintaba el imperioso traje de tu nariz,
la centella de tus pupilas desbocadas,
tus uñas que alimentan la envidia de la luna,
y en tu piel estival, tu boca de sandía.
Te puso dos cabezas de volcán encendidas
por fuego, por amor, por estirpe araucana,
y sobre los dos rostros dorados de la greda
te cubrió con el casco de un incendio bravío
y allí secretamente quedaron enredados
mis ojos en su torre totaclass="underline" tu cabellera.
Soneto LXXVII
Hoy es hoy con el peso de todo el tiempo ido,
con las alas de todo lo que será mañana,
hoy es el Sur del mar, la vieja edad del agua
y la composición de un nuevo día.
A tu boca elevada a la luz o a la luna
se agregaron los pétalos de un día consumido,
y ayer viene trotando por su calle sombría
para que recordemos su rostro que se ha muerto.
Hoy, ayer y mañana se comen caminando,
consumimos un día como una vaca ardiente,
nuestro ganado espera con sus días contados,
pero en tu corazón el tiempo echó su harina,
mi amor construyó un horno con barro de Temuco:
tú eres el pan de cada día para mi alma.
Soneto LXXVIII
No tengo nunca más, no tengo siempre. En la arena
la victoria dejó sus pies perdidos.
Soy un pobre hombre dispuesto a amar a sus semejantes.
No sé quién eres. Te amo. No doy, no vendo espinas.
Alguien sabrá tal vez que no tejí coronas
sangrientas, que combatí la burla,
y que en verdad llené la pleamar de mi alma.
Yo pagué la vileza con palomas.
Yo no tengo jamás porque distinto
fui, soy, seré. Y en nombre
de mi cambiante amor proclamo la pureza.
La muerte es sólo piedra del olvido.
Te amo, beso en tu boca la alegría.
Traigamos leña. Haremos fuego en la montaña.
Soneto LXXIX
De noche, amada, amarra tu corazón al mío
y que ellos en el sueño derroten las tinieblas
como un doble tambor combatiendo en el bosque
contra el espeso muro de las hojas mojadas.
Nocturna travesía, brasa negra del sueño
interceptando el hilo de las uvas terrestres
con la puntualidad de un tren descabellado
que sombra y piedras frías sin cesar arrastrara.
Por eso, amor, amárrame el movimiento puro,
a la tenacidad que en tu pecho golpea
con las alas de un cisne sumergido,
para que a las preguntas estrelladas del cielo
responda nuestro sueño con una sola llave,
con una sola puerta cerrada por la sombra.
Soneto LXXX
De viajes y dolores yo regresé, amor mío,
a tu voz, a tu mano volando en la guitarra,
al fuego que interrumpe con besos el otoño,
a la circulación de la noche en el cielo.
Para todos los hombres pido pan y reinado,
pido tierra para el labrador sin ventura,
que nadie espere tregua de mi sangre o mi canto.
Pero a tu amor no puedo renunciar sin morirme.
Por eso toca el vals de la serena luna,
la barcarola en el agua de la guitarra
hasta que se doblegue mi cabeza soñando:
que todos los desvelos de mi vida tejieron
esta enramada en donde tu mano vive y vuela
custodiando la noche del viajero dormido.
Soneto LXXXI
Ya eres mía. Reposa con tu sueño en mi sueño.
Amor, dolor, trabajos, deben dormir ahora.
Gira la noche sobre sus invisibles ruedas
y junto a mí eres pura como el ámbar dormido.
Ninguna más, amor, dormirá con mis sueños.
Irás, iremos juntos por las aguas del tiempo.
Ninguna viajará por la sombra conmigo,
sólo tú, siempreviva, siempre sol, siempre luna.
Ya tus manos abrieron los puños delicados
y dejaron caer suaves signos sin rumbo,
tus ojos se cerraron como dos alas grises,
mientras yo sigo el agua que llevas y me lleva:
la noche, el mundo, el viento devanan su destino,
y ya no soy sin ti sino sólo tu sueño.
Soneto LXXXII
Amor mío, al cerrar esta puerta nocturna
te pido, amor, un viaje por oscuro recinto:
cierra tus sueños, entra con tu cielo en mis ojos,
extiéndete en mi sangre como en un ancho río.
Adiós, adiós, cruel claridad que fue cayendo
en el saco de cada día del pasado,
adiós a cada rayo de reloj o naranja,
salud oh sombra, intermitente compañera!
En esta nave o agua o muerte o nueva vida,
una vez más unidos, dormidos, resurrectos,
somos el matrimonio de la noche en la sangre.
No sé quién vive o muere, quién reposa o despierta,
pero es tu corazón el que reparte
en mi pecho los dones de la aurora.
Soneto LXXXIII
Es bueno, amor, sentirte cerca de mí en la noche,
invisible en tu sueño, seriamente nocturna,
mientras yo desenredo mis preocupaciones
como si fueran redes confundidas.
Ausente, por los sueños tu corazón navega,
pero tu cuerpo así abandonado respira
buscándome sin verme, completando mi sueño
como una planta que se duplica en la sombra.
Erguida, serás otra que vivirá mañana,
pero de las fronteras perdidas en la noche,
de este ser y no ser en que nos encontramos
algo queda acercándonos en la luz de la vida
como si el sello de la sombra señalara
con fuego sus secretas criaturas.
Soneto LXXXIV
Una vez más, amor, la red del día extingue
trabajos, ruedas, fuegos, estertores, adioses,
y a la noche entregamos el trigo vacilante
que el mediodía obtuvo de la luz y la tierra.
Sólo la luna en medio de su página pura
sostiene las columnas del estuario del cielo,
la habitación adopta la lentitud del oro
y van y van tus manos preparando la noche.
Oh amor, oh noche, oh cúpula cerrada por un río
de impenetrables aguas en la sombra del cielo
que destaca y sumerge sus uvas tempestuosas,
hasta que sólo somos un solo espacio oscuro,
una copa en que cae la ceniza celeste,
una gota en el pulso de un lento y largo río.
Soneto LXXXV
Del mar hacia las calles corre la vaga niebla
como el vapor de un buey enterrado en el frío,
y largas lenguas de agua se acumulan cubriendo
el mes que a nuestras vidas prometió ser celeste.
Adelantado otoño, panal silbante de hojas,
cuando sobre los pueblos palpita tu estandarte
cantan mujeres locas despidiendo a los ríos,
los caballos relinchan hacia la Patagonia.
Hay una enredadera vespertina en tu rostro
que crece silenciosa por el amor llevada
hasta las herraduras crepitantes del cielo.
Me inclino sobre el fuego de tu cuerpo nocturno
y no sólo tus senos amo sino el otoño
que esparce por la niebla su sangre ultramarina.
Soneto LXXXVI
Oh Cruz del Sur, oh trébol de fósforo fragante,