No podía evitar que su mente analizara una y otra vez el caso: dos prostitutas de lujo que habían desaparecido un buen día. Quizá habían viajado a hacer algún servicio especial, pues dejaron el equipaje en las habitaciones y no liquidaron su cuenta en el hotel Victoria. Una de ellas, Ivonne, se había suicidado en Nochebuena saltando de la torre de la catedral. Tenía marcas de esposas en las muñecas y le habían atizado de lo lindo. La uña en la balaustrada de piedra de la torre le hacía sospechar que fue obligada a saltar. La otra, Veronique, se llamaba en realidad Assumpta Cárceles Beltrán.
Había telefoneado personalmente a la Dirección General de Seguridad, donde habló con un viejo conocido, Herminio Pascual. Le encargó copia de los antecedentes de la joven. Tardaría lo menos una semana. Había pedido que se los enviara a la pensión. «Ah, ¿pero te dejan investigar aún? Creí que estabas retirado», oyó decir a su viejo amigo al otro lado del teléfono.
Le parecía obvio que aquellas dos prostitutas se habían metido en un lío. La rubia se jactó delante del botones de tener un diario. Mal asunto. Consideró muy probable que si cometía ese tipo de indiscreciones cuando bebía, bien podía haber hablado de más delante de oídos indiscretos. Alsina conocía bien la hipocresía del Régimen. La Religión, la Patria, el Imperio, la reserva moral de Occidente, toda aquella palabrería no era más que eso, propaganda; pero luego, en la intimidad de sus dormitorios, aquellos prohombres del Régimen eran tan viciosos, decadentes y pervertidos como el peor de los chulos de los bajos fondos de Marsella o de Nápoles.
Marcas de esposas. Sabía lo que iba a hacer aquella misma tarde, en comisaría. Además, tenía que localizar al Lolo. Igual podía ayudarle. ¿Estaría viva la rubia? Pensó que probablemente, no.
Ojeó el periódico: «Hoy ameriza el Apolo en el Pacífico», rezaba el titular. Al parecer habían preparado una cabina de cristal para que las familias de los intrépidos cosmonautas pudieran reencontrarse con ellos sin riesgo de violar la cuarentena a la cual debían ser sometidos para cerciorarse de que no traían del espacio ninguna enfermedad extraña. La misión había sido un éxito. Habían llegado a orbitar alrededor de la Luna.
Aquello le cansaba. Propaganda sí, pero norteamericana.
Tiró el periódico y cerró los ojos. Una siesta no le vendría nada mal. Comenzaba a llover.
Pasó la tarde entre papeles en comisaría, pues se le había acumulado bastante trabajo. No tuvo la tentación de abrir el cajón y buscar la botella de Licor 43 en ningún momento, aunque tampoco era consciente de ello. Su mente se hallaba ocupada y no pensaba más que en las dos prostitutas. ¿Averiguaría la identidad de la fallecida?
Esperó a las ocho de la tarde a propósito, era viernes y estaban en plenas Navidades, así que la comisaría fue quedando paulatinamente desierta. Entonces se acercó a hablar un rato con el agente uniformado que hacía guardia en el mostrador, Eufrasio. Era del Atleti, como él, y maldijeron su mala suerte mientras que Alsina se sentaba a su lado. Como quien no quiere la cosa, comenzó a consultar el libro de registros, pasando páginas de aquí para allá con aire despreocupado. Entre comentario y comentario sobre fútbol, hacía algún inciso y, señalando algún nombre del registro de detenciones, decía «éste es una buena pieza» o «a éste lo detuve yo hace cuatro años por falsificación, ¿qué ha hecho ahora?». Con aquel simple truco no levantó sospechas y encontró lo que buscaba. Era un registro de entrada del día 22, el del sorteo de la lotería. Había sido cubierto con corrector blanco y luego escribieron un nombre encima: «Juan Velasco Martínez». La hora de entrada, las seis y cuarto de la tarde. Antes había ingresado una tal Juana Galián y, justo después, un tal Pancracio Cuestablanca. ¿Por qué habían hecho una corrección para escribir encima «Juan Velasco Martínez»?
Se despidió de Eufrasio amablemente y pasó al archivo. Allí, en una bandeja, aún descansaban los impresos de las detenciones para ser archivados a final de mes.
El impreso número 75.343 correspondía a Juana Galián, en efecto, detenida por escándalo público, y el siguiente era el 75.345, de Pancracio Cuestablanca, un agricultor de Patiño que, al parecer, había abierto la cabeza a un vecino por un asunto de lindes.
Un momento…
Faltaba un impreso: el 75.344.
Era obvio que el tal Juan Velasco Martínez no existía. El suyo, en el libro, era un registro falso, hecho a posteriori, una vez que el líquido corrector había secado. No existía la papeleta número 75.344 a nombre de Juan Velasco. Había desaparecido.
Ahora venía lo más difíciclass="underline" era obvio que en Nochebuena la joven suicida no estaba en los calabozos. Él la habría visto, pues al entrar de guardia había dado una vuelta de rutina y, por otra parte, sabía que había ingresado en comisaría el día 22 por la tarde, de ahí la corrección, la anotación falsa de un nuevo nombre y la desaparición de la papeleta 75.344.
La sacaron de allí y la llevaron a otro lugar por algún motivo. Solía hacerse con determinados detenidos que no debían «constar» en los papeles. Había dos posibilidades: la «Casita» o el «Picadero». Así llamaban los de la Brigada Político Social a los dos inmuebles que utilizaban como lugares de retención y tortura de los detenidos. La «Casita» era una vivienda señorial situada junto a la falda del monte que cerraba el valle por el sur, en una localidad llamada La Alberca. El «Picadero», un ático situado en la calle de Platería, en un cuarto piso de un inmueble con el tercero vacío. Sin oídos indiscretos debajo.
Sólo había una forma de averiguar si la joven, Ivonne, había sido llevada allí, y suponía que debía descubrirse. No era un buen asunto.
Decidió irse a la pensión a cenar; tenía sueño. Luego escucharía un poco la radio en su cuarto.
Madame La Croix
– Hombre, don Julio -dijo Madame La Croix abriendo la puerta a Alsina-. No le esperaba hoy, es sábado. Encarni está ocupada en este momento.
– No, no -repuso él-. Vengo por una investigación.
– Vaya. Pase por aquí.
Parecía sonreír divertida. Madame La Croix se llamaba en realidad Pascuala, y se decía que regentaba desde siempre aquella casa de citas sita en la calle de Sagasta. Contaba ella que había sido corista en los mejores cabarets de París, aunque todos sabían que, en realidad, había sido puta en Barcelona. Pasaba de los cincuenta y vestía una túnica amplia, negra, de raso con incrustaciones de pedrería (a todas luces falsa) rematada con un turbante negro que ocultaba su calvicie.
– Mire, Madame -comenzó diciendo el policía tras tomar asiento en un sofá-, he pensado preguntarle a usted porque conoce a todo el mundo aquí.
Ella sonrió halagada.
– Ay, señor Alsina, si usted supiera quién pasa por aquí… se sorprendería. Diga, diga, qué se le ofrece.
– Ya. El caso es que quería preguntarle por dos chicas que se hospedaban en el hotel Victoria; muy finas, vinieron de fuera.
– Mercancía selecta, claro.
– Sí, exacto, aunque usted tiene aquí lo mejor, claro está -mintió para halagarla.