– Evidentemente, señor Alsina, evidentemente. Pero no, no tengo noticia de esas dos chicas. Irían por su cuenta.
– Sí, creo que así era. Usted presta todo tipo de servicios, ¿no?
– ¿Cómo? No le entiendo.
– Sí, claro, digamos que alguien buscara… compañía de sexo masculino.
Aquella arpía se le quedó mirando por un momento. Se hizo un silencio. Ella sacó un cigarrillo fino y alargado y lo colocó en una boquilla. Lo miró escrutadora.
– ¿Usted?
Entonces Alsina lo vio claro. Si decía que era por un asunto oficial, era probable que se cerrara en banda; en cambio, la posibilidad de ganar un dinero haría que Madame La Croix le dijera lo que quería.
– Sí, me temo que sí -asintió, pensando que, de perdidos, al río. Total, era alcohólico, su mujer lo había dejado y ya no ejercía de policía, ¿qué más daba que pensaran que era homosexual?
– ¡Acabáramos! -exclamó la alcahueta soltando una carcajada tremenda-. Ya decía yo que siempre me pareció usted algo… rarito. Aunque no estará usted de broma, ¿no? Hoy es el Día de los Inocentes.
– No, no es una inocentada.
– Pero ¿usted…? No me cuadra la cosa.
– Sí, bueno -repuso él evidentemente incómodo-. El caso es que busco a alguien especial, quisiera probar.
– Todo puede arreglarse, hijo mío, todo puede arreglarse -dijo la Madame dándole unos golpecitos en la mano-. Claro que eso es más caro. Pero todo puede conseguirse con dinero; y diga, ¿de qué se trata?
– Busco a un chico, rubio, guapo, le llaman el Lolo.
Ella sonrió como el que juega una baza ganadora.
– Puede arreglarse -contestó-. Lo conozco. Deme un par de días.
– De acuerdo -aceptó Alsina levantándose-. ¿Me paso entonces el lunes?
– Sí, claro, el lunes. Supongo entonces que Encarni no debe esperarle mañana, ¿no?
– No, no -confirmó él intentando parecer convincente-. Y, por cierto, ni se le ocurra decirle al Lolo quién soy.
– Descuide, diré que es usted viajante y que se llama Agustín. Su secreto está a salvo. ¡Si usted supiera…!
Salió de allí con la desagradable sensación de que se estaba metiendo cada vez más en aquel embrollo y que llegaría un momento sin posible marcha atrás.
Pasó la tarde del sábado durmiendo y a la mañana siguiente se fue a la sesión matinal del cine Coy. Programaban dos películas: Las sandalias del pescador y Una noche en la Ópera, de los hermanos Marx. Compró una bolsa de palomitas y subió al gallinero, a la última fila. Se sentó en el último asiento de la izquierda, en un rincón. Estaba solo allí arriba, al final, aunque la platea se hallaba repleta y el anfiteatro en que se encontraba registraba una buena entrada. En cuanto se apagaron las luces, una pareja subió las escaleras y se sentó en la misma fila que él pero al otro lado del pasillo.
No le vieron. Eran su vecino, don Serafín, el papá de los niños horribles, y Clara, la hija púber de la costurera del bajo. Sintió que un escalofrío le recorría la espalda. No esperaron ni a que empezara la película. Nada más comenzar el NODO, que estaba dedicado casi en su plenitud al viaje espacial de los americanos, comenzaron a besarse. Alsina entrevió cómo la mano derecha de él se perdía bajo la corta falda de cuadros de la joven. Llevaba calcetines blancos. Aquel pervertido, aprovechando que su mujer se hallaba embarazada como siempre, se dedicaba a beneficiarse a jovencitas como si fuera soltero.
¡No podía creerlo! Ella estaba semiacostada, ocupando casi el asiento de al lado, y don Serafín se había bajado el pantalón. Vio su pálido trasero que reflejaba la luz del proyector. Ella emitió un gemido. El culo de su vecino comenzó a moverse rítmicamente. De pronto, un halo de luz les enfocó.
– ¡Sinvergüenzas! -gritó alguien.
Era el acomodador acompañado de un tipo, que al parecer los había delatado.
Don Serafín se abrochaba los pantalones intentando farfullar una disculpa mientras ella se agachaba para subirse las braguitas.
– Esto es escándalo público. Habrá que llamar a la policía -manifestó el acomodador.
La gente de la platea comenzaba a gritar por aquella interrupción, mientras la del anfiteatro, perdido todo interés en la proyección, se habían girado para presenciar, descaradamente, aquel espectáculo. Todo estaba a oscuras, pero era obvio lo que había sucedido. Las cabezas se iban volviendo una a una para mirar.
– ¡Enciendan las luces, enciendan las luces! -comenzó a reclamar el tipo que acompañaba al acomodador.
Varias parejas sentadas en filas aledañas comenzaron a protestar. Se habían separado de un salto al ver llegar a aquellos dos, pues estaban allí a lo mismo que don Serafín y Clara.
– ¡Paco! -dijo el acomodador mirando hacia el habitáculo del proyector-, llama a la policía.
– No será necesario -se oyó decir a sí mismo Alsina a la vez que mostraba su placa-. Policía, corrupción de menores. Estos dos se vienen conmigo. A este pervertido le espera una buena en el calabozo. Llevaba ya un mes tras él.
Había dicho la primera tontería que se le ocurrió, pero al parecer había colado.
El acomodador y el chivato se hicieron a un lado. Alsina tomó a sus vecinos del brazo y los sacó de allí a toda prisa. Una vez en la calle dijo, a la vez que los empujaba hasta que giraron a la derecha, a la carrera:
– Vamos, vamos, rápido.
Luego doblaron a la izquierda, pasaron a toda prisa por el callejón que dejaba a su lado el mercado de Verónicas y una vez en la plaza de San Julián, el policía se detuvo mientras decía:
– ¿Pero está usted loco?
– Yo…, ella… -farfulló don Serafín.
La chica lo miraba con descaro. No parecía en absoluto avergonzada.
– ¿Te das cuenta del escándalo que se podía haber formado? Aquí, don Serafín podría haber ido hasta a la cárcel. ¡Eres una menor! Por no hablar de don Prudencio, que si se entera de esto os echa a los dos del edificio con vuestras familias y todo. Menudo es.
Ella seguía sonriendo, divertida.
Sin poder contenerse, Alsina le propinó un tremendo bofetón.
– ¡Eres una niñata! -bramó indignado-. Y usted, a casa. Si le veo acercarse a esta fresca, lo meto en chirona. ¡Andando!
Aquel desgraciado salió huyendo a toda prisa de allí mientras Alsina sujetaba a la chica por el brazo. Un viandante se le acercó como para meterse en el tema, pero él mostró la placa y dijo:
– Circule.
– Tú no eres diferente. ¿Te crees que no he visto cómo me miras?
Otro tortazo.
– ¿Cuántos años tienes, mona? ¿Quince?
– ¡Dieciséis! -rebatió ella tocándose el rostro, que debía de tener dolorido-. Me ha gustado, ¿sabes? Dame otra torta, me excitan los hombres de verdad.