Era una descarada, definitivamente.
– No vas a causar la ruina de nadie en el edificio. Tu madre, si se entera, se muere. Como te vea acercarte a don Serafín o a algún vecino, lo pondré en manos del juez de menores. Irás al reformatorio. -Ya -repuso ella riendo-. Me quieres para ti, ¿verdad?
– Vete.
La vio alejarse con su faldita y sus maneras felinas. Sintió, en el fondo, envidia de aquel desgraciado. Quizá tenía que haber dejado que los detuvieran, pero la carrera de don Serafín se habría truncado, por no hablar de lo mucho que hubiera sufrido su mujer. Aquella Lolita era un peligro. No quiso pensar en cómo sería cuando tuviera treinta años. Por otra parte, aquel tipo era un hipócrita, un aprovechado; sintió pena por su mujer.
Se fue a la plaza de las Flores, al bar La Tapa, y pidió una Coca-Cola y unas aceitunas junto con la prensa. Una fotografía de los tres astronautas de cuerpo entero presidía la primera página: «El éxito del Apolo ha simplificado la conquista del satélite». Comenzaba a estar harto de aquel asunto. El Régimen ya no se molestaba en generar historias para tener propaganda propia, ahora la importaba de su gran aliado, los yanquis. Observó con atención los rostros de los tres héroes: jóvenes, sanos, universitarios, rubios, de ojos azules y con hermosas sonrisas de anuncio de pasta de dientes. Dios. ¡Qué envidia!
Echó un vistazo a un amplio suplemento que llevaba el diario en páginas interiores; era un resumen de lo ocurrido en aquel azaroso año 1968. Había muerto Bob Kennedy, Japón se había desarrollado espectacularmente y en España, las cosas no se habían dado maclass="underline" Massiel había ganado el Festival de Eurovisión y el «yernísimo», el doctor Martínez Bordiú, había culminado con éxito su primer trasplante de corazón, demostrando estar a la vanguardia mundial. Ojeó la ridícula cartelera dedicada a los espectáculos: abrían una nueva sala de fiestas, Pierrot, donde iban a actuar en fin de año Los Premiers.
Meditó sobre pedir o no una cerveza, pero para evitar otras tentaciones decidió irse a la pensión a comer; los domingos había paella.
Aquella noche tuvo sueños eróticos. Despertó pronto y desayunó en la pensión con el vendedor de la ONCE, Rubén, y con don Damián, el representante de mercería, de quien se decía que tenía familia en Madrid, pero nunca iba a verla. Pensó en su sueño de aquella noche; en él hacía el amor con una desconocida, una mujer enigmática y sensual de la que no recordaba la cara. No podía ir a aliviarse a la casa de citas de Madame La Croix, pues ahora pensaban que era homosexual y le interesaba mantener esa coartada para que la alcahueta le localizara al Lolo. Al menos hasta que lograra hablar con él. Así que maldijo para sus adentros y decidió centrarse en las tostadas y el café.
– Ayer se montó una buena en el cine -comentó el viajante.
– ¿Cómo? -repuso Alsina apurando su café.
– Sí, en el cine Coy.
– Algo oí yo a la tarde en el casino -terció el ciego.
– Sí, sí, en el gallinero, según parece pillaron a un «parchista» sobrepasándose con una menor. Se lo llevó la policía.
– A mí me dijeron que era una pareja. ¡Fornicando!
– ¡Adónde iremos a parar! -exclamó doña Salustiana, que llegaba de la cocina con una bandeja de churros-. Mano dura es lo que hace falta con esa relajación de costumbres. El Caudillo debía mandarlos a picar piedra por desvergonzados.
El policía sonrió al escuchar a su patrona. Aquella misma noche la había oído gemir, probablemente cobrando la semana a Eduardo, un joven que se decía actor y se hospedaba en el cuarto del fondo del pasillo, y a quien no se le conocía oficio ni fuente de ingresos alguna. Era muy guapo, pero un tipo que decía ganarse la vida como actor en una ciudad tan pequeña como aquella debía de tener otras fuentes de ingresos. Venían compañías al teatro Romea, sí, pero de Madrid. La única posibilidad de ganar algo de dinero con un trabajo como aquel quedaba limitada a un par de representaciones del Tenorio por Todos los Santos. Era evidente que aquel joven debía de pasar apuros y así se pagaba su estancia en la pensión.
Salió a la calle reparando en que aquella era una sociedad hipócrita. Pensó en don Serafín, doña Salustiana y los clientes de Madame La Croix, entre los que se encontraba él mismo; todos, absolutamente todos, tenían sus bajas pasiones y las ocultaban. Quizá no tan bajas. Algunas más elevadas que otras, pero pasiones a fin de cuentas, y todos simulaban ante los vecinos, ante la sociedad. Eran gente decente. Igual ocurría con los adeptos al Régimen. Quizá peor. Entró en la barbería y Fernando le expuso un resumen de lo que decía la prensa mientras le realizaba el afeitado y masaje de rigor. Al parecer, aquel año que entraba, 1969, vería al hombre poner el pie en la Luna. La exitosa misión que acababa de llevar a cabo el Apolo VIII hacía intuir que aquel logro era inminente.
Eugenio, un mutilado que había combatido en la División Azul, aunque perdió el brazo en un ridículo accidente ferroviario, dijo mientras el aprendiz le lavaba el pelo:
– ¡Que se jodan los rusos!
Fernando le contó que se había producido el bombazo: Jackie Kennedy se casaba con el hombre más rico del mundo, Aristóteles Onassis.
– Vaya -murmuró Alsina fingiendo sorpresa. Le importaba un bledo, la verdad.
González había sido cedido por el Madrid al Murcia gratis.
– Si es que el merengue es un gran club -sentenció el barbero buscando la polémica.
El policía no tuvo fuerza ni ganas de discutir. Pensó en echar un buen trago. Lo haría al llegar al despacho. Pagó y salió del local a toda prisa.
No pudo hacerlo, porque nada más llegar se encontró dos notas en la mesa. Dos recados telefónicos. Una era de Madame La Croix, y decía: «Lolo desaparecido». El otro era de régimen interno: el comisario quería verle. Subió a su despacho y saludó a su secretaria, Daniela.
– Te espera -dijo ella sin levantar la mirada de su máquina de escribir-. Pasa.
Alsina llamó a la puerta y halló al comisario hablando por teléfono. Calvo, de bigotillo fino como todo el que era alguien en el Movimiento y amplia frente, parecía enfadado. Sus hombres le llamaban Matías Prats, cosa que le enojaba muchísimo, aunque llevaba siempre unas ridículas gafas oscuras como las del locutor de moda en la España de la época que no dejaban lugar a la duda. Eran idénticos. Sin dejar de hablar, le señaló una silla que había delante de su mesa:
– … sí, sí, Eminencia, no se preocupe, déjelo de mi cuenta, es asunto resuelto. Sí, sí. De acuerdo. Para servirle a usted y a España. Muy agradecido. Adiós, adiós. ¡Jodido maricón! -gruñó tras colgar el auricular. Se quedó mirando al infinito por un segundo, con las manos juntas y moviendo los pulgares de manera circular-. Ah, sí -dijo al fin volviendo a la realidad-. Alsina, Alsina… ¿Cómo estamos?
– Bien, señor. Creo que… ahora que lo pienso… bastante bien.
– Me alegro, me alegro. Me dicen que tuviste una guardia movidita en Nochebuena, ¿no?
– Sí, más o menos.
– ¿Un habano? -ofreció el preboste abriendo una caja de Veraguas.