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– No, gracias. No fumo puros.

– ¿Una copa entonces? -propuso el comisario con una sonrisa maliciosa.

– No. Ahora no.

– Bien, bien. ¿Y la suicida? ¿La has identificado ya?

– No, aún no -respondió sacando su bloc de notas-. A ella no, pero a una amiga suya, sí. Assumpta Cárceles Beltrán, alias Veronique, rubia. La suicida era morena y sé que su nombre de guerra era Ivonne. Prostitutas. De lujo. Ejercían en el hotel Victoria. Llevaban un mes ahí hospedadas. Alguien registró sus habitaciones, violentamente. Me temo que la rubia también debe de estar muerta.

– O sea, Alsina, que estás empeñado en identificar a la muerta, que, dicho sea de paso, está ya criando malvas en el cementerio de Espinardo.

– Sí, claro.

El comisario se acercó un poco, elevó el trasero sobre su silla, adoptó un aire más familiar, casi condescendiente, y preguntó a la vez que bajaba la voz:

– Y eso, amigo Alsina, ¿a quién le importa?

Silencio. No le gustaba aquel tipo, el comisario Jerónimo Gambín, la mano derecha del gobernador civil, un fanático falangista que se jactaba de «haber matado más rojos que la erisipela». Era un fanfarrón, un camorrista de los que tanto abundaban en Falange. A través de su hombre de confianza, el inquietante Guarinós, controlaba a la temible Brigada Político Social.

– Hombre -murmuró Julio Alsina azorado-, pues a su familia; en algún lugar habrá una familia que querrá saber que su hija, su hermana o su prima ha muerto.

– Enternecedor. ¿Acaso no estás a gusto aquí, Alsina? ¿Te tratamos mal?

– No, no. Quiero decir que no, que no me tratan mal.

– ¿Y para qué remover tanto la mierda? ¿A quién le importa una puta deprimida que se suicida en Nochebuena? ¿Sabes?, las estadísticas demuestran que en Navidad mucha gente se deprime: la nostalgia, los seres queridos que se fueron… Es la época del año en que se quita más gente de en medio.

– Ya.

– Has estado molestando a gente. Me han llamado los dueños del hotel, has pasado por Llorens a dar el coñazo. Mi mujer va a ese salón de belleza, ¡coño! ¿Qué importan dos putas? La otra se habrá ido con algún tipo con pasta a Barcelona o París y ésta se deprimió, esas tipas son todas medio tortilleras, créeme.

– Ya, pero…

– ¡Ni peros ni hostias! Tú a lo tuyo, a tus carnés, tus papelitos, tus certificados de penales y a echar un cable en el archivo. En otra comisaría te habrían puesto de patitas en la calle hace años, Alsina. Sé buen chico y no te metas en líos y te prometo una caja entera de Licor 43, mañana mismo. El dueño de la fábrica es amigo mío. ¿Sabías que está en Cartagena?

– Sí, lo sé.

– Pues hale, no se hable más.

Alsina se levantó y se encaminó hacia la puerta sin mediar palabra, como un cordero sumiso que se deja llevar; acababa de caer en la cuenta de que no había probado el alcohol desde que empezara con aquel maldito caso.

Llegó a su mesa y abrió el cajón. Sacó la botella y el vaso. Los puso encima de la mesa. Los miró y ellos lo miraron a él, desafiantes.

¿Qué le estaba pasando?

Toda la vida metido en la mente de Julio Alsina y no lo conocía. No se conocía. No bebía por Adela, ni por ser un cornudo, un medio hombre. Eso no le importaba apenas. Nada.

Entonces lo vio claro: aquella furcia de Adela que tanto daño le hiciera y «el Sobrao» se la traían al fresco. Es más, esperaba que fueran felices, eran tal para cual. Les deseaba lo mejor, de veras.

Bebía por la falta de estímulo, por haber dejado el trabajo ante el desprecio de sus compañeros. Por haberse degradado hasta convertirse en un ser inútil, un blando, un policía de mentira. El trabajo lo mantenía vivo, sí. Comprendió que dejarlo le había empujado a beber. Tenía que ocupar su mente, hacer algo, sentirse útil. Era eso. Y no había bebido.

No se atrevía siquiera a pensarlo. ¿Cuántos días llevaba sin probarlo? Era de locos.

No tenía nadie a quien contárselo, y aunque así fuera, se reirían de él. Podía cerrar el caso, irse de allí y ocuparse de otros casos, en otro lugar. Pedir el traslado.

No. No. ¿Y si cambiaba de destino y empezaba de nuevo?

Pensó en Ivonne. ¿Quién sería? «Una puta deprimida», había dicho el comisario.

De eso nada. La empujaron. Y había estado detenida. Él lo sabía.

Alsina había sido lo bastante prudente como para no decirle nada a su jefe supremo.

Un momento, un momento… No tenía pruebas. Todo era circunstancial. ¿Acaso no sería un delirio de su mente alcoholizada para buscar algo en lo que creer?

No. Estaba seguro. ¿O no?

Y si así fuera, ¡qué coño!, merecía la pena vivir, investigar, sentirse útil. Porque llevaba unos días vivo, de eso no había duda. Vivo. El caso le había hecho revivir. Ivonne era una perdedora, como él, y le había ayudado a resucitar, a volver a la vida desde su tumba, desde dondequiera que estuviese. Entonces pensó en la rubia: muerta, seguro.

Miró la botella.

«A lo fácil -le decía su mente-. A lo fácil, Alsina, ve a lo fácil. ¡Vamos, vamos!», le gritaban sus vísceras, el corazón y un ligero murmullo que venía de donde un día tuvo los huevos.

Miró la botella y el vaso.

La Croix decía que el Lolo estaba desaparecido.

Se lo había tragado la tierra.

Descolgó el teléfono y dijo a la telefonista:

– Ponme con Antúnez.

Al momento una voz contestó:

– ¿Sí?

– Antúnez, soy Alsina.

– Dime.

– ¿Qué hacéis con los maricones?

– ¿Cómo?

– Sí, con los maricones. Cuando los detenéis, quiero decir; eso es cosa tuya, ¿no?

– Ah, sí, sí. Los «violetas» son nuestros.

– ¿«Violetas»?

– Sí, coño, Alsina, «violetas», maricona, sarasas, es lo mismo.

– Ya. ¿Y qué hacéis con ellos?

– Pues poca cosa; se les da una buena mano de hostias si han dado un escándalo público y luego se les pone en libertad, a veces pasan un par de días en el calabozo, ya sabes. Se les aplica la Ley de Vagos y Maleantes. Si dan muchos problemas les puede caer una buena temporadita de cárcel. Normalmente tres meses, pero a algunos les han metido hasta dos años, no creas.

– Ya, ya. ¿Tú los conoces a todos?

– A muchos de ellos, sí; a los de lavabos de los cines Coy, el Rex y el Iniesta, me los tengo muy calados. En el Huerto del Cura, junto al Malecón, también se ponen unos cuantos, por la noche. ¿Por qué?

Pensó que tenía que inventar algo y rápido.

– Es que tengo un conocido sarasa, casi familia, ya sabes -mintió-, y el otro día le prestó una cosa a un tal Lolo…