– El Lolo, ¡acabáramos!, menuda pieza. Es un chapero. Manuel Buendía Vivancos. Pero no busques su ficha, no tiene domicilio conocido. Se mueve mucho, es muy listo.
– ¿Y cómo podría localizarlo?
Se hizo un silencio.
– Bueno, a veces los ingresan…
– ¿Los ingresan? -repitió incrédulo.
– Sí, claro -dijo el otro muy serio-. Para curarlos.
Alsina se pasó la mano por la frente. Delirante.
– Curarlos, ¿dónde?
– En el psiquiátrico, en El Palmar. Luego, cuando salen del tratamiento, trabajan con ellos para enseñarles un oficio, en Auxilio Social.
– ¿Cómo?
– Sí, algunos son chaperos y les enseñan a ganarse la vida decentemente y no poniendo el culo.
– Ya.
– Prueba ahí. Igual saben algo de él. Entra y sale de la cárcel con asiduidad. No te extrañe que se haya ido a otra ciudad.
– Pues, muchas gracias, Antúnez.
– Si sé algo, te aviso.
– De acuerdo.
Se incorporó y asió la botella. Fue al minúsculo baño de su sección, abrió la puerta y se encontró con el viejo retrete que siempre rezumaba agua y los papeles de periódico que a modo de papel higiénico permanecían ensartados de un clavo en la pared. De manera efectista, arrojó el contenido de la botella a la taza y tiró de la cadena. Los tres compañeros de su sección, los auxiliares administrativos que tenía a su cargo, lo miraron boquiabiertos. Se fue a la plaza de las Flores. Le apetecía tomar una ensaladilla y una Coca-Cola en el bar La Tapa.
Rosa Gil
Era 31 de diciembre y, lógicamente, aquella noche pelaría una guardia. Supuso que sería más tranquila que la anterior. Solía ser una noche algo más movida, pues eran muchos los incidentes que el alcohol solía provocar en la última fiesta del año, pero todo se limitaba apenas a cuatro borrachos y un par de broncas.
Como libraba durante el día, decidió hacer gestiones. Se levantó temprano y desayunó en la pensión mientras leía el periódico. Al parecer, los malditos astronautas habían fotografiado la cara oculta de la Luna. «El inmovilismo es inviable en nuestra época», había dicho Franco en su mensaje de fin de año. Qué cara, se dijo Alsina, y que eso lo dijera un tipo como aquel resultaba doblemente irónico. Recordó a su padre, domesticado por el Régimen que había creado el dictador, y sintió rabia. Pobre hombre.
Al menos, el Murcia había vencido al Onteniente, ya tenía cuatro positivos y estaba cuarto en la clasificación. La gente estaría contenta, y eso era bueno para todos. Aquella temporada lucharían por el ascenso a Primera. Se pasó la servilleta por la boca y, tras despedirse amablemente, se presentó en casa de don Serafín, el vecino que se beneficiaba a Clarita. Ya se oían los gritos de los malditos críos en el interior a aquella hora. ¿Es que no dormían? ¿A qué madrugar tanto para andar fastidiando a todo el mundo? Monstruos…
Abrió el mismo don Serafín anudándose la corbata. Trabajaba en Hacienda.
– Necesito su coche -espetó Alsina por todo saludo.
El otro palideció.
– ¿Cómo?
– Su, coche, el seiscientos, necesito que me lo deje, por favor. Le pondré gasolina, descuide.
– Ah, sí, claro, claro -asintió el otro mirando hacia atrás, como si su mujer pudiera aparecer en cualquier momento y preguntar al policía por el incidente del cine-. Entre semana voy al trabajo a pie. Sólo lo utilizo los fines de semana, ya sabe, para ir de excursión con los críos.
Le tendió las llaves. Sabía lo que se jugaba.
– La grande es la de la cochera. Está ahí, al final de la calle, junto al número dieciocho.
– Se lo cuidaré, esta tarde lo tiene de vuelta.
Cuando salía por la portería, escuchó a don Serafín, que desde la puerta de su casa le decía alarmado: Pero ¿ya tiene usted carné?
Hacía tiempo que no conducía, pero aquel modelo era, en verdad, manejable. Tuvo que convenir que, por una vez, la publicidad y la propaganda franquista decían la verdad. Enfiló hacia el barrio del Carmen y en un momento se situó en la carretera de El Palmar, un pueblo cercano a la ciudad en el que estaba situado el psiquiátrico. Tardó unos veinte minutos en llegar. Don Serafín llevaba un pequeño receptor de radio colgado de una de las asas que había sobre las ventanillas, así que escuchó el parte y luego encontró música clásica en Radio Juventud. Llegó al hospital y, tras mostrar la placa, pidió hablar con el doctor encargado del tratamiento a los homosexuales:
– El doctor Rivera -informó un celador de uniforme blanco-. Está en agudos. Pase. Es en ese edificio del fondo.
En un momento, Alsina se vio atravesando un patio lleno de locos. Ellos, a lo suyo, jugando y haciendo gilipolleces. Apenas tres celadores vigilaban a un centenar de internos. Sintió que un escalofrío le recorría la espalda.
– ¿Tienes caramelos? -dijo una voz tras de él.
Se giró y vio a un loco de unos cincuenta años, calvo, cabezón y con gafas de culo de vaso. Llevaba una camisa a cuadro con una rebeca gris y los pantalones sujetos con unos tirante estridentes.
– ¿Cómo dice?
– Que si me has traído caramelos.
– No, no he traído -repuso, y siguió caminando.
El otro no se le separaba de la espalda. «¿Tienes caramelos?», repetía una y otra vez. A punto estuvo de girarse y meterle la pistola en la boca. Se puso muy nervioso. Llamó a un timbre junto a un cartel que rezaba: «Agudos». Le abrieron. «Te espero el próximo día, y trae caramelos, ¿eh?», oyó que decía el demente tras él. Parecía una amenaza.
– Jodido cabrón -musitó para sí el policía.
Era un pabellón alargado, con habitaciones a ambos lados de un largo pasillo que olía a una horrible mezcla de lejía, heces y cera para suelos.
– Pase al fondo, le esperan -le indicó un celador sin alzar la cabeza del As.
Comenzó a caminar con cierta aprensión. Debieron de olerle, porque en un momento se vio rodeado de locos que salían de sus cuartos como muertos vivientes y le decían cosas, incoherencias, como: «¿Tienes tabaco?» o «Franco me tiene aquí recluido; soy José Antonio».
Una loca se subió el camisón y le mostró su sexo, muy peludo, diciendo: «¿Quieres follar?, ¿quieres follar?». Vio a un tipo rapado al que se le caía la baba. Miraba por la ventana de su cuarto, absorto. Sintió que se le ponían los pelos de punta.
– ¡Pase, pase! Son inofensivos. No tenga cuidado -dijo una voz desde un cuarto situado al fondo.
Alsina entró medio mareado para encontrarse con un auténtico falangista: el doctor Rivera. Llevaba la camisa azul bajo la bata, en la que, bordado en un bolsillo, aparecía su nombre junto al yugo y las flechas.
– Alsina, policía -repuso a modo de saludo.