– Usted dirá, amigo. ¿Un coñac? -ofreció aquel tipo bronceado, calvo y con una boca de finos labios que indicaba una enorme determinación.
– Busco a un homosexual, el Lolo.
– Ah, el Lolo. Un caso perdido; lo hemos probado todo con pero su patología persiste.
– Persiste.
– Sí, claro.
– ¿Qué terapias han probado con él? -preguntó no muy seguro de querer saber la respuesta.
– De todo: sedación total (de varios días, ¿eh?), duchas con agua fría, y la más recomendada en Alemania en los treinta, sabe usted que la humanidad nunca alcanzó tal grado de desarrollo científico como con el Tercer Reich, pero claro, ahora se les sataniza tanto…
– ¿Y esa técnica?
– La electroterapia.
– No le sigo.
– Sí, hombre, descargas eléctricas ante estímulos visuales que le resultan atrayentes. Ya sabe, se les pone una fotografía, por decir algo, de Rock Hudson, a ser posible en bañador, y a continuación, ¡toma!, descarga.
El médico, un sádico, soltó una tremenda carcajada. Aquello le parecía muy divertido.
– ¿En dónde? -inquirió el policía, arrepintiéndose al instante de haber hecho la pregunta.
– ¿Dónde iba a ser? ¡En los genitales! La mayoría salen de aquí nuevos, no se arriman a un tío así los cuelguen.
«Y estériles», pensó para sí Alsina. No se lo había planteado nunca, la verdad, pero no pensaba que los homosexuales fueran unos enfermos. Ahora, viendo cómo los trataba el Régimen, comenzaba a sentir cierta simpatía por ellos.
– Y al Lolo este tratamiento no le surtió efecto, claro.
– Un caso recalcitrante. ¡De tratado médico! Si estando aquí, en mitad del tratamiento, lo pillé dejándose encular por un enfermero en el cuarto donde se guardan los trastos de la limpieza… Lo dejamos por imposible. Pasamos el caso a Auxilio Social; la patología no se cura, pero se les puede enseñar a ganarse la vida de forma honrada-, no poniendo el culo en los lavabos de un cine de barrio.
– Ya. A Auxilio Social, en…
– En San Benito. En la partida de San Benito, entre Murcia y Patiño hay unos locales de la Sección Femenina en mitad de la huerta, y allí los atienden durante una temporada. La última vez que estuvo aquí, hará cosa de diez días, lo pasaportamos para allá. Pero no crea, ése no tiene remedio.
– Pues muchísimas gracias, doctor Rivera.
– Es un placer colaborar con las fuerzas del orden. ¡Arriba España! -exclamó aquel loco, cuadrándose a la vez que hacía el saludo fascista.
En el camino de vuelta, los dementes volvieron a interpelarle. Ya no le parecieron tan idos después de haber visto al médico que los tenía a su cargo.
Aparcó el seiscientos en una calle recién asfaltada donde apenas había media docena de casas. Estaba en la partida de San Benito, casi en mitad de la huerta pero a un paso de la ciudad, que crecía por momentos engulléndolo todo. En aquella vivienda limpia, con rejas y bien encalada había un cartel que rezaba «Auxilio Social», con el sempiterno yugo y las flechas que se habían convertido, desde sus primeros días, en el icono del Movimiento. Llamó a la puerta y le abrió una mujer con camisa azul que lo miró con mala cara.
– Alsina, policía. Busco al Lolo, un homosexual; lo enviaron aquí hará diez días desde el psiquiátrico -dijo por toda presentación mientras exhibía su placa.
La mujer lo hizo pasar a través de un pasillo, llegaron a un salón y le invitó a que tomara asiento. Se fue en busca de alguien.
El policía se vio en un momento rodeado de modistillas, algunas con pinta de frescas, que lo miraban lascivamente. Todas cacareaban alrededor de una inmensa mesa mientras cosían enfrascadas entre diseños y patrones. Parecían jóvenes de baja extracción social, que igual distraían un bolso que se jugaban la vida prostituyéndose en un camino oscuro.
Comenzaron a decirle cosas como si fueran albañiles. No parecían tener enmienda. Mostró la placa y se calmaron un tanto, pero seguían inquietas por la presencia de un varón en aquel santuario femenino. El local era húmedo y el frío le calaba los huesos. Se sintió muy incómodo.
Intentó evadirse oteando las paredes. Había carteles de la Sección Femenina y muchos lemas bordados en ganchillo con marcos horribles. «Hay que ser femeninas y no feministas», rezaba uno. «Practica deporte y mantente femenina», decía otro. «Mujeres, esposas y madres», señalaba un tercero.
No le agradaban aquellos adeptos del Régimen, así que sintió pena por aquellas pobres mujeres a las que martirizaban entre proclamas, rezos y bordados, con la excusa de ofrecerles una vida mejor.
De pronto, todas las jóvenes quedaron en silencio.
Levantó la mirada y vio a su vecina, Rosa, la falangista, en la puerta.
– Vaya -dijo.
– Soy la directora -se presentó la joven-. ¿Qué se le ofrece?
– Julio Alsina, soy su vecino -contestó a la vez que se ponía de pie y le tendía la mano.
– Lo sé -dijo ella muy seca-. Le conozco. Acompáñeme.
La joven de aspecto inquietante, siempre muy seria, tomó un semillero y salieron a la calle. Hacía un buen día. Atravesaron un pequeño huerto donde unos raterillos se afanaban en plantar unos bulbos.
– Aquí tenéis -ofreció la directora de aquel pequeño centro, y entregó el semillero a una monitora de Falange más joven que ella. Luego siguió caminando asegurándose de que Julio Alsina la seguía a la vez que le decía-: Son delincuentes, del Castillejo.
– Ah.
Entraron en un pequeño despacho, frío, húmedo y ascético. Ella tomó asiento y le invitó a hacer lo mismo. Las paredes habían sido encaladas y sólo había un crucifijo, una mesa, dos sillas y un enorme archivador. Sobre él, un portarretratos con una fotografía de José Antonio Primo de Rivera.
– Desde aquí controlo el huerto y el patio -dijo la directora con un tono muy áspero mirando por la ventana-. Usted dirá; me han dicho que pregunta por Manuel, ¿no?
– El Lolo.
– Manuel. En mi centro es Manuel.
– Sí, claro, Manuel.
– Aquí intentamos convertirlos en personas, ¿sabe?, de modo que se empieza por llamarles por su nombre. ¿Por qué lo busca? ¿Qué ha hecho ahora?
– En principio, nada. Puede serme útil como testigo. Investigo un supuesto suicidio que me temo que pudo ser un asesinato. Él conocía a la víctima. ¿Le importa si fumo?
– No, hágalo. Hace dos días que Manuel no viene. Iba a llamar a su compañero, el que se encarga de los desviados…
– Antúnez -especificó Alsina encendiendo un Celtas sin boquilla.
– Sí, ése. Si vienen aquí a aprender un oficio, se les conmutan las penas de cárcel o de internamiento en el psiquiátrico. Pero si dejan de venir debo comunicarlo.
– Ya. ¿Tienen muchos…?