Rosa le tendió la cesta diciendo:
– Aquí tienes las sulfamidas, Juani. Llama al practicante y que le ponga esta misma noche la primera inyección.
– Muchas gracias -agradeció la hermana de Méndez-. Es usted una santa, doña Rosa. Mira que se lo tengo dicho, «déjate ese vicio tan feo que tienes»… Pero el muy maricón (con perdón) no se lo quita de la cabeza. ¡Ay, si mi madre levantara la cabeza!
– ¿Quién es? -preguntó una voz desde el fondo del estrecho y oscuro pasillo.
– Soy yo, Rosa Gil -respondió la falangista, quien hizo un gesto con la cabeza a Alsina para que la acompañara.
El dormitorio del doliente olía a cerrado. Sobre una pequeña cómoda había más de un centenar de vírgenes con el mismo número de velas, pequeñas imágenes de arcilla, otras de plástico y estampas. Resultaba un tanto escalofriante, quizá macabro.
– ¿Cómo estamos, Juan José?
Rosa hizo la pregunta esbozando la mejor de sus sonrisas Al detective le chocó que una falangista como ella, dura y convencida, una fanática, se mostrara tan amable con un enemigo del Régimen como aquél.
– Bien, bien, sin fiebre. -Ha dicho el médico que te pongas las inyecciones -¡A mí no me pincha el culo nadie! -gruñó aquel tipo, amanerado, menudo, calvo y flaco como un Cristo, con una desaseada barba de tres días oscura y muy cerrada.
– Harás lo que se te diga y punto -rebatió Rosa con autoridad.
– ¡Eso! -repitió la gorda tras ellos.
Juan José acató la orden asintiendo.
– Éste es Julio Alsina, de la policía -anunció Rosa Gil-. Está aquí para hacerte unas preguntas. Colabora, es una orden
– ¿Conoce el paradero del Lolo? -preguntó el policía, y percibió la desaprobación en la mirada de la falangista. Era obvio que se había precipitado.
– Ni aunque lo supiera… -replicó el enfermo, que tenía realmente mala cara. Al fondo, un pequeño transistor desgranaba una canción de Luis Aguilé.
– En la cárcel no tendrás sulfamidas, y la sífilis se cura con antibióticos, ¿sabes? -dijo Rosa Gil.
– ¿Cómo?
– Sí -siguió ella muy resuelta-. Me consta que si Antúnez supiera que vas por ahí contagiando a los demás, te metía entre rejas. Sabe perfectamente que tienes clientes entre la gente bien.
Aquella aseveración de Rosa a bocajarro sorprendió al Dolida. Parecía saber lo que se hacía.
Juan José Méndez puso cara de pensárselo.
Hubo un silencio.
– Intentaré mandarle recado. ¿Va a detenerlo? No me lo perdonaría.
Alsina sonrió.
– No, hombre, no. No voy a hacerle daño. Sólo tengo que hacerle unas preguntas. Una amiga suya se suicidó, aunque pienso que la empujaron desde la torre de la catedral.
– La prostituta de lujo, la del hotel Victoria.
– Sí, ésa.
Juan José contestó:
– Haré lo que pueda.
– Si viene, mándeme avisar. Ésta es mi tarjeta.
Salieron de allí sintiendo el alivio del aire fresco en el rostro; Había oscurecido.
– Nunca me acostumbraré a esta humedad -comentó Julio.
– Sí -convino Rosa-. La gente de fuera lo nota mucho. ¿De dónde es usted?
– De Madrid. No crea, me gusta el clima de aquí, el invierno es corto, casi no existe. Apenas un par de semanas al año, pero durante ellas la humedad hace que el frío se meta en los huesos. Prefiero el frío seco de Castilla.
Ella sonrió y echaron a andar.
– ¿Se curará?
– El médico dice que si se pone las inyecciones, sí. Pero esta gente vive al límite y en cuanto se encuentre bien se echará a la calle. Se contagian con facilidad.
– ¿Y sus clientes?
– ¿Cómo?
– Sí, Rosa, ha dicho usted que tenía clientes importantes.
– Claro.
– Se contagiarán.
– Pero tienen dinero para pagar buenos médicos.
– Sí, eso es cierto. ¿Cree que encontrará a… Manuel?
– Sí, son íntimos.
– ¿Pareja?
– Podría llamarse así, aunque son muy promiscuos. No son fieles pero sí leales. O al menos eso me cantó Juan José un día.
– ¿Le parece mal lo que hacen? Me refiero a los homosexuales -indagó él de pronto, a la vez que encendía un cigarro. Habían llegado a la calle de Correos.
– No es natural -sentenció ella.
– Pero usted les ayuda.
– Intento que se integren en el sistema. No lo tienen fácil. El mismo Juan José se fue a vivir a Barcelona, donde un amante suyo, un hombre adinerado, lo denunció por celos y le aplicaron la Ley de Vagos y Maleantes. Estuvo dos años en Badajoz.
– ¿En Badajoz? ¿Lo desterraron?
– No, hombre, no. En la cárcel. Hay dos dedicadas a ellos: la de Huelva, para «activos», y la de Badajoz, para «pasivos».
Alsina dio un respingo. Se sintió violento hablando de aquellos temas con una mujer y por ende una solterona falangista. «Activos» y «pasivos». Jesús. Ella trataba la cuestión con asombrosa naturalidad.
– Vaya, sí que está usted informada.
– Es mi trabajo -puntualizó la joven muy seria-. El verano pasado participé en unas jornadas sobre el tema en El Escorial; sepa que se prepara una nueva ley, la de Peligrosidad y Rehabilitación Social.
– Pues yo no los veo lo que se dice… peligrosos.
Rosa lo miró con cara de pocos amigos por su ironía:
– Al Régimen no le resultan bien vistos.
– Ya. Pero a mí no me parece mal lo que hacen. No hacen daño a nadie y cada uno es libre de querer a quien quiera.
– No es natural -sentenció ella por segunda vez en pocos minutos.
Decididamente, era una fanática. Como todos los miembros del Movimiento, repetía una y otra vez las consignas que les habían inculcado. Aun así parecía interesarse por los «descarriados» que tenía a su cargo. Se habían detenido en el primer paso de cebra de la calle.
– Hace un frío tremendo. ¿Le apetece un café con leche?
La joven lo miró perpleja.
– Quisiera agradecerle su ayuda -aclaró Alsina-. Permítame invitarla a merendar en Boccaccio. Una magdalena y algo caliente no me irían mal.
– De acuerdo. Ha dado usted con mi única debilidad.
– ¿El café?
– No. El dulce.
– Vaya, pues no se le nota… quiero decir… que está usted delgada.
Ella sonrió.
– Me privo, Alsina, me privo.