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Alsina salió del bar y encaminó sus pasos hacia la calle de San Nicolás. Allí, frente al taller de reparación de bicicletas, se encontraba la sastrería Ríos. No tenía tiempo para hacerse un traje nuevo, pero Nicanor, el dueño, logró encontrarle uno negro en el almacén que no le quedaba mal y a un precio bastante razonable. Volvió al trabajo y luego acudió a comer a la pensión.

Eran las seis de la tarde cuando escuchó las risitas de sus administrativos. Levantó la mirada y vio a Rosa Gil junto al mostrador en que se atendía al público. Sorprendentemente, se alegró mucho de verla.

– ¡Silencio! -exclamó en un tono autoritario que tuvo la virtud de que aquellos tres cotillas volvieran al trabajo. Parecieron sorprenderse de que Alsina ejerciera, por una vez, su autoridad.

Abrió la portezuela que separaba a los funcionarios del público y salió a su encuentro.

– Buenas tardes, Rosa. ¿Hay novedades?

– Me temo que sí.

– Vayamos fuera entonces.

Salieron a la calle y se encaminaron hacia la plaza de Romea, giraron hacia la izquierda en la calle Jabonerías y en un callejón lateral, la calle Manfredi, localizaron un bar que parecía tranquilo. Pidieron dos cafés.

– He hablado con Juan José.

– ¿Se encuentra mejor?

– Sí; bueno, no he hablado con él, con su hermana. Mandó aviso al Lolo -Alsina sonrió; había ganado aquella batalla obviamente- y fue a verle a su casa. Juan José le dio su tarjeta y le dijo que era policía y que necesitaba usted verle por el asunto de esa prostituta amiga suya que se suicidó. Entonces se puso muy nervioso, según me ha contado la Juani; su hermano dice que empezó a gritar diciendo que a él no lo trincaban vivo, que él no iba a pagar el pato. Tienen mucho miedo a la policía, ¿sabe?, creo que es por Juan José, habrá notado usted que está un poco deteriorado, estuvo preso dos años y le ha contado cosas… Hacían trabajos forzados, comían sólo una vez al día, y siempre patatas con gorgojos, a veces un poco de tocino. Según dice, les daban palizas cuando se retrasaban en la fila, por una mirada o simplemente por canturrear.

– Disciplina.

– No debe de ser un lugar agradable ese penal. El caso es que el Lolo tiene un miedo atroz. Salió huyendo de casa de Juan José. Dice que se va.

– ¿Que se va?

– De Murcia. A otra ciudad.

– ¿Y cómo lo localizó Juan José?

– Le mandó recado a casa de otro homosexual, «la Reina». Pero es inútil, tampoco está allí. Se ha esfumado.

– Vaya. Cuánto miedo.

– Pues sí, y me gustaría que me contará usted qué está pasando aquí.

Alsina la miró con franqueza antes de hablar.

– No merece la pena involucrarla, Rosa. Era una simple corazonada mía y el único testigo se ha ido de la ciudad, este caso está cerrado. El sábado iba a asistir a la cena baile que celebramos todos los años en el casino, ya sabe, el del roscón de Reyes; pretendía hacer unas indagaciones, incluso me he comprado un traje nuevo para ello y todo, pero, ¿sabe?, qué más da. Supongo que se suicidó y punto.

– ¿Por qué pensaba que podía ser de otra forma?

– Encontré una uña postiza junto a la barandilla, en la torre.

– Y piensa usted que un suicida no se aferra para no caer.

– Exacto. Pero, ¿qué más da? Por cierto, la noto algo cambiada, como más… guapa, si me permite decirlo.

Ella sonrió y bajó la cabeza.

– Sí, ya sé, tiene usted mejor color. ¡Claro! No lleva la camisa azul.

Rosa Gil se ruborizó porque él había advertido que bajo su sempiterna rebeca llevaba una blusa rosa.

Al día siguiente, viernes, Alsina dedicó la mañana al trabajo. Aquel caso había llegado a un punto muerto, todo dependía del Lolo, de manera que no podía saber si la prostituta se había suicidado o no, si llevaba un diario y dónde diablos estaba su compañera, Veronique, que, dicho sea de paso, resultaba un misterio. Esperaba recibir noticias sobre ella en breve, no en vano había solicitado sus antecedentes- Quizá podría localizarla dondequiera que residiera, e igual estaba viva y había huido a casa.

Quizá Ivonne había saltado de verdad, harta de aquella vida, y su amiga había desaparecido para evitar que la interrogaran. Una capital de provincia como aquella era un mal lugar para la gente que realizaba actividades al margen de la ley. No es que no hubiera prostitutas, pero cuando las cosas no se llevaban con discreción el Régimen se empleaba a fondo con quien fuera.

Siempre con los débiles, claro: los homosexuales adinerados, los prohombres del Sindicato Vertical, del Régimen o de la burguesía y el empresariado, no tenían nunca cuitas con la ley, pese a frecuentar prostíbulos, jugarse hasta las pestañas, andar con menores, con hombres o incluso flirtear con las drogas. Pero un maricón como el Lolo, pobre y sin padrinos, tenía mucho que perder en un envite como aquel. A aquellas alturas debía de andar por Barcelona, como mínimo.

A pesar de que el caso moría, no se le pasó por la cabeza volver a beber; cerró la oficina a las seis y se fue a la pensión, donde cenó, escuchando cómo los demás huéspedes que le rodeaban comentaban las últimas noticias. Pequeñas migajas, informaciones intrascendentes que el Régimen proporcionaba al pueblo llano para que anduviera entretenido. Un albañil había secuestrado el avión de Onassis. ¡Un albañil! Un notición que resultó ser una mentira a medias: el avión era de Onassis, en efecto, pero él no iba a bordo; era de una compañía que, eso sí, pertenecía al armador griego. La prensa se hacía eco de otras pequeñeces, como «todavía no se ha helado ningún huerto pese a los dos grados bajo cero», o se narraba el recientísimo baile de debutantes al que la inmensa mayoría de la población no podía soñar con asistir.

– Cortinas de humo -murmuró con amargura sin que sus compañeros le escucharan.

Después de cenar fue al salón, donde escuchó un serial, Lucrecia y el conde Ferrán para más señas, y se fue a la cama con un buen vaso de leche al que se permitió echar un chorrito de coñac. No sintió la necesidad de sacar la botella de Licor 43 del cajón de la mesita, pero tampoco quiso pensar demasiado en ello.

A la mañana siguiente se levantó tarde y, tras desayunar, salió a dar un paseo por el Malecón, donde el trasiego de niños patinando, corriendo y de parejas que pelaban la pava al sol era incesante. En aquella nueva época de la dictadura, ésta se había reinventado y el milagro económico terminó por adormecer las conciencias. Por aquellos días, raro era el que se metía en política, y mucho menos con intención de oponerse al Régimen. La gente se ilusionaba con comprar un seiscientos o un televisor. Se había firmado la devolución de Ifni, pero al vulgo aquello le daba igual, o que Israel calificara a Pablo VI de antijudío o incluso que Rusia persiguiera la supremacía espacial. El pueblo aspiraba, simplemente, a vivir mejor, hallándose como se hallaba a menos de una generación del hambre. A nadie se le ocurría cuestionar el Régimen, pues éste, desde sus primeros días, había borrado cualquier posible atisbo de oposición. Todo el mundo era consciente de que viviría más feliz si no se metía en política, así que se empeñaban en trabajar, prosperar y disfrutar un poco de la vida. Poco más. Si acaso, llamaba la atención alguna noticia puntual, como la de las siamesas que habían nacido unidas por el torso en Madrid y que debían ser separadas. El Régimen sabía administrar aquellos sucesos con maestría, y creaba debates sobre asuntos que nada tenían que ver con la vida política. Tenían a la población donde querían, adormilada, acrítica. La propaganda franquista era burda y simple, pero brutalmente efectiva, porque su persistencia a lo largo del tiempo terminaba por dar resultado.