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Alsina se acordó de Rosa al cruzarse con un grupo de «flechas» que regresaban de una excursión con su monitor al frente, un falangista que no debía de pasar de los veinte.

De pronto, una pelota llegó rodando hasta sus pies. Una niña de unos siete años, con coletas, se acercó a cogerla.

Julio se agachó y tras tomar el pequeña balón se lo entregó a la cría diciendo:

– Toma, guapa. ¿Cómo te llamas?

– Mila-dijo ella muy pizpereta.

– Perdone, son cosas de críos -dijo una voz varonil y profunda que hizo que Alsina levantara la vista.

– No es ninguna molestia, caballero.

– Me llamo Paco -dijo el padre de la niña-. Pero me llaman Geromo, vivo en su calle. Es usted policía, ¿no?

– Sí, Alsina, Julio Alsina para servirle.

Entonces reparó en que sentada unos metros más atrás había una mujer de unos cuarenta años que les sonreía.

– Es mi señora -dijo Paco-, Milagros.

– Esperan ustedes un niño por lo que veo.

– Sí, el quinto -apuntó ella-. Si es nena se llamará Fátima y si es nene, Jerónimo, como su abuelo.

– ¿Para cuándo esperan el nacimiento?

– Para mayo -contestó ella.

– Vamos al final del Malecón, donde la estatua del señor Muñoz. Allí hay un bar, La Casica de los Tablachos, donde sirven un caldo con pelotas y pollo buenísimo -dijo Geromo-. ¿Le apetece acompañarnos?

– No, no, muchas gracias, si no llego a comer a la hora mi patrona me mata. Se lo agradezco muchísimo.

– Otra vez será.

– Le tomo la palabra Geromo.

– No le quepa duda -dijo el otro tomando a la niña de la mano.

Volvió a la pensión con la idea de escuchar el parte antes de la comida, pero se encontró con que doña Salustiana le tendía un sobre con un mensaje que había traído un chiquillo para él. Era de Madame La Croix.

«Venga, Lolo dispuesto», decía la pequeña esquela.

Sin apenas mediar palabra, salió corriendo escaleras abajo sin escuchar los requerimientos de su patrona, que insistía en saber si comería en la pensión o lo haría fuera.

No tardó más de cinco minutos en llegar a la casa de citas de la calle Sagasta, donde le abrió la misma Madame.

– Pase -dijo como con prisa-. Le espera en el cuarto del fondo del primer piso. Ha tenido usted suerte, porque parecía que se lo hubiera tragado la tierra, pero al parecer necesita dinero de forma urgente.

– Muchas gracias, señora La Croix -repuso Alsina besando la mano de la meretriz con artificiosidad a la vez que se quitaba el abrigo que ella colgó, solícita, en el perchero de la entrada.

– Suba, suba, que creo que no va sobrado de tiempo. Luego nos arreglamos usted y yo con el pago, es usted de confianza.

Alsina subió la crujiente escalera saltando los peldaños de dos en dos y llegó al cuarto. Cuando abrió la puerta se dio de bruces con un joven que aguardaba mirando hacia la calle entre los visillos de la cortina del ventanal principal. Parecía un estudian de instituto, menudo y delgado; vestía unos pantalones tejanos, zapatillas deportivas, un jersey con una camisa de cuadros y una trenca azul marino que no se había quitado.

– ¿Lolo?

El joven se giró y lo miró de arriba abajo.

– Hola, guapo -dijo el chaval quitándose la trenca-. ¿Tenías interés en verme? Siéntate, vas a tocar el cielo.

– Un momento, un momento -repuso el policía-. Primero tenemos que hablar.

– Vaya, un rarito. ¿No lo tienes asumido o qué? ¿Es tu primera vez?

– Soy policía -contestó Julio mostrando la placa.

Tuvo que interponerse entre aquel efebo de bucles dorados y la puerta. Lo agarró por el brazo y con autoridad le ordenó:

– Siéntate.

– Sé quién eres, me dijo Juan José que me buscaba un policía.

De un empellón, arrojó al joven a un butacón que había junto a la ventana.

– Tranquilo, sólo quiero hablar contigo.

El Lolo parecía nervioso, no escuchaba y miraba en derredor como buscando dónde esconderse.

– ¡Una trampa! ¡Lo sabía! Esa maldita puta de Madame La Croix me las pagará.

Al ver la placa había entrado como en trance. Era evidente que temía a la policía más que a nada en este mundo.

– Tranquilo, Lolo, tranquilo -pidió calma al detenido moviendo pausadamente las manos, ambas abiertas y con las palmas hacia abajo-. Quiero hacerte unas preguntas, sólo es eso. Investigo la muerte de tu amiga Ivonne.

El Lolo intentó incorporarse de nuevo para salir de allí por piernas, pero Alsina le propinó un buen empujón y le hizo volver a sentarse.

– ¡No sé nada!

El joven parecía sudar.

– ¿Dónde está la amiga de Ivonne?

– No lo sé, le digo.

– ¿Y ella? ¿Cuál era su verdadero nombre?

El Lolo miró al suelo. No quería hablar.

– Bien -dijo Alsina girándose-. Insisto en que sólo quiero esclarecer la muerte de tu amiga, pero, si no me ayudas, no me dejas más remedio que entregarte a mis compañeros, seguro que te buscan.

– ¡No! ¡No! Espere -rogó asustado el joven.

Se volvió y lo miró con franqueza. Se acercó, se agachó y le tomó la mano:

– Escúchame, hijo, sólo quiero saber la verdad. Investigo la muerte de Ivonne, porque pienso que no se suicidó. Me temo que ese diario que llevaba su amiga fue la causa de su muerte. Quizá molestó a gente importante. ¿Adónde fueron? ¿Qué sabes de su amiga, Veronique? ¿Está muerta?

El chaval lo miró muy asustado:

– No lo entiende. Me aplicarán la «gandula», yo no quiero acabar en la cárcel, Juan José estuvo allí. Esas cárceles para mariconas son campos de concentración. O peor, me matarán.

– ¿Quiénes?

– Ellos, los mismos que a Ivonne, sus compañeros de usted.

– Créeme, eso no va a ocurrir. Tengo dinero para darte, no te preocupes, podrás escapar a otra ciudad más grande, perderte en Madrid o en Barcelona. Allí no te encontrarán.