El Lolo puso cara de pensárselo. Parecía que comenzaba a relajarse.
– No. No sé nada.
– ¿Cómo se llamaba Ivonne? Su verdadero nombre.
– Montserrat, Montserrat Pau.
– ¿Catalana?
– De Barcelona.
– ¿Y su amiga? ¿Está viva?
– No lo sé. No sé nada, las vi por última vez el día veinte o el veintiuno.
– ¿Iban a chantajear a alguien?
– Yo qué sé. Aunque no creo que fueran tan tontas. En nuestro trabajo, la discreción es imprescindible.
– No eres de mucha ayuda. ¿Adónde fueron?
– ¿Va usted a entregarme?
– Te he dicho que no. No has hecho nada. No hay ninguna orden de busca y captura contra ti. Dime.
– No sé nada.
– ¿Adónde fueron?
– No sé dónde está Veronique, ni sé qué pasó, pero, créame, Ivonne no era de las que se suicidan. Había ganado mucho dinero, tenía proyectos. Iba a casarse con un novio que tenía en Venezuela, él no sabía que era prostituta. Estaba ilusionada con la vida, tenía ahorros y pensaba irse en verano.
– Ya.
– Tengo que irme.
– ¡No! ¡Quieto! Dime adónde fueron. Tú lo sabes.
– Algo dijeron de… No sé qué fiesta en una finca en… La Tercia.
– ¿ La Tercia?
– Sí, un pueblo de esos perdidos, de camino a Cartagena.
– Una fiesta, sí, algo así me imaginaba. ¿Qué pasaría?
Leyó la cara del Lolo. No sabía nada más, le pareció evidente. El chapero comenzaba a bloquearse de nuevo; estaba asustado. Alsina decidió ir donde Madame La Croix, a buscar dinero en su abrigo. Con esa pequeña suma el Lolo podría pagarse un billete para salir de allí.
– Espera aquí -ordenó.
– ¡No! -gritó el otro-. No voy a dejar que me entregue.
Antes de que pudiera reaccionar, el joven había abierto la ventana y, para su sorpresa, saltó ágilmente por la misma. Se escuchó un golpe tremendo y cuando el policía pudo asomarse contempló cómo el huido intentaba levantarse a duras penas. La caída desde el primer piso le había doblado un tobillo hacia afuera, de manera antinatural, pero, no obstante, logró incorporarse lo justo para que lo arrollara un Dodge negro que, imponente, apareció de pronto tras la esquina. Al estridente sonido del frenazo siguió el grito de una mujer que paseaba un cochecito de bebé y lo vio todo. El golpe seco contra el cuerpo del joven hizo estremecerse al policía.
El Lolo quedó tirado en el suelo, inmóvil. Un charco de sangre, oscura y viscosa, surgió de su sien derecha, la que quedaba en contacto con la calzada.
Alsina bajó las escaleras a toda prisa, aunque sabía que no había nada qué hacer. Al fondo se escuchaban los gritos de Madame La Croix. Alsina quedó inmóvil por un momento. Todo había ocurrido vertiginosamente, como en un sueño. Su mente no acertaba a procesar toda aquella información surgida en un segundo, tan desagradable, tan irreal.
Se arrodilló junto al muerto y comprobó que, en efecto, era tarde.
Alguien le puso la mano en el hombro. Era la dueña de la casa de citas:
– Váyase, rápido. Yo me hago cargo -susurró sin que lo oyera ninguno de los curiosos que ya se acercaban por docenas.
El traje
Sentado en el borde de su cama, Alsina se dijo que al fin y al cabo tendría que usar el traje. No le ilusionaba mucho la idea de pasarse por el casino, pero pensaba que allí podría obtener información. En las fiestas, la gente bebe, y la bebida afloja la lengua. Debía ser prudente. Además, a qué negarlo, sentía un poco de miedo, de inseguridad.
No sabía cómo reaccionaría ante tanta bebida, tantas oportunidades de volver a caer.
Joaquín Ruiz Funes le había telefoneado a la pensión. Iba a pasarse por el casino después de cenar en casa de unos amigos. Quería hablar con él.
Se sentía culpable de la muerte del Lolo, pero al menos, pensó, su implicación en aquel asunto había pasado desapercibida. Madame La Croix había tenido la gentileza de decirle que se fuera, que ella testificaría con respecto al atropello. Luego le llamó por teléfono; el hombre que conducía el Dodge estaba consternado, aunque la joven que paseaba a su hijo aseguraba que la víctima había saltado por la ventana colocándose directamente delante del coche. El suceso había quedado claro y un homosexual, un chapero como el Lolo, no importaba a nadie. Asunto cerrado.
Estaba muerto y la culpa era suya.
Sintió ganas de beber y miró el cajón de su mesita. Allí estaba la botella de Licor 43. Casi la pudo escuchar, como si le llamara desde dentro del cajón.
Se levantó de golpe, por un impulso, se puso el abrigo, salió del piso y se llegó a la puerta del principal. Llamó al timbre.
Abrió Rosa Gil.
– Hola -saludó. -Buenas tardes.
– Tengo que hablar contigo.
«¿La he tuteado?», pensó para sí.
– Sí, un momento; salgamos.
Ella tomó el abrigo del perchero y sus llaves y salieron a la calle.
– Qué elegante -comentó mirándolo de arriba abajo.
– Voy a la fiesta de la policía en el casino -aclaró él.
Se acercaron a un bar de la calle de Almenara, El Garrampón.
Ella pidió una copa de mistela y él, un café.
– Es el día del roscón -explicó Rosa como excusándose.
Oscurecía.
– El Lolo ha muerto -espetó Alsina sin preámbulos.
Ella se atizó un buen trago de vino.
– ¿Cómo? ¿Cuándo? -acertó a decir con cara de pocos amigos.
– Esta tarde. Conseguí una cita con él a través de la dueña de la casa de citas de la calle Sagasta. Me hice pasar por homosexual.
– Vaya…
– Acudió porque necesitaba dinero para largarse de la ciudad. Cuando supo que yo era policía se puso nervioso, muy nervioso. Me dijo algo, poca cosa, creo que no sabía más, y cuando me giré para bajar por mi cartera, porque quería darle una salida, un poco de dinero… entonces, saltó por la ventana y un coche lo arrolló. Muerto.
Ella le tomó la mano.
Alsina observó que un par de parroquianos les miraban de reojo, pero, la verdad, le dio igual.
– Yo lo he matado -musitó.
Rosa calló. Ni siquiera dijo que no, que no era culpa suya, que él era un buen hombre, un buen policía que investigaba la muerte de una pobre puta que a nadie importaba.
Aquello le desorientó un poco, la verdad. No sabía cómo reaccionar, buscaba algo de apoyo y ella no se lo daba; necesitaba que alguien le dijese que no era el responsable de la muerte de aquel chaval, que la culpa la tenían los mismos que habían asesinado a Ivonne, el Régimen, la sociedad, cualquiera, pero no él.