Reparó en que, al menos, Rosa le acariciaba la mano con ternura.
– Voy a ir a la fiesta de esta noche, en el casino, estará allí toda la comisaría e intentaré averiguar algo. ¿Sabes?, el Lolo me ha dicho que Ivonne, la prostituta, se iba a casar. No me creo que se suicidara. Y sé su nombre, Montserrat Pau, de Barcelona.
– ¿Por eso piensas que la mataron? ¿Y antes? ¿Por qué lo sospechabas antes? Porque eso lo has sabido hoy. -Él miró al suelo mostrando que se sentía culpable-. Siento desde el principio que me ocultas algo, Julio.
Necesitaba un trago de Licor 43. Cayó en la cuenta de que lo había llamado por su nombre, Julio, y que le tuteaba. Pidió otro café solo, bien cargado.
– Mira, Rosa -comenzó a decir tomándole la otra mano-. El forense, Armiñana, me dijo que la joven había sido apaleada y llevaba marcas de esposas.
– Vaya.
– Comprobé el registro de entrada de los días anteriores a su muerte. En el del día 22 había una enmienda, con tinta correctora, y luego habían vuelto a escribir otro nombre; y, además, la «papela» del registro correspondiente a esa detención había volado. Faltaba. Esa tarde hubo una detención cuyo informe desapareció. ¿Me sigues?
– Sí.
– Bien, luego, en la torre de la catedral encontré una uña de porcelana, cara, la que le faltaba a la muerta. Esas uñas no se caen con facilidad, y estaba en un saliente, al pie de la barandilla. Supongo que se agarró con fuerza, o sea, que la empujaron. Su amiga, Veronique, ha desaparecido, y sé que llevaban un registro de sus actividades, algo así como un diario. A veces, cuando se emborrachaba, amenazaba con tirar de la manta. ¿Qué te parece?
– Pues no sé, la verdad. Tú piensas que la mató la policía.
– Más o menos.
– Por eso no querías decírmelo.
– En efecto.
– Piensas que acudiré a contarlo a mis superiores.
– Es lo normal; es tu deber, vamos.
Hubo un silencio.
– No me conoces.
Ella pidió otro vasito de mistela,
– Fueron a una fiesta al campo, a una finca. Me lo ha dicho el Lolo, a La Tercia, un pueblo del otro lado de la sierra, en el campo de Cartagena, le llaman también Gea y Truyols. Mañana voy a hacer averiguaciones. ¿Me acompañas?
Rosa pareció meditarlo, más bien sorprendida.
– ¿Qué pretendes averiguar en la fiesta de esta noche?
– Quisiera corroborar que Ivonne estuvo detenida. Mi amigo Joaquín Ruiz Funes está haciendo averiguaciones al respecto. Le veré allí. Sospecho que la llevaron a alguno de los pisos francos de la Político Social. No me atrevo a preguntar, pero intentaré ser cauto. El alcohol hace a la gente imprudente, y en las fiestas el personal se relaja. Por cierto, es tarde y debería pensar en marcharme -añadió, dando por terminada la entrevista tras consultar el inmenso reloj del bar que llevaba el escudo del Real Madrid.
– Sí, vamos. Tengo que ayudar en casa.
Se levantaron.
Alsina no sabía muy bien qué iba a pasar a continuación. ¿Lo delataría?
Rosa Gil parecía culparlo de la muerte del joven homosexual. Era una falangista de alto rango, además, y él le había dicho abiertamente que sospechaba de la policía, de la Político Social.
– A las once voy a misa -dijo Rosa de repente.
– ¿Cómo?
– Sí, los domingos. Además, ¿cómo vas a ir a La Tercia?
– Don Serafín me dejará el seiscientos, mañana abren las tiendas y tiene que ir a comprar los regalos de Reyes. No necesita el coche, ¿Eso quiere decir que vienes?
– Si esperas a que salga de misa, sí -contestó la joven justo cuando él, galantemente, le abría la puerta del bar.
Julio Alsina pidió permiso a su patrona para entrar en su cuarto y echarse un vistazo en el inmenso espejo del armario de contrachapado de la dueña de la pensión. Se vio bien, la verdad. Quizá era porque llevaba ya más de una semana sin beber, pero le dio la impresión de que sus ojos mostraban una especie de brillo que denotaba determinación, terquedad, quizá incluso algo de ilusión. Parecía estar vivo. No pensaba en el Lolo en aquel momento. El traje le quedaba como un guante, de solapas estrechas, negro y con el pantalón de pitillo; de no ser porque llevaba una corbata azul turquesa, hubiera podido pasar por un joven moderno de los arrabales de Liverpool.
Con unos años más, claro.
Unos cuantos ya, pensó esbozando una sonrisa melancólica a la vez que meditaba en cómo se pasaba la vida. Desechó cualquier atisbo de nostalgia al instante, se embutió en su abrigo y salió a la calle. El paseo hacia el casino le sirvió para despejarse. Ivonne y Veronique habían ido a una fiesta en una zona rural, a una finca, quizá a amenizar una fiesta de cazadores. No conocía aquel paraje, Gea y Truyols, también conocido como La Tercia, así que debería echar un vistazo preliminar, pasarse por el pueblo y comenzar a hacer preguntas procurando no llamar demasiado la atención. Pensó que en aquel caso actuaba como un autómata, sin poder dirigir ni controlar su propio cuerpo o incluso su mente, que escapaban claramente a su control. Comenzaba a verlo todo desde fuera, como si él fuese el espectador de una película de detectives en la que el protagonista se empeña en hallar a los malos aun a costa de su propia integridad física.
Su cuerpo le pedía sus dosis habitual de Licor 43, pero él, incomprensiblemente, no se la daba; su mente le susurraba que se alejara de aquel caso, que siguiera con su vida y que abandonase aquellas pesquisas que lo llevarían a la más absoluta debacle, pero él seguía haciendo preguntas, indagando. Como si no lo pudiera evitar, como si fuera el destino, como si lo viese desde fuera.
¿Qué le estaba pasando?
Quizá era, pensó, que simplemente no tenía nada que perder, que aquella era una buena excusa para meterse en un buen lío luchando contra los poderosos y hacerse matar de una puñetera vez. Dejar de vivir la vida de derrota que había soportado desde que su padre perdiera una guerra y Adela lo hubiese convertido en un paria. Ése era su verdadero poder. Julio Alsina ya había estado muerto, y, al contrario que la mayoría de la gente a la que conocía, no tenía nada que perder.
Entonces reparó en que había llegado al final del trayecto. El casino, situado en la calle de Trapería, bella arteria peatonal, era uno de los edificios más hermosos y emblemáticos de la pequeña ciudad. Echó con agrado un vistazo a su fachada de influencias modernistas, que aparecía bien iluminada por lo especial de la ocasión, y entró de inmediato al pequeño vestíbulo, dejó su abrigo a un camarero para, tras atravesar una puerta de estilo neoárabe con vidrieras de colores, llegar al hermoso patio de estilo nazarí. Allí pidió una Coca-Cola y pudo mezclarse con la mayor parte de los invitados. Aquello estaba lleno de prebostes, como Juan Hurtado Jiménez, alcalde y jefe local del Movimiento, o el gobernador civil, Faustino Aguinaga, inmenso con su guerrera blanca del uniforme de gala de Falange, con fajín y una banda de color fucsia que le cruzaba el pecho. Era un falangista de los primeros días y tintineaba como un sonajero al moverse, por la enorme cantidad de medallas de todos los tamaños y colores que llevaba pendientes del pecho. Por allí pululaba el comisario, don Jerónimo Gambín, entre unos y otros, malmetiendo e intentando trepar. Gusano. Definitivamente, no le agradaba su jefe.