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– Necesito salir de aquí, Joaquín. Creo que me voy a casa.

Ruiz Funes lo miró sonriendo con ternura:

– Espera -repuso-. Así no te vas. En el Río Club, en el barrio del Carmen, actúan Julia Rives y las Mulatas del Caribe, no puedes perdértelas. Son de escándalo. Vamos por los abrigos y te vienes conmigo, allí soy el amo y he quedado con Blas Armiñana, el forense. Nos vamos con ellas después de la función. Te hará bien echar unas risas y aprovechar lo que pueda surgir. Y no te acepto un no por respuesta.

Julio miró hacia al suelo.

– ¿Tienes miedo de volver a beber?

– La verdad, sí.

– Yo me encargo de eso, amigo. Esta noche te pondré tibio a Coca-Cola, confía en mí.

Alsina y su amigo Joaquín salieron de allí del brazo, se pusieron los abrigos y escucharon las campanadas que daban las doce de la noche justo cuando salían a la calle. Julio levantó la mirada y contempló, al final de la calle, la imponente torre de la catedral. Pensó en Ivonne, de nombre Montserrat Pau.

Rosa Gil salía de misa de la iglesia de San Antolín. Iba cogida del brazo de su madre, cuando el sonido del claxon de un coche le hizo mirar hacia el bar de Pepe el Automático. Allí estaba Alsina, que desde el seiscientos de don Serafín le hacía señas.

– No me esperes a comer -dijo soltándose para entrar en el coche con el policía.

Don Urbano, el severo sacerdote del Opus Dei que regentaba la parroquia con mano de hierro, sus feligresas y la propia madre de la chica, doña Ascensión, quedaron petrificados ante tamaña desvergüenza. ¿Cómo era posible que una mujer decente se subiera a solas en un automóvil con un hombre casado?

– Vamos -indicó Rosa al policía mientras se quitaba el velo de ganchillo negro con que se cubría la cabeza para acudir al templo-. No tenemos todo el día.

Salieron de inmediato y se encaminaron hacia el Puerto de la Cadena, que tardaron casi tres cuartos de hora en atravesar, pues tuvieron que ir detrás de un camión repleto de cerdos que a duras penas avanzaba por aquellas empinadas cuestas. Alsina intentaba adelantar, pero era difícil hallar un tramo con visibilidad suficiente para hacerlo en el que no vinieran vehículos de frente. A consecuencia de aquel ritmo desesperante, el seiscientos de don Serafín comenzó a dar evidentes síntomas de recalentamiento, por lo que al llegar a lo alto pararon en la Venta del Puerto para añadirle agua al radiador. Aprovecharon para tomarse dos Cholecks, él de vainilla y ella de chocolate.

– ¿Y cómo es que don Serafín te presta su seiscientos? -inquirió ella con aire desconfiado.

– Es una larga historia -replicó, intentando darle largas.

– Me gusta escuchar -contestó Rosa-. Vamos a medias en esta historia. ¿Recuerdas?

Alsina sonrió.

– Lo chantajeo -espetó de golpe.

– ¿Cómo? -dijo ella sorprendida-. Me ha parecido entender que hablabas de chantajear…

– Júrame que no dirás nada.

– Jurar es pecado, Julio.

– Bueno, pues promételo entonces

– Prometido.

– Pillé a don Serafín en actitud digamos… poco decorosa con una jovencita en el gallinero del cine Coy.

– ¡Vaya!

– Con Clara, la hija de la viuda ésa que cose.

– La señora Tomasa.

– La misma que viste y calza.

– Jesús, María y José! -exclamó la falangista santiguándose

Julio sonrió, divertido.

Rosa ladeaba la cabeza como negando la realidad.

– Pero… si es una cría.

– Sí, por eso lo tengo trincado por donde más duele.

– ¡Madre mía! Ya había oído yo que la niña es ligerita de cascos, pero no suelo hacerme eco de esas habladurías.

– No te gustan.

– No, en efecto.

– Pues en la puerta de la iglesia…

– Qué.

– Te han mirado raro.

– ¿Y?

– Quizá no debías haber venido. La gente tiende a murmurar

– Me importa un bledo la gente, cumplo con mi deber.

– ¿Tu deber?

– Sí, el Lolo era uno de mis descarriados.

– Yo soy el culpable de su muerte.

– No -rebatió ella muy seria-. Los culpables son los que mataron a esa mujer.

Al fin, pensó el policía suspirando aliviado. Rosa lo exoneraba de toda culpa. Se hizo un silencio sólo roto por el sonido del motor de un mil quinientos que pasó a gran velocidad por la carretera que cortaba la montaña. El paisaje era hermoso allí arriba; en el puerto todo era verde debido a los pinos de las repoblaciones de la Dirección General de Montes y, al fondo, el cielo azul, despejado y claro, dejaba ver el Mar Menor, y delante, el árido campo de Cartagena.

– Anoche, en la fiesta, averigüé algo.

Ella lo miró esperando que hablara, dándole tiempo.

– Ivonne, o sea, Montserrat Pau, estuvo detenida, la golpearon y violaron en comisaría y luego fue llevada al «Picadero».

– ¿El «Picadero»?

– Es un piso de la Político Social. Tienen dos, el «Picadero», en Murcia, y la «Casita», en La Alberca. Sólo se lleva a esos sitios a gente de la que se quiere obtener información y, luego, hacerlos desaparecer.

– ¿Y qué podía saber una simple prostituta como para querer torturarla?

– Creo que buscaban el diario. Debía de comprometer a gente importante.

Quedaron en silencio de nuevo. Rosa miraba al suelo. Alsina esperaba que, en cierta medida, justificara aquellos métodos; al fin y al cabo, aquellos mastuerzos eran sus correligionarios.

Pero no.

Ella no lo hizo y le sorprendió, una vez más.

– Vamos, nos queda aún camino -dijo Rosa Gil levantándose.

La Tercia

Llegaron al pueblo de la Tercia a eso de la una y media de la tarde. Esa población había surgido de la unión de varios pequeños núcleos: Lo Gea, La Tercia y el Caracolero; de ahí su denominación compuesta, derivada del nombre de uno de los caseríos de por allí, Lo Gea, y el apellido de una conocida familia de la zona de origen aragonés, Truyols.

Aquella parte era árida, muy árida, y surgía de la falda de la sierra que protegía a la ciudad de Murcia por el sur. Desde allí hasta el Mar Menor se extendía una planicie que la gente llamaba el campo de Cartagena, aunque Gea y Truyols pertenecía al llamado campo de Murcia, ya que ni siquiera tenía ayuntamiento propio y tributaba al de la capital de la provincia.

Daba la sensación de ser un lugar dejado de la mano de Dios.