– Ah. Los americanos -repitió Alsina-. ¿Y cómo es que no estaba usted en la procesión? Siendo usted la máxima autoridad local…
– No, no, no era algo oficial. Ese párroco, don Críspulo, es un alarmista y empujó a la gente a…, pero ya saben, uno no puede participar en según qué tonterías, que, encima, dañan la imagen del pueblo.
En aquel momento comenzaron a entrar parroquianos al barí Había concluido la procesión.
– Perdonen -se excusó el pedáneo viendo la oportunidad de zafarse de aquella conversación que, obviamente, no le agradaba-, pero tengo partida de tute y…
El camarero se dirigía ya hacia ellos con los dos platos de arroz, que tenían una pinta excelente.
Salieron del bar tras comer y tomar sendos cafés, pues ninguno de los dos había pedido postre. Se cruzaron con un joven de unos veintitantos años, extraño, con los pantalones subidos hasta las axilas, que parecía el tonto del pueblo.
– Los ángeles blancos vendrán a por ti -dijo señalando a Alsina antes de desaparecer en el interior del bar.
Se detuvieron por un momento. Rosa miró al policía y, riendo, siguieron calle abajo. El pueblo era pequeño y las viviendas, humildes, todas de planta baja, algunas encaladas y con tejados de color ocre. Volvieron sobre sus propios pasos y al llegar de nuevo a la pequeña plaza giraron a la izquierda y llegaron a la iglesia, pues Julio quería hablar con el cura. El templo apenas era una nave con una gran puerta metálica y un pequeño campanario.
Llamaron a la puerta, pero nadie contestó. La iglesia estaba cerrada.
– Es inútil, el cura no está -dijo una mujer de mediana edad, vestida de negro, que pasó junto a ellos.
– Perdone, pero me gustaría hablar con él.
– Lleva varias parroquias a la vez. Hasta el sábado por la tarde no vuelve.
– ¿Y sabe usted dónde vive? -preguntó Alsina.
– En Torre Pacheco.
Se sentaron en un pequeño pilón encalado viendo cómo se alejaba la mujer.
– Al menos sabemos que hay fincas de cazadores donde caza gente de posibles.
– Sí, la de don Raúl -contestó Rosa.
– En un pueblo tan pequeño es fácil averiguar las cosas. ¿Has notado la incomodidad del pedáneo cuando le he preguntado por la procesión?
– Sí, me ha parecido evidente.
– Deberíamos echar un vistazo a la finca del mandamás, ¿no crees?
– Antes de que se nos haga tarde.
Se pusieron en pie y él le ofreció el brazo. Caminaron hasta el coche. Una vez en el seiscientos preguntaron a un lugareño, que les indicó cómo acercarse a la finca de don Raúl. Tomaron un camino que les hizo pasar por las casas de Alcaraz y al cabo de un par de kilómetros llegaron a una pista forestal. Debía de haber llovido durante la noche anterior porque el camino se hallaba embarrado.
– Cuando don Serafín vea cómo le has dejado el coche se enfadará -comentó ella.
– No puede enfadarse conmigo. Sería un lujo para él.
Llegaron a un inmenso mojón de piedra que señalaba el inicio de la finca. En él había unos azulejos de cerámica con un nombre: El Colmenar. Una alambrada de espino rodeaba el perímetro de la finca, que parecía inmensa, y una puerta metálica, de hierro repujado con aire andaluz, daba acceso a un camino que se perdía entre almendros. No se veía nada del interior de la propiedad.
– Hasta aquí hemos llegado -concluyó el policía.
– ¿Y ahora?
– Pues no sé, la verdad. Vayamos a echar un vistazo a la casa de míster Thomas.
Volvieron de nuevo al pueblo y tomaron la carretera de Sucina. Nada más salir de la localidad, la vieron: una casa de dos alturas con un bello torreón, pintada de granate, antigua pero bien restaurada, con rejas en las ventanas, geranios en los maceteros y rodeada de palmeras.
Alsina paró el coche y observaron la vivienda.
– Ese míster Thomas debe de tener dinero -observó detective.
– Es americano.
– Sí.
Quedaron en silencio. No sabían por dónde seguir. Sí, había una finca grande en los alrededores del pueblo, el pedáneo les había dicho que don Raúl recibía allí gente importante y las dos chicas habían acudido a una fiesta de gente bien. ¿Y qué? No tenían nada más.
Se miraron. Silencio.
Julio se fijó otra vez en sus ojos y, sin pensar en lo que hacía, le quitó las gafas para verlos mejor.
– ¿Nunca llevas el pelo suelto?
– Nunca -negó hablando como a cámara lenta.
Él volvió a perderse en el color avellana de los ojos de Rosa Gil. Lo hizo sin darse cuenta de que se había hecho un profundo silencio a su alrededor.
Se besaron.
El detective notó que el mundo se paraba, y cuando vino a darse cuenta sintió que ella daba un respingo y se apartaba de él dando un salto hacia atrás.
– ¡Perdón, perdón! -acertó a balbucear a modo de excusa.
¿Qué había hecho? ¿Acaso se había vuelto loco?
La joven falangista miraba al suelo, muy violenta, farfullando una retahíla de palabras.
– Las gafas -ofreció, devolviendo los lentes a su dueña.
– Sí, gracias -aceptó azoradísima.
Arrancó el coche y volvieron por donde habían venido.
No se atrevían a decir nada.
Justo al pasar el pueblo, y ya en la carretera de Murcia, se encontraron con una pequeña gasolinera. El silencio resultaba insoportablemente violento.
– Quiero devolverle el coche a don Serafín con el depósito lleno -expuso Alsina de pronto.
Pararon.
Un hombre menudo salió de su cuchitril para servirles el combustible y ella preguntó:
– ¿El aseo?
– Sí, ahí detrás.
Mientras Rosa volvía, el policía suspiró aliviado y preguntó al hombre:
– ¿Es usted del pueblo?
– Sí -respondió el otro sin mirarle siquiera a la cara.
Alsina le mostró veinte duros y dijo:
– ¿Conoce a don Raúl?
– Claro -asintió el empleado de la gasolinera mirando el billete con avidez-. Por ese dinero conozco hasta al Papa de Roma.
– ¿Sus apellidos?
– ¿Los del Papa?
– No, coño, que si sabe los apellidos de don Raúl.
– Don Raúl Consuegra y Salgado.
– ¿Qué más? Esto es un buen dinero -apuntó Alsina agitando el billete.