– Vino hará quince años. Su familia era de por aquí y tenía una finca inmensa. Luchó en la guerra y creo que era hasta conocido del Caudillo; cuando se cansó de la política se vino al pueblo.
Rosa volvió del servicio y se situó junto a ellos, entreabriendo la puerta del coche.
– ¿Y el alcalde?
– ¿El pedáneo? Ése es un papanatas. Don Raúl le pagó los estudios.
– ¿Qué estudios?
– De maestro.
– ¿Es el maestro del pueblo?
– No, no, vive de cuatro tierras que tiene y de lo que saca de la alcaldía, pero sobre todo de don Raúl, es como su perrito faldero. Le lleva las fincas, ya saben, como un capataz.
Alsina le entregó el billete y el otro sonrió satisfecho.
– Una pregunta -intervino Rosa tomando la palabra-: hemos visto una procesión en el pueblo. Una rogativa.
– Sí, la gente anda asustada.
– ¿Asustada? -repitió la falangista.
– Sí; demasiadas cosas raras en poco tiempo.
– ¿Qué tipo de cosas? -preguntó el policía, interesado.
El empleado hizo memoria y dijo:
– Pues… primero lo de la zagala ésa, la de los Almillas, la Antonia, a la que mataron malamente.
– Un momento -terció Julio-. ¿Antonia García? -Sí, ésa.
– Conozco el caso. Truculento. ¿Y qué más? -Pues eso fue por octubre, más o menos; luego, en noviembre o diciembre, pasó lo del Sebastián y Pepe «el Bizco».
– ¿sí?
– Sí, hombre, que salieron a cazar, de furtivos, ya sabe usted, y no volvieron. Y ahora, la semana pasá, lo de la pareja ésa.
– ¿Cómo? ¿Qué pareja?
– Sí, una pareja: un mecánico, un chaval joven, y la novia, que se fueron por ahí con el coche, imagínense, a un camino, a desfogarse, y ya no se supo más.
– ¿Y por eso ha hecho el cura la procesión?
– Sí, la gente anda revuelta.
Rosa y Alsina se miraron. Ella se dispuso a entrar en el coche y él pagó la gasolina. La parada había resultado fructífera, sin duda.
En el camino de vuelta quisieron poner en orden sus ideas. No les vino mal, porque así no tuvieron que hablar del incidente del beso.
– Veamos -dijo él-, Ivonne y Veronique fueron invitadas a una fiesta en una finca en La Tercia; eran prostitutas caras, luego deduzco que el sarao era de gente de posibles.
– Don Raúl -intervino Rosa-. Es hombre adinerado y de influencias, parece que de vez en cuando trae gente importante a su finca. Luego eso parece lógico.
– Míster Thomas es otro candidato, no lo olvides. Quizá dio él la fiesta.
– Sí, de acuerdo.
– Ahora, aparte de que las dos prostitutas acabaron mal, nos encontramos con que (según dice el tipo de la gasolinera) se han producido desapariciones en el pueblo. Bueno, perdón, lo de Antonia García no fue una desaparición, fue un crimen.
– ¿Un crimen?
– Sí. Conozco al tipo que llevó el caso, mañana mismo hablaré con él. Pero debe sonarte, salió en la prensa: la abrieron en canal, al parecer fue un antiguo novio, un tipo del pueblo.
– Vaya. -Y luego, además, desaparecen dos cazadores y una pareja.
– Y el cura organiza una rogativa a san Antonio Abad…
– Que ayuda a recuperar el ganado perdido.
– En este caso, varios feligreses.
– Exacto. Me gustaría hablar con el cura.
Ella quedó pensativa.
– Creo que algo puedo conseguir -dijo por último.
– ¿De veras?
– Sí, tengo buenos contactos en el obispado, pertenezco a la Asociación Católica Nacional de Propagandistas.
– Ya.
– Quizá podría lograr una entrevista.
– Hazlo. Yo mañana llamaré a Madrid, a mi amigo Herminio Pascual. Le encargué que averiguara lo que pudiera sobre Assumpta Cárceles, alias Veronique, y voy a pedirle que me mire los antecedentes y la última dirección conocida de Ivonne, o sea, Montserrat Pau. También hablaré con Oñate, es el detective que llevó el caso de Antonia García.
– ¿Crees que los sucesos que nos ha contado el tipo de la gasolinera tienen relación con lo de Ivonne?
– ¿Crees en las casualidades, Rosa Gil?
Julio detuvo el coche justo en la puerta de casa para que ella ajara. Ya había oscurecido.
– No debemos vernos más -soltó Rosa como un zarpazo a la vez que abría la puerta del seiscientos.
– Si es por lo del beso, te pido disculpas, Rosa, nada más lejos de mi intención que causarte molestias.
– No, no es eso -contestó ella, pensando que había hecho por besarlo tanto como él a ella-. Es que no debemos continuar viéndonos. Simplemente.
– No son citas románticas, estamos resolviendo un caso -insistió Alsina, y al instante se arrepintió del comentario.
Antes de que pudiera darse cuenta, Rosa había salido del seiscientos cerrando de un portazo.
Dio la vuelta y llevó el coche hasta el minúsculo garaje que tenía alquilado don Serafín. Bajó del vehículo, subió la persiana del local, volvió a subir al coche y lo aparcó dentro. Paró el motor y con las dos manos en el volante se echó a llorar como un niño.
¿Qué le estaba pasando?
Pensó en su padre, derrotado, en su madre y aquellos años tristes de su infancia. Aquella maldita sensación de fracaso que le habían transmitido sus progenitores y que le hizo crecer para ser un perdedor. Las lágrimas caían por sus mejillas y se convulsionaba como un niño haciendo pucheros. Sintió el dolor que había ido acumulando durante años, sintió otra vez el daño que le hizo Adela y se maldijo por permitir que una mujer sin escrúpulos lo hubiera hundido de aquella manera. Ahora sabía que le gustaba su trabajo, que lo estimulaba. No era un mal policía y se sentía, por primera vez en muchos años, vivo.
Había resucitado.
Siguió con el llanto dentro del minúsculo vehículo y pensó en Ivonne, en el Lolo, en su amigo Juan José, enfermo de sífilis. Sintió pena por todos aquellos parias del Régimen que eran exactamente como él, unos perdedores.
Rosa se había enfadado. Era un imbécil. No pudo negárselo por más tiempo, ella le gustaba, era algo inexplicable. Desde siempre le había parecido una mujer poco atractiva, una solterona de la Sección Femenina, la más antierótica de las imágenes habidas en este mundo. Pero ahora, todo era diferente, incomprensiblemente la veía de otra manera, con otros ojos. Era una firme seguidora del Movimiento, sí, pero parecía preocuparse por las personas a quienes tenía que ayudar. Quizá sólo era una persona equivocada.
Sí, era eso. Una persona que había errado.