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Era una mujer soltera y se había colocado en una situación difícil dejándose ver por ahí con un hombre casado. ¡Había subido con él en el coche a solas! Tenía que ayudarla. Él era como una especie de Midas al revés, que convertía en mierda todo lo que tocaba.

De pronto, percibió que había una sombra justo detrás del coche, en la calle. Quienquiera que fuese entró en el pequeño local, abrió la puerta del coche y se sentó junto a él. Una oleada de perfume le impactó; era penetrante, pesado y sensual.

– Hola, polizonte. ¿Qué, llorando a solas? -dijo Clarita, la vecina.

– Soy alérgico -contestó sonándose con estruendo en el pañuelo que había sacado del bolsillo.

– Ya. Has estado de excursión por el campo.

– Exacto.

– Con esa solterona.

La miró con odio.

– Vaya, te gusta de veras, ¿eh? -dijo aquella cría entre risas-. Pues poco vas a adelantar con ella. Esas de la Sección Femenina son unas estrechas.

– Estamos realizando una investigación.

– ¿Ahora lo llamáis así?

Clara se le acercó mucho. Notó su respiración jadeante y sintió cómo sus pechitos se apretaban contra él moviéndose rítmicamente al respirar, parecía excitada.

– Sé que te gusto -dijo ella justo antes de besarle.

Alsina se abandonó a sus sentidos sin darse cuenta de que Clara le tomaba las manos y se las llevaba a sus tetas que, juguetonas, se estremecieron bajo la presión de las yemas de los dedos de Julio.

Ella gimió excitándolo a la vez que le colocaba la mano en la bragueta y jugueteaba con él. Alsina, maquinalmente, como en un sueño, introdujo la mano izquierda bajo su faldita y comenzó a acariciarle el sexo por encima de las braguitas. Ella volvió a gemir, retorciéndose de placer. Jadeaba. Entonces vio una sombra que pasaba detrás de ellos. Un transeúnte. Un momento… La persiana estaba subida.

¿Qué hacía?

Tuvo un momento de lucidez, como un chispazo, y la separó de un empujón.

Bajó del coche de un salto.

Ella se quedó dentro mientras Julio daba la vuelta al vehículo y abría su portezuela.

– Nos vamos -dijo como quien da una orden irrevocable.

Clara lo miró enfurecida, como una fiera, y salió corriendo de allí, aunque al pasar junto a él no se privó de decirle:

– ¡Marica! ¡Medio hombre!

El detective quedó un tanto confuso, jadeante y con las manos apoyadas en la cara anterior de los muslos, como si acabara de realizar un titánico esfuerzo.

Decididamente, aquella cría era peligrosa; tomó nota para mantenerse alejado de ella como fuera. Pensó en Rosa Gil y bajó la persiana. Entonces sintió que alguien le miraba. Era una vecina, Blasa, «la platanera». Por una vez no iba acompañada de su hermano, del que nunca parecía separarse. ¿Habría visto la escena?

Eran ya las once de la noche cuando se abrió la puerta del cuarto de Rosa Gil y entró su madre, doña Ascensión, con un vaso de leche y unas cuantas galletas María.

– No has cenado -dijo.

– No tenía apetito -contestó la falangista, que leía un libro a la luz del flexo.

Quedaron en silencio. La hija dejó a un lado el libro, una biografía de José Antonio, y esperó la reprimenda:

– Dímelo.

– ¿El qué?

– Ya sabes, mamá, te conozco.

– Tu padre está muy preocupado. Le he contado lo que has hecho esta mañana.

– Mamá, le ayudo con un caso de un homosexual al que he tenido en mi centro, sólo es eso.

– Sí, hija, sí. Si yo te creo, pero subirse en un coche con un hombre… ¡a solas! ¡Y delante de todo el mundo! ¿Te has vuelto loca?

Rosa permaneció silenciosa por unos instantes, como pensativa.

– La verdad es que tienes razón, mamá. No sé, no caí en la cuenta; estamos investigando un posible asesinato y quizá me dejé llevar. Todo era como en una de esas películas de detectives.

– Ya, hija, ya, pero ese hombre está casado, aún peor, ¡separado! Y es alcohólico.

– Ya no bebe.

– ¿Ya no bebe? Eso lo dicen todos. Pero ¿en qué estabas pensando?

– No sé, mamá, ya sabes que yo no soy como las demás, no me importan las habladurías, yo no voy con hombres.

– Ya. Lo sé.

– Lo dices como con pena.

– No, hija, no. Nunca me metí en tus decisiones, pero sabes que tu padre y yo nos moriríamos porque nos dieras nietos, por verte casada, pero tú elegiste ese camino y te hemos respetado. Pero claro, la naturaleza tira y…

– ¿Qué quieres decir?

– Pues eso, que es normal que una mujer necesite un hombre y un hombre, una mujer.

– ¡No digas tonterías!

– Sí, hija, esto tenía que pasar, tarde o temprano tenías que sentir… lo que todos sentimos.

Rosa Gil miró a su madre como si no supiera de qué le hablaba.

Doña Ascensión volvió a tomar la palabra:

– Mira, Rosa, es normal que pienses en buscar a un buen chico, en un noviazgo, en casarte, no hay nada malo en ello.

– Mamá, ¡despierta!, tengo veintiocho años. Ya se me pasó la edad de novios.

– ¿Y por eso te vas a liar con el primer casado que se te ponga delante? ¿Qué es esto? ¿El último tren?

– Le he acompañado a realizar una investigación. Punto.

– Sólo queremos lo mejor para ti.

Volvió a hacerse el silencio. Rosa tomó la mano de su madre amorosamente.

– Está bien, no sufras. No volveré a verle, te lo prometo.

Un suspiro de alivio dio a entender que doña Ascensión se había quitado un peso de encima. Dio un beso de buenas noches a su hija y salió del cuarto para dirigirse al salón, donde don Prudencio escuchaba, de forma clandestina, Radio España Independiente desde la Estación Pirenaica con unos auriculares que le daban un aspecto ridículo.

– Por Dios, Pruden, que no te vea la nena.

Él hizo un gesto como de cansancio:

– A quien se le diga… ¡yo con una hija falangista…! ¿Has hablado con ella?

– Sí, todo arreglado -zanjó doña Ascensión-. Me voy a la cama.

Al pasar junto al cuarto de Rosita le pareció oiría llorar.

Desapariciones

A la mañana siguiente, Alsina despertó sobresaltado por unas voces procedentes del salón. Se puso la bata y las zapatillas y salió a ver:

– ¡Mire, don Julio! -exclamó doña Salustiana, la patrona-. ¡Los Reyes han traído un televisor!