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A veces fantaseaba con la idea de irse a otro país, a otro lugar donde las cosas fueran normales, pero le faltaban huevos. Eso, huevos. Era un pusilánime. Un no hombre. Por Adela.

Otro trago.

Fue un crío débil y enfermizo, acosado por la desnutrición y sus frecuentes ataques de asma que le hacían pasar el invierno entero en cama. Apenas podía jugar. Además, los otros niños le llamaban «el rojo», pues tenía a su padre en la cárcel y aquello lo estigmatizaba como un potencial enemigo de la sociedad al que había que perseguir, lo mismo que a masones y judíos. Sus compañeros no sabían bien lo que significaba aquello (ni él tampoco, claro), pero era excusa más que suficiente como para que le persiguieran al acabar las clases y lo ahuyentaran a pedradas.

No tuvo una infancia feliz, para qué negarlo.

Diez años tardó en volver su padre, diez años de cárcel en los que sólo se les permitió verlo dos veces. Al fin salió. Él tenía quince por aquel entonces, y cuando vio al capitán de su niñez, a su héroe, convertido en un despojo humano, flaco, apocado y con los ojos hundidos en unas cuencas profundas y cavernosas, sintió que su mundo se desplomaba.

Segismundo no volvió a ser el mismo; ya no había orgullo en sus ojos, ya no caminaba con la barbilla levantada, como comiéndose el mundo. No; se había convertido en un ser dócil, domesticado, que pasó el resto de sus días yendo de casa a la imprenta y de la imprenta a casa. Se indignaba con su mujer cuando la sorprendía escuchando Radio España Independiente, en el añoso aparato de transistores escondida bajo una manta. No quería problemas. Nunca hablaba de la cárcel, pero era evidente que vivía atenazado por el miedo. ¿Qué habría visto allí? ¿Qué le habían hecho? ¿Cómo era posible que hubieran domesticado así a un hombre orgulloso?

Murió a los cuarenta y cinco. Nunca superó la tuberculosis que había contraído en la humedad del presidio. Era el año cincuenta y dos, y Alsina ya no pudo eludir por más tiempo el servicio militar. Gracias a las prórrogas por estudios había podido mantenerse al margen de sus deberes patrios, pero su moratoria acababa, así que salió de Madrid a la vez que su madre volvía al pueblo con su hermana Marisa. Estuvo en Melilla y luego lo enviaron a Barcelona, donde al saber que estudiaba segundo de Derecho, le ubicaron como oficinista bajo el mando del secretario del capitán general Huete, un coronel llamado Biedma que le trató como a un hijo.

Pese a que era un tipo corriente, de mediana estatura, más bien tirando a alto, ojos negros y pelo oscuro y abundante, resultó buen tirador. Así que, aun sin ser un portento de la naturaleza físicamente hablando y como tenía letras, aquel buen hombre le recomendó para ingresar en la policía, que necesitaba inspectores jóvenes y preparados. La sangre nueva del Régimen.

Llegó a la ciudad de Logroño con apenas veintitrés años. Allí las cosas le fueron relativamente bien. Cinco años tranquilos y una nueva vida. A los veintiocho volvió a Barcelona.

Su madre murió, como todos.

Era una especie de fracasado congénito, el pesimismo fluía por sus venas, abocándolo a una existencia gris y melancólica. Pero la vida seguía, y en Barcelona se encontró con Adela; fue en el bar de enfrente de la comisaría, El Paraíso. Se acostaron la misma noche en que se conocieron. Quizá debió sospechar que era una chica demasiado fácil, bien podía ser una fresca, pero a él le daba igual. Alta y morena, de formas generosas, pechos turgentes y prieto trasero. Sus labios eran carnosos, muy apetecibles, siempre propicios y rojos, muy brillantes por el carmín; sus ojos, inmensos, negros y aceitunados; ella, graciosa y despierta. Luego supo, entre burlas, que se había acostado con medio cuerpo policial, aunque en realidad eso a él no le afectaba.

Se casó con ella a las dos semanas de conocerla.

Las risitas a sus espaldas no le importaban. Ahora era su mujer, y la quería. Aquello era pura envidia. Sí, eso era, le envidiaban porque aquella hembra era suya y sólo suya. Ingenuo.

Poco a poco los rumores comenzaron a minar su moral. Las evidencias se acumulaban. Un día reparó en un cigarrillo apagado en el cenicero de la mesita de noche: un Lucky. No era su marca.

A veces la sorprendía mintiendo, pues decía haber estado en tal o cual sitio, de compras, cuando le decían que la habían visto con algún hombre en un café. En otra ocasión le abordó la mujer de un compañero para contarle que su marido le era infiel con Adela. Aquello comenzaba a complicarse.

Pidió el traslado.

Una vida nueva lejos de allí en una ciudad pequeña, Murcia.

Allí podía llegar incluso a comisario, quién sabe. Volver a empezar siempre es bueno. Al menos para él. Y, de hecho, al principio la cosa fue bien. Adela llegó a adaptarse a la perfección a su papel de amante mujercita de provincias. Durante unos años llegaron a ser un matrimonio modélico, se diría que casi felices, pero ella se aburrió y acabó por volver a las andadas.

Se vio de nuevo convertido en el hazmerreír. Un pusilánime cornudo en una ciudad demasiado pequeña y provinciana donde todo se sabe. Y además, policía.

Se arrepintió de no haberse quedado en Barcelona, donde los chismes se diluían entre tantos miles de desconocidos. Sus posibilidades de ascenso se vieron mermadas. «Un tío que no manda en su casa…», llegó a comentar el comisario.

Comenzó a beber para soportar el día a día. Era la comidilla de Murcia. Así aguantó hasta que ella se fue con Matías «el Sobrao». Un cabestro rudo, brutal, conocido en la comisaría por sus alardes y sus bravatas, en las que contaba cómo chillaba tal o cuál fresca a la que se había beneficiado.

Cuando no se vanagloriaba de haber hecho pecar a alguna incauta ama de casa o de haber fostiado a la puta de turno, alardeaba de su hombría paseándose entre las taquillas con el miembro en la mano. Decían que era un caso de congreso médico y él se sentía orgulloso de aquello. «Burro grande, ande o no ande», decía entre risotadas el muy cabrón.

Lo trasladaron a Ceuta, y Adela desapareció con él.

Aquello fue un golpe definitivo para su autoestima y su ya menguada buena fama. ¿En qué momento perdió el norte? Ni se sabía. Él era un joven policía con un brillante porvenir, un tipo inteligente y perspicaz. Destacaba, tenía futuro. Y ahora, de pronto, todo era rutina, tristeza y soledad.

Sonó el teléfono, haciéndole volver a la vida. Ah, sí, la guardia, Nochebuena, el flexo, el periódico y el Licor 43. Le extrañó. ¿Quién diablos llamaba a comisaría en una noche así?

– ¿Diga? -contestó con voz cansina, amodorrada.

– Buenas noches, soy el sereno de Trapería. ¿Comisaría?

– Sí, esto es la comisaría, dígame.

– Manden a alguien en seguida. Una mujer se ha tirado de la torre de la catedral.

– ¿Cómo? ¿Qué dice? -preguntó sin poder creerlo-. ¿Dónde ha sido?

– El cuerpo está en la plaza de la Cruz. He oído el golpe desde las Cuatro Esquinas y he venido corriendo. Le llamo desde el teléfono de la parada de taxis.

– Ya.

Un silencio.