Los huéspedes parecían felices como niños, e Inés, la criada, miraba el aparato como si fuera una imagen sagrada. A él le pareció que aquel artefacto brillaba como si fuera algo mágico, olía a nuevo y parecía de calidad. De inmediato empezó a proporcionar imágenes de la carta de ajuste.
– ¡Qué bien se ve! -exclamó la patrona henchida de orgullo.
Julio quedó mirando como embobado aquel flamante aparato de General Electric y recordó la oferta de su amigo Ruiz Funes. «Todos los españoles quieren un televisor en su hogar», algo así había dicho. Era cierto. Como siempre, el bueno de Joaquín, un visionario, tenía razón.
Entonces, y sonriendo por aquel revuelo, se fue a desayunar a la cocina.
Dedicó la mañana a leer la primera novela de Marcial Lafuente Estefanía, La mascota de la pradera, que, una vez más, le había proporcionado Inés, la criada. Después de comer, todos vieron el Noticiario en el televisor y, al terminar, Alsina se fue a dormir una siestecita.
Pasó la tarde leyendo y contemplando a ratos el patio, absorto y perdido en sus propios pensamientos. Los hijos de don Serafín estuvieron todo el tiempo jugando en aquel pequeño espacio interior pese a que el lugar resultaba ciertamente inhóspito en invierno. Con las primeras sombras, aquellos diablillos desaparecieron. A eso de las siete vio salir de casa a don Diego, viajante de comercio que llevaba las representaciones de los tejanos Lois y vivía junto al pequeño bajo de Clarita y su madre. Iba cargado de maletas. Pensó en lo duro que debía de ser aquel trabajo, tanto tiempo lejos de casa.
Pero ¿qué casa? Él vivía en una pensión, como el viajante. Siguió leyendo a la luz del flexo, al calor del brasero en su pequeña mesa camilla. Cenó con los otros huéspedes y vieron la tele: Un millón para el mejor. Parecía increíble que alguien pudiera ganar tanto dinero en un concurso de televisión. Corrían tiempos modernos.
Doña Salustiana hizo palomitas, o mejor, tostones, como les llamaban en Murcia. Aquello era como estar en el cine, pero gratis. Una maravilla. Pensó sonriendo en Ruiz Funes, un adelantado, sin duda. Luego programaron Historias para no dormir, un episodio titulado «El hombre que vendió su risa», que al parecer ya era repetido. Les dio igual. Nadie en la casa lo había visto.
Al acostarse, todos querían más, aquella caja atrapaba, contaba historias y no había comparación con los seriales de la radio. Ahí se veían físicamente las historias, las caras de los protagonistas, era como vivir una aventura. Se acostó pensando otra vez en las palabras de Joaquín Ruiz Funes; era evidente que vender televisores iba a ser un gran negocio.
Antes de dormir acudió a la cocina y se preparó un vaso de leche con coñac. Hacía frío en aquel enorme piso y la leche ayudaba a conciliar el sueño. Volvió a su habitación con el vaso en la mano y bebió un sorbo. Le sentó muy bien. Era la segunda vez, desde lo de Ivonne, que ingería algo de alcohol, o quizá la tercera. No sabía. En un par de ocasiones había mezclado un leve chorrito de coñac con la leche. No sintió nada en especial y respiró con alivio. Abrió el cajón de la mesita y tomó la botella de Licor 43. Salió al pasillo y fue directo al baño para vaciarla en el fregadero. Cuando hubo terminado, se giró con la sensación de que alguien le observaba. Allí, apoyada en el marco de la puerta, estaba su patrona. Sonreía.
– Estoy orgullosa de usted, don Julio -dijo.
– Tome, tire el casco -contestó él avergonzado entregándole la botella vacía.
Los cumplidos le azoraban mucho desde siempre.
Cuando volvió a su habitación echó un vistazo por la ventana. Vio cómo se abría la puerta de casa de don Diego, el viajante. Su mujer miraba a uno y otro lado y hacía una señal con la mano. Un tipo entró en el piso. Era el actorucho que se beneficiaba a doña Salustiana.
– Jesús, qué gente -musitó corriendo la cortina.
Desayunó con apetito ojeando el periódico en la pensión: el Murcia había empatado en el Ramón de Carranza y, según aseguraba el Régimen, los medios informativos extranjeros se felicitaban de que España hubiera abandonado, finalmente, Ifni.
– La misma historia de siempre -gruñó por lo bajo.
Rubén, el ciego vendedor del cupón, se hizo eco de la suerte del afortunado ganador de la lotería de Bilbao, un tipo al que habían tocado trescientos millones y se había enterado de la noticia cuando regresaba del entierro de su padre.
– Dio nos da y nos quita -comentó doña Salustiana, que, al parecer, se había levantado filosófica.
La mañana era fría, y Julio se arrebujó bajo el abrigo y una bufanda cuando salió a la calle. Llegó a la oficina y se encontró con que le había llegado por correo el informe de penales de la amiga de Ivonne, Veronique.
Abrió el sobre y leyó con atención: Assumpta Cárceles Beltrán era natural de Castellón y había sufrido más de diez detenciones por ejercer la prostitución. En los últimos cinco años no había tenido ni un solo problema con la ley. Figuraba una dirección, la de la casa de sus padres; así que decidió que podría telefonearles. Vivían en Madrid. Pensó hacerlo más tarde, pues no estaba seguro de darles un disgusto. Luego, descolgó el teléfono yllamó a Madrid, a la DGS. Preguntó por Herminio Pascual.
– Al aparato -se oyó al otro lado.
– Hola, Herminio, soy Alsina.
– ¿Qué tal las cosas por la capital de la huerta?
– Bien, bien. He recibido tu informe. Poca cosa.
– Es lo que hay.
– Necesito otro informe de penales, toma nota, de una tal Montserrat Pau, sé que es de Barcelona.
– ¿No tienes nada más? ¿Dirección, fecha de nacimiento?
– No, nada.
– Tardaré un poco, te lo envío por correo.
– Que Dios te lo pague. Cuando me pase por Madrid te invitaré a una buena cena.
– A ver si es verdad.
Colgó.
Quedó pensativo. Volvió a descolgar el aparato y marcó la extensión de Lafuente, el encargado de personas desaparecidas:
– Diga.
– ¿Lafuente?
– Al habla.
– Soy Alsina. Mira, estamos actualizando los carnés de las zonas rurales y me encuentro un par de casos raros en La Tercia -mintió-. Hay dos fichas que deben de haberte llegado: una de dos cazadores que salieron de furtivos y no volvieron, y otra de una pareja que se fue con un coche a darse un revolcón y nunca más se supo.
– Te lo miro. Pásate a verme al final de la mañana.
Una vez realizadas estas dos gestiones, fue a buscar a Matías Oñate, de homicidios. Lo encontró perdido bajo una montaña de papeles y fumando como un carretero en su pequeño despacho, cuyas paredes aparecían empapeladas de horribles fotografías de asesinatos. No era muy apreciado en comisaría y todos decían que daba grima.
– Joder, Oñate -masculló Alsina cerrando la puerta tras de sí.
– Sí -asintió el otro sin apenas levantar la mirada del memorando que ojeaba-. Es lo que tiene, a la gente le impresionan mucho estas cosas.