Era un tipo bajo, rechoncho, de pobladas patillas y espeso bigote. Tenía pinta de agricultor más que de policía, o tal vez de minero o mecánico, pero no de sabueso.
Tomó asiento frente a su compañero y dijo:
– Tú llevaste el caso de Antonia García, ¿no?
Oñate interrumpió su trabajo y levantó la vista interesado:
– Sí, un caso bestial -respondió con un deje algo morboso en su tono de voz.
– Leí cosas en la prensa. Tengo entendido que fue el novio, ¿no?
– Sí, en efecto. Antonia García era una joven algo ligera de cascos, se le conocían romances con varios mozos del pueblo, pero tenía un novio de toda la vida, un electricista llamado Honorato Honrubia. Se peleaban y se reconciliaban continuamente. Le cayó la perpetua.
– ¿Él la mató?
– Eso parece. ¿Te interesa?
– Sí, quiero hacer una recopilación sobre homicidios en Murcia; homicidios truculentos. Quizá escriba una novela.
– Vaya -sonrió Oñate-. Mira, ahí tienes el expediente, si quieres puedes llevártelo.
– ¿Sí?
– Claro, hombre. Es un caso cerrado. ¿Para qué lo quiero yo? Mientras no lo pierdas y lo devuelvas a su sitio…
– Pero, ese Honrubia, ¿no va a apelar?
Oñate sonrió. Aquello debía de parecerle muy divertido.
– Se ahorcó hace dos semanas en la cárcel de Carabanchel -informó.
– Joder.
– Era culpable.
Alsina se hizo cargo de la pequeña subcarpeta y dijo:
– Cuéntame.
– No hay mucho que contar. Antonia García apareció en mitad de un bancal el 15 de octubre. Despanzurrada. La había abierto en canal. Ahí dentro tienes las fotos, pero prepárate. Sólo te diré que esperaba un hijo, estaba de cuatro meses, y se ensañaron con ella y con la criatura.
– Jesús. ¿Cómo cazaste al tipo?
– Sencillo, indagamos y supimos que el tal Honrubia era muy celoso, habían roto y ella salía con un partidazo, un ingeniero yanqui de una empresa americana de fertilizantes que hay en una finca de por allí, el…
– El Colmenar.
– Sí, ésa. Fuimos a casa de Honorato e hicimos un registro. Hallamos un cuchillo con dientes de sierra en una estantería de su pequeño almacén, manchado de sangre del grupo AB negativo, el de Antonia García.
– Vaya.
– Lo detuvimos y se le interrogó a fondo. Confesó.
– Se le daría cera de la buena, claro.
– Joder, Alsina, un buen par de hostias son a veces un bálsamo para ablandar las conciencias. Se le juzgó rápidamente. Había órdenes de arriba porque el caso alarmó mucho a la sociedad.
– Y luego, en el juicio, ¿se reafirmó en su confesión?
– No -denegó Oñate con fastidio-. Se retractó y alegó que se le había torturado.
Julio sonrió y asintió con la cabeza como diciendo, ¿ves?
– Fue cosa del abogado -añadió Oñate antes de que su interlocutor pudiera decirle nada-. Todos lo hacen, en el juicio siempre dicen que confesaron presionados.
Julio quedó en silencio, pensando, y mientras ojeaba el informe dijo:
– Oñate…
– ¿Sí? -contestó el policía de homicidios que había vuelto a sumergirse en sus papeles.
– Dices que la joven salía con un americano; ¿no pudo ser él?
– No, no, está descartado. La mataron el día 14 y el americano se fue a su país el 13.
– Qué a tiempo. ¿Estás seguro de eso?
– Me informé en Barajas. Robert Forrester voló ese día a Washington.
– Ya -murmuró Alsina levantándose.
Cuando iba a salir del despacho y ya con el picaporte de la puerta en la mano, se giró y preguntó:
– ¿Hallasteis sus huellas en el cuchillo?
– ¿Cómo?
– Las huellas de Honrubia, que si estaban en el arma del delito.
– No, debió de ponerse guantes.
– Ah, claro. Gracias, Oñate. Te devuelvo esto cuando lo haya examinado.
– No hay prisa.
Estuvo ocupado con sus múltiples papeleos durante toda la mañana, y antes de irse a comer pasó a ver a Lafuente, el encargado de las personas desaparecidas. Lo encontró a la puerta de su despacho y con el abrigo puesto; se marchaba.
– ¿Me has mirado lo de La Tercia?
– Sí, no hay nada de eso que me dices, de lo de los cazadores.
– ¿Cómo?
– Sí, que no tengo ninguna denuncia al respecto.
– ¿Y la pareja?
– Sí, eso sí, el hermano del chico es del pueblo, mecánico, puso una denuncia y se investigó. Se fugaron.
– ¿Se fugaron?
– Sí, el joven trabajaba de mecánico, como su hermano, para un taller de San Pedro del Pinatar. Allí estaban reparando un mil quinientos negro, nuevo, flamante. Al parecer lo tomó prestado y se fugó con la novia. Los padres de ella no aprobaban la relación, así que lo típico, se la llevó.
– Pero… robó un coche.
– Sí. Ya caerán, en Madrid o en Barcelona.
– ¿Y cómo dices que se llama el hermano?
– Antonio Quirós.
– Y si dices que fue una fuga…
– ¿Sí?
– …¿por qué habría de denunciarlo el hermano?
– Pues para justificar a su pariente, coño. Robó un coche, recuerda.
– Ya, claro.
– ¿Se te ofrece algo más? Mi mujer me ha hecho cocido con albóndigas.
– No, no, perdona. No quería entretenerte.
– Si necesitas algo más, ya sabes dónde me tienes.
– De acuerdo, Lafuente.
Se quedó quieto, mirándose los zapatos. Tenía que reflexionar.
Joaquín Ruiz Funes vivía en un piso inmenso situado en plena avenida de José Antonio, a un paso del jardín de Santa Isabel. Era una vivienda con el suelo de parqué, totalmente exterior, con amplios ventanales, acogedora y decorada con buen gusto. Alsina encontró a su buen amigo leyendo bajo una hermosa lámpara en una cómoda butaca de su salón. Se había quitado la chaqueta y llevaba sobre la camisa una lujosa bata de seda bajo la que asomaban unos costosos gemelos. A Julio le llamó la atención la llamativa corbata de su amigo, en tonos rojos y negros. Observó que la librería se hallaba repleta de ejemplares encuadernados en cuero repujado.
– Hombre, Julio, toma asiento. ¡Blasa, trae un par de copas de coñac!