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– Mejor café.

– Perdona, amigo, lo olvidaba. Ya no bebes.

– Exacto.

– Prepara café, Blasa. ¿Cómo vas, Julito?

– Bien, bien, avanzando.

– ¿Sigues con eso de la puta?

– En efecto. El Lolo me dijo que la supuesta suicida y su amiga fueron a hacer un trabajito a una finca de La Tercia, estuve allí con Rosa y…

– ¿La falangista?

– Sí, la falangista; el caso es que…

– Vaya, la cosa va en serio.

– ¿Cómo?

– Sí, hombre, el romance.

Alsina miró a su amigo con cara de pocos amigos.

– Ella me ayuda en el caso, sólo es eso, Joaquín.

– Ya…

– Estoy harto, ¿sabes? Es una buena mujer, falangista, sí, pero me ha ayudado, es discreta y trata bien a los «enemigos del Régimen» a los que debe rehabilitar. No es una fanática, créeme. Se ha perjudicado por querer ayudarme, la gente murmura porque el otro día subió conmigo a solas al coche para ir a La Tercia.

Llegó la criada con los cafés. Era una zagala de Alguazas, buena moza y de formas exuberantes. Dejó los cafés y salió del cuarto mientras Alsina la seguía con la mirada.

– Te gusta, ¿eh? -dijo Ruiz Funes.

– No te has buscado mala ayuda, no.

– Toda Murcia rumorea que me la beneficio.

– Ya, la gente habla. No sé por qué, pero esa historia me suena.

– Oye, no quería molestarte con lo de esa solterona, Rosa.

– ¿Qué tal mujer, o chica, en vez de solterona?

– Sí, disculpa. Sé lo que son las murmuraciones.

Hubo una pausa. Alsina añadió dos terrones a su café y comenzó a moverlo con la cucharilla. Estaba enojado, era obvio.

Entonces Ruiz Funes lo miró muy serio y dijo:

– Julio, soy homosexual.

– ¿Cómo?

– ¿Estás sordo? Que soy homosexual. ¡Maricón, coño!

Se quedó quieto al oírlo, como si hubiera recibido un golpe.

– No puede ser -negó con la cabeza.

– Te he dicho que soy homosexual, no el asesino del Niño Jesús.

– Ya, ya, pero es que… me sorprende… si eres un Casanova…, un «rompebragas»…, si las titis se vuelven locas por ti. Vistes como un dandi, vas hecho un pincel, viajas, te he visto tontear. Recuerdo la otra noche, con las mulatas; yo me fui pronto a dormir y tú y Blas Armiñana os quedasteis con ellas. Eres un conquistador.

– Me cuido de que lo parezca. Ser homosexual no es algo muy popular aquí que digamos.

– Sí, me hago cargo. ¿Por eso dejaste la policía?

– En parte fue por eso, sí.

– No me lo imaginaba.

– Ya. Comprenderás que cuando me hablas de murmuraciones, sé qué terreno pisamos. Ésta es una sociedad hipócrita, muy falsa. Yo, sin ir más lejos, tengo pareja, pero no podemos vivir juntos. Aun así no me quejo, somos discretos y felices. A todo se acostumbra uno, si respetas las reglas del juego te puede ir relativamente bien, ser feliz.

– Todo lo feliz que se puede ser aquí siendo homosexual.

– Pues sí, pero no creas, es más un problema de clases que de otra índole. Si tienes dinero e influencia, todo se puede arreglar. Te sorprenderías si supieras que hay distinguidos prohombres del Régimen que, casados y con hijos, ocultan su homosexualidad e incluso persiguen con saña a los pobres violetas para que no se sospeche de su masculinidad.

– Ya.

– Esa chica, la falangista, ¿te gusta?

Alsina quedó pensativo por unos segundos; tenía la boca cerrada, como si estuviera en tensión. Entonces explotó.

– Pues sí, ¿y qué?, me gusta. Me encuentro a gusto con ella, sé que no es Brigitte Bardot, pero tiene algo, no sé. Es inexplicable. Además, estoy casado, ya sabes. «Hasta que la muerte os separe» y toda esa mierda. Al principio me parecía un adefesio, una solterona, una solterona más de la maldita Sección Femenina; pero hay algo en ella que… Si yo fuera soltero, libre, quizá podría…, pero así, ¿adónde voy? Lo único que puedo hacer es perjudicarla.

– Y tú, ¿le gustas?

– No, no creo, ¡qué dices! Soy un mierda, un calzonazos, el policía cornudo y el alcohólico del que la gente se ríe, todo el mundo lo sabe.

– Deberías aprender a quererte mejor, amigo.

Volvieron a quedar en silencio. Mirándose.

Ruiz Funes sacó un paquete de Rumbo de su bolsillo y ofreció un cigarro a su amigo. Se habían sincerado el uno con el otro. Sin tapujos, como si aquello fuera lo más natural del mundo.

Joaquín le dio fuego con su encendedor Flaminaire y luego encendió un cigarrillo para sí mismo. Todo sin romper el silencio.

– ¿Y dices que fuisteis al pueblo ése? -inquirió al fin el anfitrión exhalando el humo. Era un auténtico maestro cambiando de tercio.

– Sí, por eso he venido a verte. Estuvimos cerca de la finca a la que, supongo, fueron Ivonne y Veronique, pero no pudimos pasar de la entrada. Pero no es eso lo que me preocupa.

– ¿Entonces…?

– Cuando llegamos, nos encontramos con una procesión de rogativa a san Antonio Abad. Se suelen hacer para recuperar los animales perdidos; ¿me sigues?

– Sí, claro. Supersticiones de gente del campo.

– Estuvimos con el alcalde y me dio la sensación de que no le agradaba lo de la procesión, cosa rara. Luego hablamos con un tipo, el empleado de la gasolinera, y nos dijo que el motivo de aquella rogativa no era otro que pedir amparo al santo porque en los últimos meses se habían producido varias desapariciones en el pueblo. ¡Varias desapariciones! ¿Te das cuenta? Ahí pasa algo raro, Joaquín. Pero mejor vayamos por orden. Bien, primero hubo un caso de asesinato, bestial, en octubre, lo recordarás a buen seguro: Antonia García, brutalmente acuchillada, ella y el bebé que esperaba. Le cargaron el muerto a un ex novio suyo.

– ¿Le cargaron?

– Él no fue.

– ¿Por qué dices eso? ¿Cómo lo sabes?

– Sencillo. La prueba de cargo fue un cuchillo hallado en el pequeño almacén del acusado, lo he leído en el informe. Estaba manchado de sangre del mismo grupo que la de la víctima.

– ¿Y? Parece claro.

– Que no había huellas en él.

– No te sigo.

– Sí, que nuestros compañeros piensan que el tipo se puso guantes para cometer el crimen, pero no creo que un tipo pueda ser tan cuidadoso como para calzarse guantes y no dejar huellas en un cuchillo y luego, en cambio, tan torpe como para guardarlo en una estantería de su taller, a la vista de todo el mundo y lleno de manchas de sangre.