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– Tienes razón, tiene lógica lo que dices.

– Pues claro, no tiene ni pies ni cabeza. Se pone guantes y luego se le olvida que el cuchillo está bien a la vista, ¡y con manchas de sangre!

– El no fue. Le colocaron esa prueba, es obvio. Tu razonamiento es sencillo pero demoledor. Habla con su abogado.

– El tipo se ahorcó en su celda hace dos semanas.

– Joder. O sea, que piensas que hay un asesino suelto por ese pueblo.

– Exacto. Y luego ha habido dos desapariciones más: dos furtivos que salieron a cazar y de los que nunca más se supo y una pareja que buscó intimidad en un coche por esos caminos de Dios y ya no volvió. Creen que se fugaron, pero, ojo, el coche no era suyo. El joven, mecánico, lo había tomado prestado.

– Muchas cosas raras, Julio, en efecto. Algo extraño sí que parece todo esto.

– Exacto.

– ¿Y qué relación crees que tiene eso con la muerte de la prostituta?

– Dos prostitutas, Joaquín: una muerte y una desaparición, no lo olvides. La suicida murió, sí, pero de la amiga nunca más se supo. Creo que el asesino puede ser alguien pudiente y que las putas lo supieron de alguna manera.

Hubo un silencio. Se escuchaba desde allí el trasiego de coches por la Gran Vía.

– Tiene sentido lo que dices, Julio.

– ¿Verdad?

– Y por eso debes tener cuidado. Ahí hay metida gente de posibles -sentenció Ruiz Funes, que no solía equivocarse.

Don Raúl

Al día siguiente, Julio Alsina estuvo toda la mañana enfrascado en sus papeles y adelantó mucho trabajo. Tuvo tiempo de ojear el periódico porque una entrevista al príncipe Juan Carlos había causado cierto revuelo: «Soy español y respeto las leyes e instituciones de mi país», decía el proyecto de monarca. «No debe haber un partido monárquico», afirmaba el joven príncipe.

Aquella era la prueba, según los opositores al Régimen, de que Juan Carlos supondría más de lo mismo, la continuidad del Movimiento; otros interpretaban que intentaba jugar sus cartas dentro del sistema y que llegado el día cambiaría las cosas. El caso era que tanto unos como otros desconfiaban de sus intenciones.

Las cosas no resultaban fáciles, ni mucho menos, en aquel país y en aquellos días.

Cerró el periódico. De nuevo su mente volvió al asunto que le preocupaba y estuvo pensando en el caso. Pronto tendría noticias de Montserrat Pau y quizá podría avisar a su familia de que había muerto. Era lo mínimo que debía hacer. La otra prostituta, Veronique, no había dado señales de vida y no había pasado por el hotel a recoger sus cosas, lo cual hacía pensar al detective que estaba muerta también.

En La Tercia la gente estaba asustada. No se sale en rogativa por los desaparecidos si la cosa no es grave. Al menos, no todos los días. Tenía que hablar con el cura. Eran muchos incidentes extraños para un lugar tan pequeño. Primero, en octubre, la muerte de Antonia García, horrible y brutal. Sus compañeros le habían cargado el muerto al ex novio que, como quien dice, pasaba por allí. El asunto de la ausencia de huellas en el cuchillo era determinante. Él había visto la fotografía correspondiente en el informe del caso que le había dejado Oñate. Allí se veía el cuchillo, en mitad de una estantería metálica, a la vista. ¡Con manchas de sangre! ¿Cómo podía ser alguien tan imbécil para dejar así, a la vista, el arma de un crimen tan horrendo? ¿Y cómo iba esa misma persona a ser tan cuidadosa horas antes como para ponerse guantes antes de cometer el crimen con el fin de no dejar huellas?

Ahora bien, si el asesino no era ese tal Honorato Honrubia que se había ahorcado en la cárcel, había un homicida suelto. Sintió un escalofrío. Habían desaparecido dos cazadores y, luego, una pareja. Tenía que entrevistarse con el hermano del chico que conducía aquel mil quinientos negro. Él sí había denunciado la desaparición. Tenía que ir de nuevo a aquel pueblo.

Siguió pensando: en diciembre, dos putas que acudieron a una fiesta cerca del pueblo habían acabado mal. Una se suicidó (presuntamente) y la otra se había esfumado.

¿No sería todo aquello obra de un psicópata, de un asesino que hacía desaparecer a la gente?

Debía de tratarse de alguien de posibles porque la Político Social se había tomado muchas molestias en detener, torturar y eliminar a una simple prostituta. ¿Qué sabía Ivonne?

Aquello no le cuadraba. No veía a aquellos cabestros de la Político Social dando cobertura a un asesino que mataba a placer. Ni siquiera allí algo así era posible; pero ¿qué estaba sucediendo en aquel pueblo?

Sonó el teléfono.

– ¿Diga? -contestó con voz cansada.

El corazón le dio un vuelco al escuchar una voz femenina al otro lado del aparato.

– Julio?

– ¡Rosa! ¿Cómo estás?

– Bien, bien, te llamaba porque me gustaría que habláramos. He hecho averiguaciones sobre el cacique local, don Raúl, y quería contártelo.

– De acuerdo. ¿Dónde nos vemos?

– Ese es el problema, no deben vernos juntos, ya sabes.

– Ya.

– ¿Se te ocurre algún lugar?

– No, la verdad, pero esta tarde quiero volver a La Tercia, me he pasado por Hacienda y don Serafín me deja el coche. Si quedáramos en algún lugar discreto…

– No es buena idea. No debo acompañarte. Bueno, vete el coche hasta San Benito, y una vez que pases junto a mi centro continúa recto y hasta poco antes de la vía del tren; allí, la izquierda, hay un recodo junto al cañizo donde podrá aparcar lejos de miradas indiscretas. Nos vemos a las tres cuarto.

– De acuerdo. No faltes, ¿eh?

– Allí estaré.

Colgó y salió a toda prisa de comisaría para dirigirse a Galerías Preciados.

Apenas llevaba diez minutos de espera cuando la portezuela del coche se abrió.

– Hola -saludó Rosa.

– Hola -contestó.

Rosa Gil iba sin gafas, y por primera vez en su vida la vio con el pelo suelto. Llevaba una cinta de color azul que lo sujetaba y la hacía parecer más joven, y olía a lavanda y a champú: Era evidente que se había perfilado los labios.

– Vaya, estás guapísima.

– Cuéntame lo que has averiguado tú -pidió la falangista cambiando de tema. Parecía azorada y lo disimuló sacando un perfumador de bolsillo de color rosa. Se perfumó con cierta coquetería, envolviendo el coche con un inconfundible aroma a Heno de Pravia.

– Sí, sí.

Le relató todo lo que había podido desentrañar en los dos. días escasos que llevaban sin verse. Ella escuchaba totalmente absorta.

– Vaya -murmuró Rosa cuando el policía terminó-. Lo de Antonia es brutal, me refiero al asesinato y lo del bebé que esperaba. ¿Seguro que no fue Honorato?

– Lo del cuchillo me parece evidente. Sé cómo actúan mis compañeros.