– He venido a contarte lo que había averiguado y a decirte que no debemos vernos más -dijo Rosa.
Silencio otra vez.
– Eres especial, Julio, no te mereces lo que te ha pasado en la vida y estás siendo muy valiente investigando la muerte de esa pobre descarriada que a nadie importa. Si por mí fuera, no me importaría ir contigo a investigar, subir al coche…, pero no puedo, siempre he sido dura con mis alumnas, creo firmemente en el papel que la mujer debe desempeñar en esta sociedad, que debe respetarse a sí misma si quiere que luego la respeten, hacerse valer ante el hombre, y me estoy comportando de una forma… extraña.
– Lo entiendo, Rosa. Pero…
– ¿Sí?
– … ¿por qué te has soltado el pelo?
– Tú me lo sugeriste.
Él sonrió como demostrando que tenía razón.
– A lo mejor, si las cosas fueran de otra forma… Quiero que sepas que lo del otro día fue importante para mí -agregó la joven.
– Y para mí -se oyó decir a sí mismo.
– Mucha suerte, Julio, y ten cuidado, rezaré por ti todas las noches. Tengo que irme, a las cuatro hay rosario.
Antes de que Alsina pudiera darse cuenta, Rosa había bajado del coche y caminaba calle abajo. Le pareció que lloraba. Puso el motor en marcha.
– ¿Antonio Quirós? -dijo una voz que no resultaba conocida al mecánico.
El operario salió de debajo del coche, totalmente embadurnado en aceite, y dijo:
– P'a servirle ¿Qué se le ofrece?
Delante tenía un tipo delgado, alto, con traje de franela marrón y un abrigo que le quedaba demasiado grande.
– Julio Alsina -se presentó el desconocido mostrando una placa-. Soy policía. Usted denunció la desaparición de su hermano Paco hará cosa de un mes, ¿no?
– Así es, sí. ¿Hay novedades?
– Digamos que soy nuevo en el caso.
– Pues espero que se tome más interés que sus compañeros…
– ¿Puedo invitarle a un café?
– Mejor un coñac.
– Hecho.
Cruzaron la calle principal y entraron en el bar del pueblo. Comenzaba a oscurecer y no había nadie en la calle. La Tercia parecía como triste, abandonada bajo aquella melancólica luz invernal. Había tres o cuatro parroquianos escasos en el bar y Alsina pidió un carajillo para él y una copa de Fundador para su testigo.
– No crea -empezó Antonio sentándose en una de las mesas de formica que salpicaban el establecimiento-, cuando éramos críos esto era otra cosa, pero ahora la mayor parte de la gente emigró. Quedamos cuatro gatos, el negocio apenas me da para comer.
– Por eso su hermano no trabajaba con usted.
– Eso es. Cuando vino de la mili, su intención era trabajar conmigo, pero mi taller no da p'a tanto. Así que le encontré trabajo en el taller de un conocido, el señor Dimas, en San Pedro del Pinatar.
– De allí sacó su hermano el mil quinientos negro.
– Sí, su jefe se fue antes de la hora de salida y él se lo trajo. Pasó a enseñármelo, me dijo que lo devolvería al día siguiente a primera hora. ¿Usted cree que hubiera hecho algo así si pensara fugarse?
– Pues no. Y esto, ¿se lo contó usted a mis compañeros?
– Pues claro.
– Y cuando su hermano se iba con la novia a…, bueno, ya sabe, a buscar intimidad, ¿en qué coche lo hacía habitualmente?
– Con mi seiscientos. Pero aquella noche se le ocurrió la tontería esa de traerse el coche de un cliente. No debió hacerlo.
El camarero les sirvió las bebidas mirando fijamente a Julio. Le había reconocido. Al poco se perdió tras la barra y entró por una puerta que daba a la cocina.
– No se lo tome a mal, pero sus colegas no se han vuelto locos precisamente buscando a mi hermano Paco. El era honrado, quería casarse.
– Igual se fugó por eso; en el informe consta que la familia de su novia no veía con buenos ojos el noviazgo.
Antonio Quirós se quedó mirando al policía fijamente y espetó:
– ¿De dónde es usted?
– De Madrid.
– Pues aquí, en Murcia, en la huerta, cuando uno quiere a una moza y la moza lo quiere a él, y la familia de la zagala se opone, lo que uno hace es llevársela. Una noche. Una noche, don Julio. A los Baños de Mula. Luego se vuelve, y como la moza ya no es… ya sabe usted.
– Virgen.
– Eso, pues ya no hay peros a la boda. Le recuerdo que lo de mi hermano fue hace más de un mes y también que el coche era de un cliente del taller del señor Dimas, eso es un robo. No me casa, don Julio, no me casa.
– ¿Le dijo su hermano adónde iba a ir después de enseñarle el coche?
– Pues claro, a darle una vuelta a la Pascuala y luego, ya sabe, ande Los Mosquites.
– ¿Cómo?
– Sí, un caserío abandonado, por el camino que rodea la finca de don Raúl.
– ¿Me lleva allí?
– No puedo; el negocio… Además, es de noche.
– ¿Podría indicarme el lugar haciéndome un plano?
– Claro.
Le tendió una servilleta y el joven le hizo un croquis con un bolígrafo Bic que sacó del bolsillo de su mono de trabajo azul. Mientras el mecánico anotaba, el policía preguntó:
– ¿Y qué hay de los dos cazadores desaparecidos?
– Ese asunto está claro -sentenció Antonio Quirós.
Alsina iba a preguntar qué quería decir el joven con su frase, pero no tuvo tiempo: reapareció el camarero en la barra. Jadeaba. Los miró sin disimulo. Al momento sonó la cortinilla de bolas de la entrada; era el pedáneo.
– ¡Vaya! -dijo entre aspavientos-. ¡Si está aquí la policía!
En cuanto vio venir al alcalde, Antonio Quirós farfulló una disculpa y abandonó el bar, no sin antes entregar la servilleta con el plano a Alsina con mucho disimulo. Éste la guardó en el bolsillo del pantalón, bajo la mesa.
– Iba a decirle que se sentara, señor alcalde, pero ya lo ha hecho usted.
– Pedáneo, amigo, pedáneo. ¡Una cerveza, Infantes! ¿Usted se llamaba?
– Alsina, Julio Alsina.
– Ya.
– Usted era don Edelmiro, ¿no?
– En efecto, Edelmiro García. El mismo que viste y calza.
El camarero trajo la cerveza y el pedáneo dio un buen trago.
– ¡Qué buena! -elogió-. ¿Y qué le trae por aquí? Le ha tomado usted gusto al pueblo…
– Investigo una desaparición. La del hermano de Antonio.
– Paco Quirós se llevó a la novia. Los padres de la Pascuala no querían que la rondara y se fugaron. Punto -dictaminó el pedáneo con cara de pocos amigos, mirándole con rabia desde sus profundos y primitivos ojos negros de labriego.