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– ¿Y los dos cazadores? -inquirió de manera abrupta el detective a la vez que consultaba su bloc de notas-. Sebastián y Pepe «el Bizco» creo que se llamaban.

– No tengo ni idea de eso.

– Pero desaparecieron, ¿no?

– No hay puesta ninguna denuncia.

– Me gustaría hablar con sus familiares.

– La familia del Sebastián se mudó a Gerona hace tres semanas y el Bizco era soltero, no tenía a nadie.

– ¿Adónde se dirigían a cazar?

– No lo sé.

– Eran furtivos, ¿no?

– Sí, eso todo el mundo lo sabía. Créame, no es buen asunto ir por ahí a colarse en fincas ajenas y agotarles la caza.

– Ya. ¿Cazaban por la finca de don Raúl? ¿Sabe usted si se colaban en ella?

– Nunca hubieran tenido cojones para hacer algo así; aquí, a mi jefe se le respeta.

– ¿Le temen?

– No, he dicho que se le respeta. No cambie usted mis palabras. Don Raúl ha hecho mucho por este pueblo.

– Trajo a la empresa americana ésa, ¿no?

– Exacto.

– Se dejarán sus buenos dineros.

– Sí.

– ¿Y paran mucho por el pueblo?

– No, no, en La Casa tienen de todo.

– ¿ La Casa?

– Sí, donde la empresa, más allá de la finca de don Raúl tienen una casona que él les restauró. Hay de todo, piscina, cocinas, un mini bar y hasta un pequeño campo de golf, no necesitan salir de allí.

– ¿Les organizan ustedes fiestas?

El otro lo miró con cara de pocos amigos. Era obvio que sabía de qué estaban hablando.

– No -repuso secamente.

– El otro día me llamó la atención lo de la rogativa. El pueblo parece nervioso por las desapariciones.

– Ya le he expuesto los dos casos. Todo tiene una explicación lógica.

– Y queda lo de Antonia García.

– Eso no fue una desaparición, fue un crimen. Y el asesino pagó como debía. Así se pudra en el infierno.

– ¿Está seguro de que fue él?

Comprobó que había dado en el blanco, pues su interlocutor se movió como si hubiera encajado un golpe imaginario. Lo miró sorprendido, sus ojos parecían decir «¿cómo sabe usted eso?», pero en unos segundos Edelmiro García, alcalde pedáneo de La Ter cia, logró recomponerse lo suficiente como para farfullar:

– Honorato siempre fue muy violento, pregunte por ahí; ella lo dejó por eso.

Alsina comprendió que no debía apretar más. Se levantó y dejó unas monedas sobre la mesa.

– Ha sido un placer, don Edelmiro. Hasta más ver -se despidió.

Salió a dar un paseo por el pueblo. No le agradaba aquel tipo. Caminó calle abajo e intentó preguntar a un par de lugareñas, pero ambas cerraron las puertas de sus casas sin siquiera dirigirle la palabra. La gente tenía miedo. Volvió sobre sus pasos. Justo al llegar a la puerta de la ermita se dio de bruces con el cura, don Críspulo, que luchaba por arrancar un dos caballos, modelo Azam 6, haciendo girar la manivela que se insertaba delante del motor en caso de emergencia.

– ¡Don Críspulo! -gritó caminando hacia él.

El cura lo miró con desconfianza y siguió a lo suyo.

– Julio Alsina, policía. Investigo una desaparición.

El joven sacerdote giró la cabeza, lo miró y, sin contestar, volvió a voltear la manivela. El motor comenzó a rugir, y se encaminó hacia la portezuela del coche.

– Espere -dijo Alsina tomándolo por el brazo-. Tiene que hablar conmigo, aquí ha desaparecido gente y…

– ¡Tengo prisa, apártese! -exclamó el cura deshaciéndose del agarrón del policía con violencia. El sacerdote parecía muy asustado, nervioso. En un momento estaba subido en el coche, metió la primera, pisó el acelerador y salió de allí a toda prisa. Alsina se quedó inmóvil viéndolo alejarse.

Definitivamente allí había gato encerrado. ¿Qué pasaba en aquel pueblo?

Volvió por el seiscientos dando un paseo y ojeando las calles por aquí y por allá. No vio a nadie. Estaba oscuro y no había farolas, sólo alguna que otra bombilla sujeta a las paredes o colgando del tendido eléctrico. Comenzaba a refrescar. Decidió volver a Murcia.

Una fotografía perdida

Llegó a la pensión agotado. Se preparó un vaso de leche con magdalenas y se fue a dormir. Apenas pudo pegar ojo. ¿Qué estaba ocurriendo en La Tercia? Parecía como si el tiempo se hubiera detenido en aquel pueblo, todo era extraño allí y la gente parecía asustada. La sombra del verdadero amo, don Raúl, lo cubría todo, y era evidente que su influencia movía absolutamente todos los hilos. ¿Sería un asesino psicópata? Quizá su íntimo amigo, míster Thomas, se entretenía cazando palurdos como si fueran conejos.

Un momento. Intentó ser racionaclass="underline" bien podía ser que las desapariciones tuviesen una explicación lógica y que no existiera ningún asesino operando en la zona. Antonia García era víctima de un crimen pasional; ¿y si fue de verdad Honorato Honrubia? No tenía mucha lógica que hubiera dejado el arma del crimen tan a la vista, pero cuando él era un policía de verdad, en los años en que había llevado cientos de casos, había visto de todo. Los asesinos eran así, brutales, incoherentes y a veces idiotas, por qué no decirlo. Por eso se les acababa echando el guante. Eran gente ida, locos, y no se podía entender su forma de actuar, a veces hacían cosas absurdas, sin explicación, que terminaban por provocar su detención. De ser así, bien podía ser que Honrubia hubiera colocado allí el cuchillo, en su taller, porque nunca pensó que fueran a buscarlo. Imbécil. O traicionado por su subsconsciente para ser capturado. Sí, bien podía ser así.

Pensó entonces en la desaparición de los dos cazadores: el alcalde pedáneo había insinuado que no era buen negocio ser furtivo. Eso era evidente. Pensó en que Antonio Quirós, el mecánico, le había contestado con una frase enigmática al preguntarle por los cazadores: «Ese asunto está claro», dijo. Las cosas en el campo eran así de broncas. No era la primera vez que un novillero dormía el sueño de los justos por colarse en una finca a «hacer la luna», y lo mismo podía ocurrir con los furtivos. Pensó en don Raúl. La finca era suya.

Quizá esos dos estaban criando malvas.

Y por último estaba el caso de Paco Quirós y su novia, Pascuala. Igual se habían fugado de verdad. Él no tenía coche y quería «llevarse» a la novia. Era plausible que se hubieran decidido a empezar una nueva vida lejos de allí. No le faltaba lógica a aquel argumento.

Por otra parte, quizá Ivonne se había suicidado de verdad y Veronique había cambiado de aires al saber lo de su amiga, simplemente. A lo mejor le estaba buscando tres pies al gato. Un delirio de borracho que buscaba algo a lo que aferrarse, un caso que diera sentido a su vida.