Pero no. Ivonne fue detenida, golpeada y llevada al «Picadero» por la Político Social. Él lo constató. Pero ¿por qué la habían interrogado? ¿Qué podía saber una pobre furcia? ¿Quizá buscaban su diario? Sí, eso era, el diario. Querían el diario de las jóvenes, que contenía notas comprometedoras.
Entonces pensó en Rosa. Su mente vagó hacia el seiscientos de don Serafín aquella misma tarde.
Sintió pena. Ella le había comprado un regalo. Hacía mucho tiempo que nadie hacía algo así por él. Era una muestra inequívoca de afecto.
No quería comprometerla. Él no era libre, y en una sociedad como aquella, su compañía no hacía sino perjudicarla. Rosa era esclava de sus rotundas convicciones, de su vida previa y de su militancia en Falange. Religión, castidad y sumisión al varón.
La recordó aquella misma tarde sin gafas y con el cabello suelto. Le había parecido guapísima.
¿Acaso estaba volviéndose loco? Hacía apenas unas semanas le parecía una solterona poco atractiva. Se durmió, una vez más, con una sonrisa en los labios.
– Pasa, pasa -dijo el comisario, don Jerónimo Gambín, sin apenas levantar la vista de El Alcázar-. ¿Qué se te ofrece Alsina? ¿Una copita?
Lo había dicho como con retintín, y además, eran las diez de la mañana, así que Julio le lanzó una mirada asesina que provocó que el otro dijera:
– Perdona, chico, olvidaba lo que se dice por ahí.
– ¿Y qué se dice por ahí, si puede saberse?
– Se rumorea que has dejado de beber.
– Pues se rumorea bien, don Jerónimo.
– Vaya -murmuró el comisario, con una sonrisa que a él le resultó demasiado amable-. Pues no sabes lo que me alegro. Aquí necesitamos gente con ganas, sangre nueva. Cuando llegué estuve viendo tu historial y debo decir que eras un buen policía. Hasta que te perdiste el respeto a ti mismo, claro.
No contestó, por lo que el silencio llegó a poner violento al comisario, que se puso nervioso al comprobar que ya no podía mantenerle la mirada. Algo había cambiado.
– Bueno, bueno. Pero eso forma parte del pasado. Has mostrado ciertas aptitudes, ya sabes, cuando comenzaste a investigar el asunto ése de la puta que con tan buen criterio abandonaste cuando yo te pedí. -Alsina sintió que le daba un vuelco el corazón-. Pero, dime, dime, ¿vienes a pedirme tu reingreso en alguna brigada de las de verdad?
– Pues no -negó Julio para sorpresa de su jefe, que advirtió que su subordinado llevaba un papel en la mano.
– ¿Cómo?
– Que no, que vengo a solicitar una excedencia de tres meses.
– No entiendo…
– Mire, don Jerónimo, usted se ha portado conmigo como un padre -mintió- dándome cobijo en la sección de documentos de identidad en mis horas más bajas.
– Y hacías bien tu trabajo.
– Sí, sí, pero he estado alejado del trabajo policial y me he dado cuenta de que, ahora, retomar aquella vocación será difícil. He tenido una oferta de trabajo, de Ruiz Funes.
– Ah, Ruiz Funes. No lo tuve a mis órdenes, pero dicen que era muy bueno, que ese tipo es la bomba, un rompebragas de cuidado, ya sabes -comentó aquel cabestro a la vez que se carcajeaba con malicia-. No para.
Julio rio para sus adentros y se ratificó en que su amigo Joaquín era un tipo listo, un superviviente que jugaba con los demás y con el sistema a su antojo.
– Bueno, pues Joaquín -continuó diciendo- me ha ofrecido unas representaciones muy buenas, de la ITT, para vender televisores.
– ¡Ah, la televisión, el futuro! ¿Has visto Historias para no dormir?
– Curiosamente, sí, el otro día vi un episodio.
– A mí me gusta «La cabaña», si lo reponen no te lo pierdas. ¿Y «Es usted un asesino»? ¿La has visto? ¡El asesino del paraguas! ¡Memorable! A mi señora le encantan esas historias, y luego, ya sabes, con el miedo, se arrima más a la noche.
Volvió a soltar una carcajada que al detective le resultó un tanto desagradable.
– El caso es que he pensado en probar suerte. El sueldo es bueno y este trabajo me viene grande.
– Sí, hay que ser muy hombre para ser policía -asintió aquel imbécil, que, al instante, y al darse cuenta de que había metido la pata, añadió-: Y más hombre para ver las limitaciones de uno mismo.
– Me pregunto si me firmaría usted la excedencia. No sé cómo andará de personal.
– Para ti, lo que sea, Julito, lo que sea. Pero ya sabes que pasados los tres meses, si quieres, aquí te esperará tu puesto. Eres como el hijo pródigo.
– No sabe usted lo que se lo agradezco -musitó Alsina sin poder evitar que se le escapara una sonrisa mientras don Jerónimo avalaba su solicitud con una costosa estilográfica de oro, una Parker. Salió de allí con un suspiro de alivio.
– No me la das con queso -dijo Ruiz Funes.
– ¿Cómo? -replicó Alsina pisando el acelerador para salir del taller.
– Sí, esta repentina decisión, aceptar así la representación de la ITT pidiendo una excedencia…
– Tú lo dijiste, era una buena oferta.
– Que conste que tendrás que hacer un curso de ventas en Barcelona.
– No hay problema. ¿Cuándo?
– Ya nos avisarán, descuida.
Julio había adquirido un Simca 1000 de segunda mano, un coche de 1962, muy bonito, pintado en crema, y con la tapicería de color naranja. Había tenido que luchar para lograr un buen precio, pero, cómo no, Joaquín conocía al dueño de aquel taller situado en Santiago y Zaraiche, un tal Eusebio.
– Bueno, tenemos que echarle el alboroque.
– ¿Cómo?
– Joder -masculló Ruiz Funes con fastidio-. ¡Estos madrileños…! Echar el alboroque, hostias, cuando se compra algo nuevo hay que celebrarlo, convidar a los amigos.
– ¡Ah, bueno! No hay problema.
– Pues vamos a Corvera, a la Venta del Cojo, hacen unas migas de muerte.
– De acuerdo. ¿No estará muy lejos?
– Quiá. Además, te vas a forrar, amigo, has hecho bien en salir de aquella cueva de torturadores. Los odio.
– Sí, me alegro de alejarme de aquello.
Alsina quedó en silencio por un momento, debía incorporarse a la plaza Circular y necesitaba concentrarse.
– Por la Gran Vía y luego hacia el barrio del Carmen -le indicó Joaquín.
– Casi el mismo camino que a La Tercia.
– No se te va de la cabeza el asunto, ¿no?