Asintió con la cabeza e hizo sonar el claxon a la vez que gritaba a otro conductor:
– ¡Tío loco!
– No puedes negar que eres madrileño, desde luego. Os gusta conducir como bárbaros.
Sonrió. A aquella hora había bastante movimiento por la Gran Vía.
– Intentaré hacer pesquisas a la vez que vendo tus televisores.
– ¿Ves? Lo sabía.
– No, no, discretamente.
– Ya.
– De hecho, después de comer me gustaría que nos pasáramos por allí, quiero ver una cosa y me gustaría que me acompañaras.
– No irás a meternos en un lío, ¿verdad?
– No, no, será un momento.
Tardaron más de una hora en llegar a Corvera, pues una vez más les tocó subir el puerto detrás de un camión que parecía a punto de reventar. Comieron bien, migas con tropezones, regadas con vino tinto. Julio se bebió dos vasos como si nada. Notó que Joaquín lo miraba con cierta suspicacia.
– No voy a caer, descuida -dijo muy serio.
Tomaron café entre requiebros a la camarera, una joven de buen ver que lanzaba miradas incendiarias a Joaquín, quien cuidaba mucho de que su fama de galán no decayera. Alsina reía divertido por lo bajo. Ruiz Funes era listo, muy listo. A eso de las cuatro y media pusieron rumbo a La Tercia, cruzaron la carretera de Cartagena y se encaminaron hacia aquel pueblo que vivía momentos difíciles. Antes de llegar a la población, Julio giró a la izquierda por un camino de tierra, tras sacar la servilleta con el croquis que le había dibujado el mecánico. Pasó junto a la enorme verja que daba acceso a la finca de don Raúl y continuó hacia el norte. El camino estaba en mal estado por las recientes lluvias.
– Menudo estreno le estás dando al coche. Cuando te entreguen el mil quinientos de la empresa no se te ocurra darle estos tutes.
– Lo pagaré yo, ¿no? -contestó Alsina sonriendo cínicamente.
– Ahí me has dado. Comienzo a pensar si tenerte como subordinado no será un error.
– ¿Ahora te das cuenta?
Conforme avanzaban hacia la sierra, el paisaje se hacía menos árido. Al principio no se notaba mucho, pero había más densidad de tomillos, de romeros, de jaras e incluso algún lentisco. Luego comenzaba a aparecer alguna que otra coscoja, y algarrobos, olivos y almendros fueron sustituidos por pinos carrascos. Pasaron junto a un pequeño caserío abandonado, Los Mosquites.
– Aquí debe de ser -dijo Alsina.
Detuvo el coche junto a unas casas abandonadas. Miró el croquis y bajaron. Hacía buena tarde. A lo lejos volaba un águila perdicera emitiendo sonoros graznidos.
La sierra de Columbares quedaba a un paso. Aquella zona lindaba con la parte norte de la finca de don Raúl, que llegaba hasta la misma falda del monte.
– Aquí -apuntó Julio, caminando hacia un pequeño recodo del camino donde éste se ensanchaba tras unas inmensas adelfas.
Se puso en cuclillas, miró el suelo y explicó:
– Hace quince días que Paco Quirós y su novia, Pascuala, desaparecieron sin dejar rastro. Antonio dice que su hermano solía venir aquí con la novia. Mira.
Joaquín Ruiz Funes se arrodilló y vio unas huellas profundas en aquel lateral de un camino perdido.
– Son anchas, de un coche grande.
– ¿Un mil quinientos?
– Bien podría ser, sí.
– O sea, que estuvieron aquí. Si pensaban fugarse lejos, lo lógico es que se hubieran largado de inmediato y no que se vinieran aquí a echar un «feliciano».
– Más bien.
Observaron otras huellas de automóvil más secas y menos evidentes. Eran más estrechas.
– A veces venían con el seiscientos del hermano del chico, el mecánico -dijo Alsina-. Éste es el sitio, no hay duda.
Intentaron echar un vistazo por el camino que llegaba a su fin en una valla de madera, junto al monte.
– Sigue hacia adentro -observó Joaquín.
– Sí, se mete en la finca de don Raúl. Debe de tener muchos accesos secundarios como éste. Parece una finca inmensa.
No encontraron más huellas, pues el camino era de gravilla.
– ¿Qué les pasaría? -preguntó Ruiz Funes.
Quedaron en silencio escuchando el sonido del viento. Aquello era relajante.
– Es lo que pretendo averiguar. Piensa en Ivonne. Todo el que se acerca a esta finca, desaparece o muere.
– Como los dos furtivos.
– Como los dos furtivos. ¿Te importa que pasemos por el pueblo? Tengo que ver a una persona.
– ¿Al cura?
– Quiá, ése no quiere hablar. Será rápido.
– No tengo prisa.
– ¡Pues anda que yo…! Te recuerdo que estoy en excedencia. Por cierto, ¿cuándo empiezo?
– Tengo los catálogos en mi casa, podrías empezar poco a poco, si te parece.
– Me parece, Joaquín, me parece. Vamos al coche.
La pequeña tienda de Sara López, la madre de Antonia García, era apenas un cuarto de dos por dos metros sito en una casa baja y encalada de la calle principal. Una puerta de madera, con un cristal, quedaba abierta hacia fuera y hacía las veces de expositor. Allí se mostraban, colgadas de cordeles con pinzas de la ropa, desde revistas de actualidad hasta sobres de papel con pequeños soldados de plástico, Grupos de Combate, se llamaban; recortables de muñecas, álbumes y sobres de cromos; el Teleprograma y pegatinas para la ropa completaban aquel colorido muestrario. En su interior se vendían pequeños muñecos de indios y americanos, golosinas y pastelitos de Mi Merienda, que incluían delicias como el Bony, el Tigretón o los Bucaneros. Alsina entró acompañado de Joaquín y mostró su placa a una señora de negro que permanecía sentada junto al brasero haciendo punto. Se presentó:
– Julio Alsina, policía.
La mujer dio un respingo y se levantó de inmediato, alarmada:
– ¿Pasa algo? -acertó a decir.
– No, no. Éste es mi compañero Ruiz Funes. Simplemente, reviso el caso de su hija. La acompaño en el sentimiento.
– Gracias. Hace ya más de tres meses y no me acostumbro. ¿Les apetece un café con leche? Hace frío.
– Sí, no vendría mal.
La señora, de luto, delgada y algo avejentada, pasó junto a ellos y cerró la puerta del pequeño comercio. Entonces los hizo entrar por otra que se abría tras el humilde y desvencijado mostrador. Llegaron a una coqueta cocina con un sofá, una mesa de formica verde y un mueblecito con una televisión. Funes miró a Julio como diciendo, ¿ves?
Tomaron asiento en el sofá.
Mientras la buena mujer disponía la cafetera les aclaró:
– Ese hijo de puta que me robó a mi hija se ahorcó, ojalá que se pudra en el infierno.