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– ¿Oiga? -dijo el hombre al otro lado de la línea telefónica.

– Sí, sí. Estoy aquí. El caso era suyo y tenía que ir. Además, estaba a un paso.

– ¿Vienen o qué?

– Sí. En cinco minutos estoy ahí. Soy el inspector Alsina.

No sabía muy bien por qué, pero aquello le hizo sentir bien. Algo que hacer. ¿A quién se le iba a ocurrir que sucediera algo así en una pequeña ciudad como aquella y precisamente en Nochebuena? Bajó a los calabozos, donde una puta hacía una felación a un agente mientras el otro penetraba a la segunda prostituta sujetándola por detrás, en tanto que ella, muy fina, apuraba a morro una botella de sidra. Ni le oyeron llegar.

«¡Menudo cuadro!», pensó para sí.

– ¡Dejad la fiesta! -ordenó, sorprendiéndose a sí mismo y a ellos por su tono autoritario que no dejó lugar a dudas-. Ha habido un suicidio y tengo que salir. Martínez, avisa al forense y al coche patrulla de Ruiz. Que vayan a la plaza de la Cruz. ¡Ah, y avisad también al juez de guardia!

Salió de allí a toda prisa y vio de reojo cómo aquellos cerdos se subían los pantalones a la vez que recomponían sus uniformes grises. Llegó a la calle de inmediato y giró a la derecha. La noche era fría, y el zarpazo del viento lo espabiló definitivamente. Nunca se acostumbraría a aquella humedad. Prefería el frío de Madrid, más seco, más llevadero. Fue caminando por la calle de Trapería, una arteria estrecha, peatonal y repleta de comercios que moría al fondo, al pie de la catedral. Iba pensando en que aquello era raro, inusual, pero no se paró a meditarlo demasiado hasta que llegó a la plaza de la Cruz, que quedaba en penumbra, oculta a la luz de la luna por la sombra de la imponente torre.

– ¡Dionisio Herrera! -dijo el sereno, y se le cuadró como si él fuera un general.

– Inspector Alsina.

Se dirigió hacia el cuerpo de la finada. No había duda. Estaba muerta: despatarrada, con los huesos rotos, en esa postura antinatural que, al azar, adoptan los suicidas tras precipitarse contra el suelo. «No hay dos iguales», pensó. Como ocurre con las huellas digitales de las personas. Entonces reparó en que siempre aparecían en posturas ridiculas, atroces, perdiendo cualquier pequeño rescoldo de dignidad que pudiera quedar de sus tristes vidas.

Tomó nota mentalmente de ello: nunca se suicidaría. Seguro.

Había un charco de sangre junto a la cabeza de la muerta. Casi negra, aún líquida y de olor dulzón. Pobre mujer. Otra solitaria como él. Miró sus manos: delicadas y con las uñas pintadas de rojo, de manicura. Olía que apestaba a perfume caro, francés, y lucía un vestido negro que, pese a las circunstancias, evidenciaba una muy buena situación económica. La falda había quedado levantada y se entreveía que la ropa interior era de seda, carísima. Igual que las medias. No era un ama de casa, estaba claro. Había perdido un zapato que rumiaba su soledad al fondo, junto a una farola.

– ¿Qué tenemos aquí?

Miró hacia atrás al oír la voz. Era el juez Barreiros. Iba muy elegante. Sin duda, aquella desgraciada había interrumpido una cena de postín.

– Una puta -respondió-. De posibles.

– Sí que ha averiguado usted cosas en tan poco tiempo… -repuso el magistrado con retintín, demostrando su malestar por tener que estar allí.

Dos vehículos llegaron al mismo tiempo: el coche patrulla por la calle de Barrionuevo y el mil quinientos negro del forense por la de Salzillo.

– En cuanto la vea el forense, me la levantan y al depósito -dispuso el juez de guardia sin siquiera acercarse a aquella desgraciada, pues tenía prisa-. Ah, y sáquenle un par de fotos. No quiero perderme los chistes del gobernador civil. Aún llego a los postres.

Antes de que Alsina pudiera darse cuenta, Barreiros había desaparecido y caminaba a paso vivo por la calle Amores con las manos en los bolsillos de su elegante abrigo. No había permanecido ni un minuto en la escena del deceso. El detective se quedó como hipnotizado, perplejo, mirando hacia la calle por la que el juez se había evaporado.

– ¿Una suicida? ¡Joder, qué momento! -exclamó Blas Armiñana, el forense, haciendo que el detective saliera de su ensimismamiento.

Armiñana era un tipo alto, bien parecido, de pelo totalmente blanco, abundante y peinado hacia atrás. Las mujeres se pirraban por él, pero se rumoreaba que era homosexual. La verdad era que parecía un galán de cine, siempre bronceado y con una dentadura perfecta de las que llaman la atención. El policía se giró y lo saludó con una sonrisa. Ordenó a los dos agentes recién llegados que subieran a la torre de la catedral por si aquella pobre mujer había dejado allí su bolso con su documentación, quizá alguna carta que les facilitara el trabajo. Era lo habitual. Los suicidas solían firmar así. Sobre todo para que se pudiera avisar a la familia. Siempre lo mismo. Entonces, sin saber muy bien por qué, recordó sus tiempos de policía, cuando era uno de los de verdad.

Una uña

Al día siguiente despertó a eso de las cuatro de la tarde en su cuarto de la pensión. Salió a la cocina en bata y doña Salustiana le dijo a Inés, la cocinera, criada y fregona de aquel establecimiento, que le sirviera un plato de cocido con albóndigas. Por primera vez en mucho tiempo comió con verdadero apetito, mientras la zagala fregaba los platos entre observaciones y reprimendas de su jefa.

La arpía de doña Salustiana le trituró las meninges con sus cotilleos de portera de barrio. Era una mujer delgada, que siempre llevaba el pelo recogido en un moño y que, invariablemente, lucía vestidos de florecitas de colores que compraba en el mercado de los jueves. Su marido había sido guardia civiclass="underline" una impresionante fotografía suya en un horrible portarretratos presidía la entrada a la pensión, bajo el espejo, sobre una pequeña mesita con flores de plástico y un san Pancracio. Daba grima. Alsina sabía que tras aquellos fieros bigotes se escondía un tipo ruin y ambicioso que había muerto de una cuchillada cuando apretaba las tuercas a un chulo del barrio de San Juan al que quería subir el importe de la mordida. Ella creía que su hombre había expirado acuchillado por el último de los maquis que quedaba en la región. Jesús. ¡En pleno casco urbano y en el año sesenta!

Aun así le agradaba aquella pensión, situada en un amplio piso de la calle de Almenara.

Aquel era un mundo pequeño y, a su manera, complejo. Un edificio que constituía un universo propio, minúsculo, pero a veces complicado y difícil de comprender. Mientras que el segundo piso pertenecía a doña Salustiana, la azotea, con el palomar y un minúsculo ático, era ocupada por un individuo extraño, don Práxedes, de quien se decía que había combatida en la guerra a las órdenes del Campesino despachando a más de una docena de curas, aunque nadie tenía redaños para preguntarle si aquello era cierto y cómo era posible que con ese pasado no estuviera en la cárcel o, peor aún, muerto.

Desde su habitación, Alsina oteaba el patio del edificio al que daban dos viviendas de la planta baja situadas en el mismo, al fondo, sin ventanas a la calle. Eran pisos interiores. Uno estaba ocupado por doña Tomasa, una costurera de quien se decía que era madre soltera. Su hija, Clara, de catorce años apenas, estudiaba en la Milagrosa y suponía un cierto factor de turbación para el policía, con los senos turgentes, pequeños y dulces como melocotones de Cieza, que se intuían apenas bajo la camisa blanca del uniforme escolar. Ella se sabía deseada por los varones del barrio y jugaba con ellos, demasiado pizpireta quizá, dándoles mala vida. El detective sabía que algún día iría demasiado lejos con esos juegos y terminaría quedando preñada de algún desaprensivo. Un desastre.