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Le pareció obvio que Robert, que debía de tener mujer e hijos en Indiana, se había encoñado con una lugareña y la había dejado embarazada. Mal negocio.

Luego estaba lo de los cazadores. A Pepe «el Bizco» ya le habían dado una lección por cazar en los terrenos de don Raúl, y pese a ello, su amigo Sebastián y él mismo habían seguido cazando en El Colmenar. Una cosa es matar un par de liebres, pero tirar a los jabalíes era harina de otro costal. Se les sacaba mucho rendimiento en las monterías. El perro de Jonás, Hocicos, también había desaparecido con ellos. Podía ser una buena pista.

Su mente siguió trabajando como antaño. Paco Quirós y su novia habían estado junto a la finca, en el coche, él había visto las rodadas. Y habían desaparecido. Podían haberse ido del pueblo a empezar una nueva vida, sí, pero ¿con un coche robado? Aquello no encajaba.

Todas aquellas desapariciones que habían alentado en los lugareños la aparición de rumores de seres blancos, de ánimas que hacían desaparecer a la gente, bien parecían tener una explicación lógica, pero había algo que no le convencía. Todos aquellos incidentes tenían un nexo común: El Colmenar. ¿Qué estaba pasando en aquella finca? ¿Habría algún asesino operando en la zona amparado en la seguridad de la empresa americana? ¿Sería el propio don Raúl? ¿Míster Thomas, quizá?

Una cosa era segura: lo averiguaría.

Cada vez crecía más en él la necesidad de acercarse a la finca, de colarse en su interior a investigar, a ver qué pasaba. Era peligroso sí, pero sabía que no tardaría en hacerlo.

Las cosas en Torre Pacheco le fueron bien. No sólo colocó cuatro televisores, sino que vendió una partida de cincuenta transistores. Aquello iba viento en popa. En el momento en que subía al coche en la avenida de la Estación, y antes de ponerlo en marcha, levantó la mirada y vio una furgoneta blanca de reparto de comestibles. Un joven con bata blanca se afanaba subiendo y bajando mercancías del vehículo. Alsina descendió de su coche a echar un vistazo.

Mientras el repartidor volvía al interior de un comercio de comestibles situado a unos pasos, miró el lateral de la camioneta. «Métodos evolucionarlos de avituallamiento Moliner», rezaba un inmenso rótulo.

El joven volvió.

– ¿Es usted David? -preguntó el detective.

– Sí, claro -contestó el otro, un joven alto, moreno, de pelo abundante y desgreñado.

– Julio Alsina. Soy policía -aclaró el vendedor de televisores mostrando su placa.

El joven repartidor lo miró con suspicacia.

– ¿No vende usted televisores? Le he visto en la tienda de Matías.

– Es una tapadera -mintió-. Investigo la muerte de Antonia García.

Lo había dicho con tanta seguridad que su interlocutor mordió el anzuelo. -¿Pero no estaba resuelto ese asunto? Trincaron al novio, ¿no?

– Sí, en efecto, así es, pero se suicidó hace un par de semanas en la cárcel, y antes de cerrar el caso estamos haciendo unas comprobaciones de rutina.

– Pues usted dirá -dijo David apoyado en su carretilla-. No sé en qué podré ayudarle yo, pero si se empeña…

– ¿Visita usted La Casa?

– ¿Cómo?

– La Casa, en la finca de don Raúl, donde los americanos.

– ¡Ah, sí! Claro.

– ¿Va muy a menudo?

– Un par de veces por semana. A veces casi a diario. Depende de los pedidos que hagan. Suelen traérselo todo de Madrid en unos camiones inmensos; género de primera, se cuidan como reyes; pero hay productos que necesariamente compran aquí, ya sabe, fruta y cosas perecederas.

– ¿Son muchos?

– Va variando según épocas, pero normalmente entre treinta y cuarenta. Ha habido momentos en que han llegado a juntarse allí casi cien tíos, y no vea usted cómo comen. Sobre todo los de seguridad.

– ¿Seguridad?

– Sí, gente armada, yo creo que antiguos militares, porque llevan armas de ésas como las de las películas de guerra. Unos mastodontes.

– Ya. La casa será grande.

– Sí, sí. Muy grande. Tienen un pequeño campo de golf, pistas de tenis, piscina e incluso saunas. Trabajan mucho, pero luego descansan bien. Hacen turnos de tres días seguidos y luego libran cinco. Suelen irse a Madrid o a Barcelona. Los llevan en avión desde San Javier.

– ¿Van mucho por el pueblo?

– Los que se quedan durante los días de descanso en La Casa, no. ¿Para qué? Allí tienen de todo.

– ¿Es fácil llegar a La Casa?

– No, hombre, hay que atravesar la finca, pasar junto a la casa de don Raúl y luego tomar un camino entre olivos en el que hay varios controles con gente armada.

– Vaya.

– Sí, son muy tiquismiquis para eso. Allí no entra cualquiera.

– ¿Los conoce usted?

– Sí, a algunos. Sobre todo a los que llevan más tiempo.

– ¿Conocía a Robert? Ya sabe, el que tonteaba con Antonia.

– Sí, un buen tipo. Ingeniero. Le gustaba mucho España. ¿Ve? Ése sí era de los que salían. Le volvía loco el Mar Menor: navegaba, hacía pesca submarina y le privaba la sangría. Bueno, y otras cosas, claro… -remató David soltando una carcajada.

– ¿Era casado?

– Sí.

Se quedó en suspenso. No esperaba una respuesta afirmativa, y menos tan rotunda.

– ¿Cómo lo sabe?

– Un día en que llevé el pedido estaban él y un amigo, Richard, tomando una cerveza con aceitunas junto a la piscina. Sería por el mes de septiembre. Me llamaron y me invitaron a un quinto de Mahou. Fresquita, muy rica. Estuvimos hablando, y Robert empezó a decir que le encantaban las españolas, que eran muy fogosas y que le encantaría tener cuatro o cinco para él solo. Como un sitio de ésos de los moros, los de los príncipes, ya sabe usted…

– Un harén.

– Eso. Bueno, el caso es que el otro, Richard, dijo: «Pues no creo que tu mujer estuviera de acuerdo». Y se rieron a carcajadas. Casi se parten de risa. Luego se pusieron a hablar en inglés y ya no me enteré de lo que decían.

– Robert volvió a casa.

– Sí.

– ¿Y Richard?

– No, no, ése sigue aquí, vino de los primeros. Lo recuerdo bien, un día me dijo: «Llegué el primero y me iré el último».

– ¿Es ingeniero?

– No, es de seguridad. Pero con mando, ¿eh? Da órdenes a esas bestias como si fuera el jefe, «tú aquí», «vosotros p'allá». Todo en inglés, claro.

– Claro. ¿Y qué diablos hacen en esa empresa?