– Fertilizantes.
– ¿En la finca?
– No, detrás de la Cresta del Gallo. Al pasar por el Garruchal a…
– A la izquierda.
– Exacto. De allí van y vienen camiones continuamente. Detrás de La Casa hay como una nave industrial grande, pero donde tienen todo el cotarro es arriba, en el monte.
– Ya.
Alsina quedó pensativo por un instante.
– Wilcox se llama la empresa -añadió el joven.
El policía miraba sus notas embelesado.
– Tengo que irme, si no le importa.
– Ah sí, perdone, perdone, joven. Me ha sido usted de mucha ayuda. Gracias.
Volvió al coche y subió a él. Quería regresar a casa, así que pensó que en lugar de hacerlo por el Puerto de la Cadena lo haría por el del Garruchal; igual hasta podía echar un vistazo…
La finca
Durante el trayecto no pudo evitar que su mente volara hacia Rosa Gil. Curiosamente, se vio deseando que Adela no existiera. Era un obstáculo. Ahora que se sentía vivo, después de volver de años de ausencia, de salir de aquella maldita nebulosa, había comprobado que su ex mujer podía ser un obstáculo para su felicidad. No lo pensaba sólo por Rosa Gil, porque tampoco estaba muy seguro de qué era lo que sentía hacia aquella joven falangista, pero ¿y si decidía casarse con alguien de nuevo? Con ella o con otra, con la mujer de su vida. No podría hacerlo. Estaba claro.
Deseó que Adela estuviera muerta. Así sería libre. Comenzó a fantasear con la posibilidad de que así fuera. Imaginaba la escena mientras avanzaba por aquellos campos despoblados y yermos. Él estaba en la cama leyendo. «Don Julio, una llamada de Ceuta», le decía su patrona. Él salía al pasillo y se ponía al teléfono: «¿Don Julio Alsina?», preguntaba una voz metálica desde otro continente. «Sí, soy yo.» Entonces se oía un suspiro y la voz decía con dificultad: «Su esposa ha muerto. Un accidente de tráfico».
Se sorprendió a sí mismo sonriendo.
– Pero ¿estás loco, joder? -exclamó en voz alta.
Se detuvo en seco. Había llegado al límite de la finca de don Raúl, donde comenzaba el puerto. Dejó el vehículo en la cuneta y bajó. Llegó hasta el final de la alambrada. Justo donde empezaba a acentuarse la ladera y comenzaba a surgir aquella pequeña sierra. Más allá, en algún lugar detrás de la masa de árboles, estaba La Casa. ¿Qué estaba ocurriendo allí? ¿No se dedicarían aquellos americanos a violar y matar a gente pobre como simple diversión? Había visto de todo en sus años como policía y sabía que la maldad humana no conocía límites. Había depravados para todos los gustos.
Comenzó a caminar examinando el terreno. Había pinos, lentiscos y alguna coscoja. Se agachó a recoger una piña. La mañana era fresca pero el sol de aquella tierra era cálido y siempre acompañaba. Olía a romero y a tomillo. Como si fuera un robot que no controla sus actos, metió la pierna entre dos alambres de la valla y, sujetando el de arriba con un bolígrafo, pasó el cuerpo entero. Oyó un «rasss» que le hizo saber que se había rasgado la chaqueta. Le dio igual. Comenzó a caminar entre pinos que poco a poco se aclaraban hasta dar en un camino de tierra. Miró a derecha e izquierda. Cruzó adentrándose en un inmenso mar de algarrobos de troncos muy gruesos. Iba de uno a otro, escondiéndose, con el oído atento al menor ruido. Nada. Pensó que así podía tardar siglos en cubrir apenas cien metros. Entonces tuvo miedo.
¿Cuánto tiempo hacía que no sentía aquella sensación?
Estaba vivo. Había vuelto de la muerte como de una especie de no ser, de su nube, y ahora se sentía bien, y curiosamente, le daba igual morir. Por eso era peligroso para ellos. No tenía nada que perder, y eso le hizo sentirse poderoso de nuevo. ¿Estaba loco? Quizá. Quienquiera que hubiese hecho desaparecer a aquellas personas, iba a pagar. Él se encargaría de ello. Total, ¿qué iban a hacerle? ¿Matarlo de nuevo?
Soltó una carcajada y comenzó a caminar a paso vivo. La finca era inmensa y se cruzó con varios caminos. No había rastro alguno de actividad humana, ni de aperos ni de gente. De vez en cuando se le cruzaba algún conejo o levantaba unas perdices. Entonces comenzó a sentirse cansado. Allí sólo había árboles y más árboles, todos situado a la misma distancia unos de otros, plantados milimétricamente. Tenía sed y apetito. Miró sus zapatos: estaban hechos un asco. Al fondo vio un silo hemisférico alto, muy alto. Si pudiera subir ahí podría tener una buena panorámica, pero estaba demasiado lejos. Debía volver mejor preparado. Sí, y a ser posible, de noche. Aquello era inmenso.
Le costó casi una hora volver al coche. Cuando lo consiguió estaba rendido, sucio y hambriento. Eran las tres y cuarto de la tarde, así que subió al vehículo y se encaminó hacia la Venta del Garruchal, que se hallaba al comenzar el puerto de montaña. Allí, en los aseos, se adecentó un poco. Luego pidió un pincho de tortilla de patatas y una Coca-Cola que le sentaron francamente bien. Antes de reemprender la vuelta tomó un café y repasó la prensa. Una vez más se daba absoluta prioridad a noticias a veces absurdas, que reflejaban hechos nimios, sin importancia alguna. «Aparatoso accidente entre un camión y un motocarro», decía un enorme titular que encabezaba una noticia que ocupaba toda la primera página. Traía incluso dos fotografías de gran tamaño. «Ayer, en la carretera de Alcantarilla». ¿Pero es que nadie se daba cuenta de aquello? Propaganda y entretenimiento para las masas, eso era lo que leían a diario y nadie reparaba en ello, como autómatas sin iniciativa propia.
No se le escapó otra noticia, ésta sí, de importancia: Rusia había situado otra cápsula espacial en órbita. Las dos grandes potencias mundiales se estaban empleando a fondo en aquella carrera. Cerró el periódico y decidió seguir camino.
Cuando se adentró en la carretera que cruzaba el puerto se sintió en tensión. Las instalaciones de la empresa que buscaba no quedaban lejos, así que procuró estar atento y conducir despacio. Sólo se cruzó con un camión de transporte de ganado que iba vacío. El camino transcurría encajado por un pequeño cañón en el que había muchos pinos. Recordó viejas sensaciones, como cuando de pequeño le llevaban de excursión a Guadarrama. Rememoró las proclamas y el orgullo que sintió cuando le dieron por primera vez su uniforme de «flecha». No entendió por qué, aquel día, su madre lloró al verlo.
Justo tras una curva en que el camino pasaba por una pequeña rambla halló lo que buscaba. Allí surgía un camino lateral, de tierra. Estaba cerrado por una cadena que colgaba entre dos pequeños postes situados a ambos lados del sendero. En el centro de la misma colgaba un cartel rojo y oxidado: «Wilcox», rezaba. Detuvo el coche algo más adelante, en el punto donde el paisaje comenzaba a cambiar y el suelo de las laderas se hacía terroso, entre marrón y gris. Allí abundaban las chumberas. Había un camino hacia la derecha con un cartel que decía: «Fuente de Columbares». Aquello provocó que se le ocurriera una idea. Abrió el maletero y sacó la garrafa de plástico que llevaba con agua para el radiador. La vació y volvió sobre sus propios pasos caminando despreocupadamente.
Tardó un rato en llegar al camino de Wilcox. Soplaba viento, pero la tarde no era mala del todo. No le costó vadear la cadena.