Más allá había una barrera pintada de rojo y blanco que impedía el paso de vehículos. Siguió caminando tras pasar junto a ella y comprobó que el valle se cerraba delante de él. De pronto, tras girar a la izquierda en un recodo del camino se dio de bruces con una garita. En su interior había un tipo que salió al instante.
– ¡No, no! -exclamó el vigilante con un extraño acento.
Era un negro inmenso, que vestía pantalones tejanos y una cazadora de cuero. Llevaba colgado un fusil como los que usaban los soldados americanos en Vietnam. Alsina sabía que era un M16. Era la primera vez que veía a alguien de color. Le llamó la atención cómo destacaban sus ojos, lo blanco de las conjuntivas, en una piel como aquella, casi violácea.
El guardia dijo algo por un walkitalki y le encañonó.
– ¡Agua! -dijo él, comenzando a asustarse, a la vez que levantaba la garrafa de plástico vacía-. ¡Agua para el coche!
El negro no parecía entender.
– ¡Forbidden! -exclamó.
Entonces apareció otro guardia que le apuntó desde lo alto de una ladera mientras se le acercaba sin dejar de encañonarle en ningún momento.
– ¡Agua! -repitió el policía.
El recién llegado era un hombre alto, musculoso y vestido como el otro, de manera informal, con pantalones vaqueros y una camisa de cuadros rojos y negros, como de leñador. Le recordó una de las películas favoritas del Régimen que de niño había visto no sabía cuántas veces: Siete novias para siete hermanos, una proclama que defendía la institución familiar, el matrimonio y las familias numerosas.
El recién llegado, rubio como el trigo, de ojos azules y con el pelo cortado a cepillo dijo:
– Prohibido el paso.
– ¿Hablas español?
– Un poquito -dijo el americano con un acento que hasta resultaba gracioso.
Entonces Alsina habló como los indios de las películas, mientras hacía gestos ridículos, muy exagerados, para hacerse entender:
– Yo agua, coche, bruuum, bruum, quema, agua, Fuente de Columbares, coche.
– Ah, car.
– Okay, okay -asintió Alsina recordando lo que había visto en las películas.
El rubio sonrió y dijo algo al negrazo, que bajó el arma. Después se le acercó y tomándole por el hombro le instó muy amable a que volviera por donde había venido. Al llegar a la carretera señaló hacia la izquierda indicándole que siguiera en aquella dirección y que luego torciera a la derecha:
– Columbares -dijo el rubio no sin cierto esfuerzo.
Cuando había caminado un rato, y tras perder de vista a los guardianes, suspiró aliviado. La treta de la garrafa le había salvado de una buena. Aquellos tipos no tenían pinta de andarse con chiquitas. ¿Qué hacían allí los americanos que requería tanta seguridad?
Volvió al coche y arrancó. Poco a poco fue dejando el puerto, un paraje solitario y hermoso. Apenas si contempló una pequeña granja con una nave de las que se dedican a cebar cerdos y algunos eucaliptos que parecían centenarios. Poco más. Un lugar tranquilo y casi desierto, en plena naturaleza y a un paso de la ciudad. Al fin arribó al otro lado de la montaña y se encontró en plena huerta. Preguntó a un paisano y supo que estaba en Beniaján, un pueblo junto a Murcia.
A las cinco de la tarde, Alsina entró en el Olimpia, quizá la cafetería más elegante de la ciudad. Situada frente al bar El 42, junto al periódico Línea, era un lugar con clase, el único establecimiento de la ciudad en que resultaba posible adquirir yogures, pues los hacían allí mismo. Un refinamiento que quedaba al alcance de pocos y que a veces recetaban los médicos.
– Hola, Julio, siéntate -invitó Ruiz Funes, que, como siempre, vestía un traje gris impecable-. ¿Qué quieres tomar?
– Un café solo.
Mientras le servían, el policía sacó su carpeta y colocó los impresos de los pedidos que había conseguido hasta el momento. Ruiz Funes les echó un vistazo vivamente impresionado.
– Vaya… Ya te advertí de que éste iba a ser un buen negocio.
– Sí, como siempre, debo reconocer que tenías razón.
– Me han llamado de la central. Tienes que hacer el curso de vendedor. Será en Barcelona.
– ¿Cuándo?
– La semana que viene.
– ¿Es imprescindible?
Ruiz Funes resopló como haciendo una concesión:
– Hombre, imprescindible, imprescindible, no. Pero no vendría mal que lo hicieras.
– ¿Puedo ir más adelante?
– Supongo que sí. Hablaré con ellos.
Quedaron en silencio por un instante.
– ¿Cómo vas con tus… chanchullos?
Alsina sonrió.
– Pues bien… Y, ahora que lo dices, tengo que pedirte un favor.
– ¿Otro? -repuso Joaquín sonriente.
– Ya, tienes razón -admitió Alsina. Sacó un Celtas de la cajetilla y ofreció-: ¿Quieres?
– ¡No, por Dios!
– Eres un sibarita.
– Y por mucho tiempo. El favor.
– Bueno, verás, he ido llegando a la conclusión de que todo gira en torno a la finca.
– Eso no es nuevo.
– Bueno, déjame seguir -pidió el detective alzando la mano para calmar a su amigo-. Hoy he entrado en ella.
– ¡Cómo! ¿Estás loco? ¿No sabes que te pueden pegar un tiro? Recuerda a los furtivos.
– Calma, calma. Aquello es inmenso, voy a volver.
– Lo dicho, de remate.
– El caso es que voy a necesitar un plano.
– ¿De la finca?
– De la finca.
Ruiz Funes bebió un pequeño trago de su copa de coñac, como valorando las posibilidades.
– Algo puede hacerse. Tengo un amigo en el Ministerio de Agricultura.
– Y otra cosa.
– ¿Sí?
– Se llevan un lío muy raro con unos terrenos al sur de la Cresta del Gallo, de ahí es de donde sacan los materiales para fabricar fertilizantes. Esta mañana me he medio colado…
– Loco…
– …y me han salido al paso dos mastodontes con aspecto de mercenarios. Llevaban fusiles de asalto, ya sabes, de uso militar.
Joaquín Ruiz Funes dio un respingo sobre su silla.
– ¿Cómo?
– Sí, M16.
– ¿M16? ¿Me hablas de tipos armados con fusiles M16 en Murcia? ¿En La Tercia?
– Sí.