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– Joder, eso es extraño.

– A lo mejor podías investigar a qué está dedicado ese terreno.

– No conozco a nadie en Industria, pero puede mirarse, sí. Costará tiempo -añadió mientras sacaba un pequeño bloc con tapas de piel-. ¿Cómo se llama la empresa?

– Wilcox.

– Wilcox.

– Tanta gente armada -comenzó Alsina- me da mala espina. Creo que hay algún loco suelto y me temo que sea uno de los americanos. Imagina, un asesino suelto en un país en el que puede tener total impunidad. ¿Sabes?, Robert, el tipo que se beneficiaba a Antonia, estaba casado, eso es definitivo, y recuerda lo que dijo la madre de la chica, que cuando su acompañante vio la foto famosa su amigo se quedó muy turbado.

– Ese tipo, ¿se llama?

– Richard. Es encargado de seguridad o algo así.

– Ya.

Ruiz Funes se pasó la mano por el pelo.

– Necesito que me hagas un favor -solicitó.

– Dime.

– Ahora, cuando vuelvas a la pensión, subes donde Práxedes, ¿sabes quién es?

– El loco de las palomas.

– Sí, ése, y le dices que mañana vaya a verme a mi casa.

– No entiendo.

– ¿Qué no entiendes?

– Pues el encargo. Ese hombre está loco. ¿Lo conoces?

– Me hace recados. Es un tipo de confianza, discreto.

– Pero es un excéntrico, ¿no? Vive ahí arriba, con esas palomas…

– Las vende a buen precio. ¿No sabes el dinero que mueve aquí ese asunto?

– ¿Qué asunto?

– Joder, Julito, estás en babia, hostias. ¡Los palomos deportivos! Práxedes entrena los mejores palomos de la región. Es un deporte muy seguido aquí.

– ¿Un deporte?

– Sí, se junta una panda de locos que han entrenado un macho para competir y al que pintan con sus colores respectivos; como las camisetas del fútbol, vamos. Sueltan una hembra y, ¡hala!, todos los palomos detrás. Por en medio de la huerta, en motos, en coches, en bicicletas, van siguiendo la carrera hasta que un macho gana. Armiñana me ha contado que es un deporte peligrosísimo, se dan unos trompazos tremendos, claro, imagínate, más de cincuenta tíos circulando por los carriles de la huerta a toda velocidad y mirando al cielo.

– Vaya.

– Sí, sí, saltan vallas, entran en fincas… Ten en cuenta que eso mueve mucho dinero, ¡mucho! Los domingos por la mañana se reúnen en la puerta del mercado de Verónicas a hacer compraventa. Soy inversor de Práxedes y me hace ganar un montón de dinero.

– Pero se dice que ese hombre en la guerra se despachó a gusto.

Ruiz Funes estalló en una carcajada. Parecía divertirse con aquello.

– Sí, sí -asintió-. Él se ríe mucho con aquello. Ése, el treinta y seis era un comunista convencido y le atizó dos hostias a la madre superiora de no sé qué convento, nada más. No se cargó a nadie, porque de ser así lo habrían fusilado al acabar la guerra, ¿comprendes? Es un buen hombre, algo ido, pero me cae bien.

La conversación quedó interrumpida por una voz grave y altanera que, a espaldas del detective, dijo:

– ¿Alsina?

Julio giró la cabeza y se encontró con un tipo alto, orondo, que vestía un elegante traje blanco con un abrigo marrón sobre los hombros y se tocaba con un inmenso sombrero panamá.

– Sí, soy yo.

– Buenas, soy don Raúl Consuegra y Salgado -se presentó el recién llegado tendiéndole la mano-. ¿Puedo sentarme?

Alsina se quedó de piedra.

– Sí, claro -musitó haciendo sitio a aquel cacique a la vez que contemplaba a Joaquín, que, con los ojos abiertos como platos, no podía disimular su sorpresa.

– Juanito, un Napoleón! -ordenó el recién llegado, que parecía cliente asiduo de aquel elegante café y era evidente que estaba acostumbrado a mandar y ser obedecido.

– He pensado que, dadas las circunstancias, debíamos conocernos -explicó.

– ¿Cómo? -acertó a decir el policía en excedencia.

– Sí, hombre. Ha estado usted haciendo averiguaciones por La Tercia sobre mi finca y, claro, me he dicho: «Pues voy a conocer yo a ese policía tan redicho que anda soliviantando a la gente». Así que aquí me tiene, para lo que usted crea menester.

Silencio.

Trajeron el coñac y don Raúl sacó un inmenso puro para acompañar la bebida. Mientras lo encendía, añadió:

– Bueno, ¿no va a preguntarme nada?

– Pues usted verá, don Raúl, así de buenas a primeras…

– A ver, a ver, vayamos por partes, somos gente civilizada y yo no tengo nada que ocultar, así que, ¿qué quiere? ¿Por qué me molesta?

– No era mi intención hacerlo.

– Hum…

– Mire, don Raúl, me acerqué por La Tercia investigando la muerte de una prostituta y la desaparición de una compañera suya que habían acudido a una fiesta en una finca del pueblo.

– ¿A mi finca?

– Usted perdone, pero hice preguntas y la única finca de recreo con enjundia para dar una fiesta con… chicas de alto nivel, la única propiedad en que se llevaban a cabo celebraciones con gente pudiente, era la suya. No digo que las dos jóvenes fueran a su finca, eso no.

– Pero lo insinúa.

– Tiene usted allí alojados a muchos americanos de postín, cobran buenos sueldos y están solos. Necesitarán chicas.

– ¿Es usted murciano? -preguntó entonces don Raúl, ladeando la cabeza mientras daba una profunda calada a su habano.

– No, no lo soy.

– Bien, pues con respecto a eso le contestaré con un refrán muy de aquí: «Que cada perrico se lama su pijico».

– ¿Cómo?

Ruiz Funes intervino:

– Don Raúl quiere decir que si los americanos quieren esparcimiento que se lo busquen ellos.

– Exacto, hijo. Por cierto, usted es Joaquín Ruiz Funes, ¿no?

– Sí, en efecto.

– Conocí a su tío de usted, Huberto.

– Sí, ya murió.

– Era invertido…

Alsina sintió que un escalofrío le recorría la espalda. ¿Era aquello una velada amenaza? Don Raúl tomó la palabra de nuevo:

– Mire, Alsina, me importa tres pares de pepinos si los americanos joden o no, ¿me entiende? No hice una guerra y luché en los negocios para acabar de mamporrero de nadie. Yo, a los americanos, les alquilo una buena casa en un lugar tranquilo y nada más. Esas putas no han estado nunca en mi finca y punto. Sé que en los últimos meses se ha producido una desgraciada concatenación de sucesos en el pueblo que, la verdad, no agradan a nadie, pero han sido eso, una serie de casualidades. Déjese de tonterías y vuelva a lo suyo, a su trabajo. Ahora vende usted televisores, ¿no?