En el otro bajo situado en el patio residían un viajante de comercio, un representante de los famosos tejanos Lois que nunca paraba en casa, don Diego, y su mujer, siempre reservada y un tanto estirada.
Había otras tres viviendas más en la planta baja, de alquileres más elevados porque no eran interiores, daban a la calle de Almenara, al exterior, y también al patio. Una estaba ocupada por dos hermanos, Blasa y Asdrúbal, ambos solteros, de rostro siempre colorado y rozando la cuarentena. Eran los únicos importadores de plátanos de aquella pequeña ciudad y tenían un almacén en una casa vacía que habían alquilado a tal efecto en la calle de San Luis Gonzaga, a un paso de allí.
Asdrúbal relataba aún que apenas unos años antes, cuando el hambre apretaba de veras, tenía que dormir en el almacén porque por las noches se lo asaltaban legiones de pordioseros.
El bajo del centro lo habitaba don Serafín, su esposa, Aurora, y media docena de niños gritones que hacían recordar con cariño a Herodes y que se pasaban las horas de siesta dando guerra en el patio o subiendo y bajando por las escaleras ruidosamente para molestar en la azotea a las palomas de don Práxedes o arrojar globos llenos de agua a los viandantes. Unos pequeños bastardos, Úrsula, una joven atractiva y que salía a trabajar al caer la tarde, ocupaba el bajo derecha. Decían que era puta, pero él sabía que no, que cuidaba a un viejo acaudalado de la calle de Trapería al que, ya de paso, se sospechaba hacía algún que otro «trabajito». Un buen empleo, sin demasiadas complicaciones y bien pagado. El abuelo tenía dinero a puñados, había luchado en la guerra, era camisa vieja, y en sus años como gobernador civil sus posesiones inmobiliarias habían crecido espectacularmente.
En el primero había tres viviendas, una grande, la del dueño del inmueble, don Prudencio, un comerciante del barrio de San Pedro que vivía con su mujer y su hija, una exaltada de la Sección Femenina. También había dos pequeños pisos a los que se llegaba por una especie de balconada; eran alojamientos interiores que daban solamente al patio. En esos dos pisos vivían un mecánico y su mujer, sin hijos, y dos ancianas solteras, las Berruezo, que malvivían de una pensión de guerra, pues los rojos les habían fusilado al padre, un guardia de asalto que, pensando que en Murcia había triunfado el Alzamiento, salió a la calle en la mañana del 18 de julio pistola en mano, dando vivas al Ejército y a José Antonio y cantando el Cara al Sol. Nadie se explica cómo, ni de dónde, había sacado aquel desgraciado información tan errónea, pero el caso es que fue reducido de un buen par de guantazos por un carpintero de la calle de San Antolín que decía ser anarquista, y luego, llevado por dos guardias civiles a la cárcel, de donde no salió con vida.
Ahora tenía una calle en una pedanía: Puente Tocinos. Era la calle de Braulio Berruezo, aunque el pueblo, siempre sabio, había terminado por denominarla la «calle el tonto'l pijo» en memoria a la estulticia del tipo que había dado nombre a dicha vía secundaria.
Sólo doña Salustiana, la dueña de la pensión, era propietaria de su piso, en el segundo, aparte de don Prudencio, el propietario del edificio. El resto de las viviendas eran arrendadas.
Con respecto a la pensión, se decía que la patrona se acostaba con algunos de sus huéspedes, los más jóvenes, a cambio de la manutención y el alojamiento, pero Alsina nunca había observado nada fuera de lo normal al respecto. No le parecía atractiva, la verdad. Además, podía pagar las mensualidades con comodidad y ella no debía de considerarle un hombre sexualmente activo, por lo que nunca se le había insinuado; al contrario, lo trataba con corrección, como si se preocupara de veras por él. Algo así como una tía o una pariente de más edad, casi una madre.
Después de dar las gracias a su patrona y despedirse de Inés, la criada de pocas luces que tenía la extraña habilidad de embarazarse y desembarazarse cada dos por tres sin que nadie supiera ni quién era el responsable de aquellas tropelías ni adónde iban a parar los retoños que concebía, se fue a su cuarto a dormir acompañado de su botella de Licor 43.
Miró al patio ladeando la persiana de madera verde por si veía a Clara, la lolita del edificio, pero no había nadie. Ni siquiera los pequeños hijos de puta de la carnada de don Serafín. Hacía frío y aquel era un día triste. Pensó en la suicida desconocida y sintió pena por ella. «¡Qué coño! -se dijo-; peor lo tengo yo, que sigo vivo.»
Por la mañana del día 26 se levantó a su hora y desayunó en el comedor con Rubén, un ciego que se ganaba la vida vendiendo el cupón, y don Damián, representante de mercería de fino bigote y poseedor de un único y siempre bien planchado traje de franela color beis. De camino a la comisaría pasó por su peluquería en la calle del Pilar.
– Buenos días -saludó Fernando, el barbero, que- ya le colocaba la silla a su altura. El aprendiz, Vicentico, afeitaba con esmero a don Cosme, el dueño de la Gestoría San Damián, sita en la plaza de San Julián, justo enfrente de la Droguería Sánchez. Era un hombre calvo, de imponente cabeza y poblado bigote.
– Estos tíos sí que tienen huevos -comentó ojeando el periódico.
– ¿Cómo? -preguntó Alsina a la vez que Fernando le daba jabón con una brocha.
– Sí, hombre, los astronautas. Vuelven a casa después de dar cuatro órbitas alrededor de la Luna…
– ¿Órbitas? -preguntó Vicentico.
– Vueltas, burro -contestó el barbero-. Vueltas alrededor de la Luna.
– Sí, cuatro, y cada vez que pasan por la cara oculta del satélite se pierde el contacto con ellos. ¡Qué huevos! Si algo sale mal en ese momento, ¡hala!, a tomar por culo y nunca más se supo. Dicen que el paisaje lunar es como un desierto lleno de cráteres -aclaró el gestor.
– Curioso -murmuró el policía cerrando los ojos.
– Lo dicho, un par de huevos -sentenció don Cosme-. Mañana vuelven. Eso me hubiera gustado ser a mí, ¡astronauta!
– Y a mí, ¿no te fastidia? -El comentario era de Fernando, el barbero, que de inmediato decantó la conversación hacia su tema favorito: el fútbol. Era madridista hasta la médula y resultaba obvio que quería reírse un rato de Alsina ahora que los de Concha Espina eran líderes, pero el policía no entró al trapo.
Después del afeitado, más relajado y en la calle, compró la prensa y se llegó a su despacho a tiempo de echarle un vistazo mientras tomaba la primera copa del día antes de que comenzara a llegar el público. Le dolía la cabeza.
Sacó la botella de Licor 43 del cajón y llenó el vaso hasta el borde. Echó un vistazo a la primera página, algo fastidiado por el asunto de los astronautas que, la verdad, le resultaba ya un poco cargante.
Sonó el teléfono.
Era el forense, Armiñana.
– Dime, Blas -contestó con desgana.
– Ya tengo los resultados de la autopsia. ¿Vas a venir?