– Sí, así es.
– Pues sepa usted que necesito un hombre de confianza, a ser posible con experiencia policial. Piénseselo bien. Se encargaría usted de la seguridad de la finca.
– Vaya, gracias, pero de momento seguiré con lo de los televisores.
– Me imaginaba que diría algo así. Ni que decir tiene -dijo levantándose- que no he de contarle lo de mi amistad personal con el Generalísimo, ¿verdad?
– Verdad.
– Pues hale, jóvenes, a divertirse. Me voy, que he quedado a cenar en el Rincón de Pepe y he de cambiarme.
– ¿Vuelve usted a El Colmenar? -preguntó Alsina.
El otro sonrió y antes de salir del café contestó:
– No, no, tengo un piso en Trapería, suelo residir en la capital entresemana. Buenas tardes.
Amenazas
Cuando don Raúl salió de la cafetería, Alsina y Joaquín se quedaron mirándose algo perplejos. No podían creer lo que les había sucedido:
– ¿Ha sido sensación mía o este tipo nos ha amenazado veladamente?
– No ha sido sólo sensación tuya. A mí también me lo parece.
– Eso que ha dicho de tu primo…
– Mi tío.
– Tu tío, sí. ¿Ese tipo sabe…?
– No, no creo. Nadie sabe en Murcia que soy homosexual -dijo Ruiz Funes bajando el tono de su voz-. O eso creía yo, claro. Insisto en que te vayas a Barcelona. Un cambio de aires te vendrá bien.
– No, ahora no. Bueno, me voy a la pensión; es tarde y quiero pensar.
– Acuérdate de enviarme a Práxedes.
– Descuida.
Salió tras estrechar la mano de su amigo. La sola idea de subir al pequeño ático del viejo le daba repelús, pero un encargo era un encargo.
Salió a la calle y se abrochó el abrigo. Hacía frío. Se cruzó con una vieja gitana que asaba castañas y pensó que, pese a su aspecto poco higiénico, tenían buena pinta y olían bien.
– Un cucurucho -pidió una voz a la vieja.
El detective miró a su lado y comprobó que se trataba de Guarinós, el jefe de la Político Social en Murcia.
– Hola, Alsina.
– Hola -contestó, pensando que menuda tarde llevaba. Ahora Guarinós, ¿qué más podía pasarle?
– ¿Cómo te va? -le dijo el recién llegado intentando hacerse el simpático.
– Bien, bien. Perdona, tengo prisa -trató de cortar echando a andar hacia San Pedro.
– Espera hombre, voy en tu misma dirección. Te acompaño.
Se puso nervioso ante la posibilidad de que aquella comadreja supiera hacia dónde podía dirigirse o, a lo peor, dónde vivía. De todos modos, aquella era una ciudad pequeña. Adolfo Guarinós era un tipo delgado, alto, con pelo castaño, abundante, y que lucía un poblado bigote. Sus ojos tenían la conjuntiva roja, poblada de pequeñas venillas inyectadas en sangre. Le daba grima. Había dirigido la Brigada Político Social en Guipúzcoa con mano de hierro y todo el mundo sabía que dejó tras él un reguero de dolor, torturas y muerte. Una triste celebridad.
– Parece que te va bien con lo de los televisores…
– Sí, sí, estoy muy ilusionado.
– ¿Has seguido con el asunto aquel?
– ¿Perdona? -dijo parándose en seco para simular que no sabía de qué le hablaba y hacerse el sorprendido.
– Sí, hombre, el de la puta aquella que se suicidó en Nochebuena.
– ¡Ah! -contestó riéndose como si aquello fuera una locura-. No, no. Al principio me dio que pensar porque tenía señales de esposas y parecía que le habían dado una buena somanta, pero es obvio que hacía trabajos especiales, numeritos fuertes. Me lo dijeron en el hotel Victoria.
Cruzó los dedos porque aquella mentira resultara convincente y Guarinós se diera por satisfecho.
– ¿Y llegaste a pensar que habíamos sido nosotros?
Continuaron caminando. Julio contestó con aplomo:
– Pues al principio sí, pero luego averigüé la verdad; se suicidó. Caso cerrado.
– Ya.
– Sí, yo a lo mío, a mis televisores. Sabes que no era un buen policía. Esto se me da bien, estoy contento con las ventas y apenas acabo de empezar.
Ahora fue Adolfo Guarinós quien se paró en seco. Alsina se giró para ver por qué.
– ¿Qué te ha dicho don Raúl?
– ¿Cómo?
– Mira, Alsina, no te hagas el tonto conmigo -conminó aquel tipo, cuyo rostro había pasado de la sonrisa franca y abierta a mostrar unos ojos gélidos, inmisericordes, que lo miraban con dureza.
– No sé de qué me estás hablando.
– Sí, Raúl Consuegra se ha entrevistado contigo en el Olimpia. Lo sé. Hace apenas unos minutos.
– No, hombre, no. Lo que ocurre es que cuando pasé por La Tercia tuve la suerte de conocerle fugazmente. Ha pasado por la cafetería, me ha reconocido y se ha sentado con nosotros. Ya está. Es un hombre amable, sólo eso. Hemos hablado de fútbol, yo soy del Atleti y él del Madrid, lo típico.
Guarinós se le quedó mirando con la cabeza ladeada y las manos en los bolsillos. Chasqueó los labios. Parecía estar valorando la veracidad de lo que le decía Julio. Al cabo, se ajustó el nudo de la corbata y sentenció:
– Te estás metiendo en un lío, Alsina. No te pases de listo. ¿Qué has averiguado?
– Nada, ya te he dicho que no hay nada que averiguar.
– Sabemos que has hecho indagaciones por La Tercia. Dime, ¿qué se cuece en la finca? Te conviene hablar, te saldrá rentable, el comisario, don Jerónimo, y el gobernador te lo agradecerán.
Eso era.
Estaban a oscuras. Alsina comprendió que aquellos tipos querían averiguar lo que estaba pasando tanto como él. Era obvio que se había visto metido entre dos fuegos, entre dos facciones del Régimen que estaban jugando a algo que él ni intuía. Guarinós y su gente habían torturado y asesinado a Ivonne, pero ésta no debía de haberles dado ninguna información.
Decidió seguir fingiendo:
– Mira, Adolfo, sabes que no soy lo que se dice precisamente un héroe. No me gusta correr riesgos, bastante llevo ya pasado en esta vida. Lo más que llegué a averiguar era que la gente del pueblo se había alarmado por unas desapariciones. Ya está. Esa finca es inexpugnable. Si vosotros no sabéis nada, figúrate yo, un don nadie. Hace tiempo que dejó de interesarme el tema, lo juro.
El otro quedó quieto, mirando a su interlocutor como si pudiera leerle el alma, como valorando si lo que decía era o no la verdad. Alsina pensó que aquel hombre le olía el miedo.