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– Si me entero de algo por ahí, te lo digo, en serio. Tendré los ojos abiertos -mintió de nuevo-. Paso por la zona a menudo para ir al Mar Menor.

Entonces sintió su aliento. Se le había acercado mucho, demasiado, para espetar:

– Mantenme informado o eres hombre muerto, ya me conoces.

Ni siquiera pudo contestar a aquella amenaza, pues antes de que pudiera darse cuenta aquel maníaco se había ido.

Se pasó la mano por el pelo y se aflojó el nudo de la corbata. Adolfo Guarinós era un sádico, un mal bicho que, en condiciones normales, en una sociedad sana, habría acabado en la cárcel por asesinar, torturar o descuartizar a la vecina, a su párroco o al cartero, pero en un Régimen como aquel, un tipo como él podía ser útil. Un torturador. Disfrutaba haciendo daño a los demás, y encima le pagaban. De locos. Recordó las cosas que se decían sobre él en comisaría. Era vox pópuli que había provocado la muerte a una joven vasca a la que había torturado brutalmente con sus secuaces. No contentos con hacerle cortes en el cuerpo y los glúteos, le habían aplicado descargas eléctricas, «la picana» y «la bañera». Cuando vieron que se les iba la abandonaron en la puerta de la Casa de Socorro. Murió tres días después a causa de una fuerte hermorragia interna provocada por las lesiones que había sufrido en sus órganos vitales. Era un salvaje, la peor expresión de la especie humana. Guarinós se jactaba de cosas como aquella. Era un mal nacido, un bestia. Era exactamente lo que Alsina más temía en aquel momento.

Continuó andando a paso vivo, pues ya había oscurecido y las calles estaban desiertas. Cuando encaraba la calle de Almenara, y antes de meterse en el portal, vio venir a Rosa Gil por la esquina de San Luis Gonzaga. La esperó. Advirtió que ella se quitaba las gafas con disimulo al verle.

– Tienes mala cara -comentó la joven por todo saludo-. Ni que hubieras visto un fantasma…

– Peor. Últimamente, amenazarme se ha convertido en el pasatiempo favorito de los españoles -respondió mientras la tomaba por el brazo para entrar en el edificio-. No sabes lo que me alegro de verte. Vamos.

Quedaron semiocultos en la penumbra del inmenso portal, pues la solitaria bombilla que debía iluminarlo se había vuelto a fundir. Le explicó lo de Guarinós, así como su entrevista con don Raúl y la sugerencia de Ruiz Funes de que cambiara de aires.

– La semana que viene tengo que ir a Barcelona a una reunión de coordinadoras. El miércoles y el jueves -apuntó Rosa sonriendo.

– Vaya -murmuró él pensativo-. Menuda casualidad. Igual podríamos hacer algo de turismo. Pero no quiero huir de esto como una comadreja. No, eso ya no lo pienso hacer.

– Vete, no seas tonto. Corres peligro, y una semana en Barcelona te vendrá bien para ordenar tus ideas. Tendré las tardes libres e iré a verte.

– No me apetece escapar.

– No lo enfoques así, piensa en tu nuevo trabajo. Te vendrá bien aprender, venderás más.

– Visto así…

– Tengo miedo por ti, Julio. ¿Qué sacas con este asunto? Olvídalo todo y céntrate en tu nuevo trabajo. Te puede ir muy bien.

No se atrevió a confesarle que temía volver a sumirse en aquella maldita nebulosa en la que vegetó durante años si dejaba aquel caso que le había hecho resucitar, recuperar su autoestima y olvidar el Licor 43.

– Sí, debo irme -se oyó decir a sí mismo-. Una semana, sólo eso. La mera idea de que ese sádico esté tras de mí me da pavor. Debo relajarme y pensar. Además, si tú vas a Barcelona no estaré solo.

Entonces escucharon pasos. Alguien se acercaba desde el patio, y se escondieron bajo la inmensa escalera, en la penumbra. Clarita llegó desde el patio y se situó fuera de las miradas que podían venir de las ventanas, amparada en la semioscuridad del portal.

Más pasos. Una voz masculina:

– ¿Qué quieres ahora? ¡Te he dicho mil veces que no me llames a casa! Mi mujer podía haberte visto. Estábamos cenando.

– Serafín -dijo la joven, apenas una cría-, tienes que decírselo.

Hubo un suspiro de desesperación.

– Dame tiempo, Clara, dame tiempo -pidió él.

– Tiempo, ¿para qué? No te faltó tiempo para bajarme las bragas y desvirgarme a la primera de cambio.

– Perdona rica, pero tú no eras virgen cuando yo te conocí.

Una bofetada sonó en la oscuridad. Alsina notó el aliento de Rosa cerca, muy cerca, sus senos se apretaban contra su pecho, duros, y respiraba rítmicamente, de manera entrecortada.

– ¡No sabes lo que estás haciendo! -dijo la joven-. Puedo hundirte Serafín. ¡Puedo hundirte!

Pasos a la carrera. Clarita se había ido. Julio se asomó con cuidado y vio a su vecino con las manos en jarras y mirando al suelo, solo. Pensó que aquella joven no hablaba como la niña de dieciséis años que debía de ser. Don Serafín se pasó la mano por la nuca y resopló agobiado. Parecía pensar en su difícil situación.

Se fue caminando lentamente, mientras el detective atraía a Rosa por la cintura y la besaba. Ella no se resistió, más bien al contrario, rodeó el cuello de Julio con sus brazos y cerró los ojos, abandonándose. Poco a poco, él bajó las manos hasta que apretó sus nalgas. Estrechó a la chica contra sí y sintió que se estremecía.

– Julio… -murmuró ella.

Siguieron besándose durante minutos, en los que él le mordió los labios y ella respondió haciendo otro tanto. Rosa Gil jadeaba.

Hasta que ella se separó de pronto, empujando el pecho de Alsina con las manos. Lentamente se fue apartando de él.

– Debo irme. Esto es una locura.

Se despidió con un beso corriendo escaleras arriba.

Julio se ajustó bien la corbata y, asido al pasamanos, miró al fondo, hacia el bajo en que vivían Clara y su madre, doña Tomasa.

– Menudo lío -masculló entre dientes, aliviado al comprobar que había gente con problemas más graves que los suyos.

En cuanto llegó a la pensión, pidió permiso a doña Salustiana para hacer una llamada. Le contó a Joaquín lo de Guarinós y decidieron que debía cambiar de aires. Una semana en Barcelona no le sentaría nada mal. No le dijo que esperaba ver a Rosa

Gil en la capital catalana.

Aquella noche volvió a tener sueños eróticos. No durmió bien, pues en su mente había anidado una extraña mezcla de sensaciones: el miedo a Guarinós, las amenazas de don Raúl, lo insólito de su situación con Rosa Gil, sus abrazos con ella bajo la escalera, la promesa de un encuentro en Barcelona y los turbios sucesos que investigaba. Todas aquellas emociones que se agolpaban en su cerebro lo confundían y le impelían, en cierta medida, a sentir la necesidad de salir huyendo de allí. Total, ¿quién se lo impedía?

Despertó muy temprano con un horrible dolor de cabeza e hizo un esfuerzo para levantarse, pues tenía cosas que hacer. Desayunó con el ciego, Rubén, que no parecía muy comunicativo ante los comentarios irónicos que hacía Inés entre sus idas y venidas de la cocina, y se dispuso a ir a ver a Práxedes, el loco de las palomas.