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Subió hacia la terraza, no sin cierta aprensión, y salió al exterior. Comprobó que la mañana era muy soleada, de modo que al menos no tendría que sufrir aquella humedad que tan poco le agradaba. Al fondo de la azotea, de suelo enlosado de color amarillo, había una especie de pequeña vivienda con un sucio y desvencijado tejado gris. La puerta era apenas una mosquitera con un marco de madera de mala calidad, así que golpeó en el lateral de la misma como pudo.

– ¿Quién es? -dijo una voz que sonaba como salida de las profundidades de la tierra.

– Un huésped de doña Salustiana, me manda Ruiz Funes. Soy amigo de Joaquín. Le traigo un recado de su parte.

Silencio.

Se escuchó entonces el quejido de un somier, el chasquido de unas viejas rodillas y un suspiro de esfuerzo. Aquel hombre se había levantado y el sonido de sus pies que se arrastraban indicaba que iba hacia Alsina.

La puerta se abrió y apareció Práxedes, un tipo anciano, canoso y con una sola ceja muy negra que surcaba su frente como dándole aspecto de estar siempre enfadado. Lucía una barba larga y descuidada que le daba un aire inquietante, como de forajido o quizá de salvaje náufrago.

– ¿Qué tripa se le ha roto a ese señorito de Ruiz Funes?

Julio echó un vistazo al cuarto, que aparecía sucio y desordenado: un catre, una mesa con botellas de vino vacías y muchos transistores destripados, profanados y tirados aquí y allá por aquel individuo, que al parecer se distraía intentando arreglarlos. Algunos tenían pilotos rojos encendidos y otros emitían algo así como un quejido. Al fondo se escuchaba Radio Nacional de España. Un locutor, de voz similar a la del sempiterno Matías Prats, decía que los rusos habían conseguido que dos naves, la Soyuz 4 y la 5, establecieran contacto en pleno espacio.

Una malla metálica separaba apenas aquella estancia del palomar en el que pululaban, ruidosas, las palomas. Alsina pensó que no le gustaban las aves, y menos aún aquellas, las sucias palomas que molestaban a la gente en los jardines buscando migas de pan. Quizá era un pesimista.

– Joaquín me ha pedido que le diga que vaya a verle -dijo a modo de presentación-. Soy Alsina.

El otro soltó un eructo por toda respuesta. El policía percibió una insoportable vaharada a ajo. Sintió ganas de vomitar. -La cena de anoche -aclaró Práxedes.

– Bueno, ya sabe, vaya a verle.

Salió de allí a toda prisa. Pensó en que su amigo Joaquín era una auténtica caja de sorpresas. ¿Qué podía tener en común con aquel tipejo? ¿Qué quería encargarle? Bajó las escaleras a paso vivo, diciéndose que, a fin de cuentas, no era asunto suyo.

Los ángeles blancos

Se puso al volante y se encaminó hacia La Tercia. Había decidido esfumarse durante unos días, poner tierra de por medio, y por eso pensó tomarse un día libre y realizar una gestión que tenía pendiente. Era una idea que bullía en su mente y no le dejaba en paz, así que decidió que lo mejor era salir de dudas y llevarla a cabo. El trayecto se le hizo relativamente corto, se había acostumbrado ya al camino y conocía las curvas más cerradas, los mejores tramos para adelantar y los puntos de mayor peligro en los que conducir con precaución. Podría recorrer aquel camino con los ojos cerrados. Cuando llegó al Teleclub, situado en la calle principal, eran cerca de las diez y media. Entró y pidió un café con leche. Observó que el camarero le miraba con suspicacia. No se atrevía a preguntar por él, pero en ese momento lo vio pasar por delante de la puerta del bar. Pagó y salió a toda prisa.

– Oye, oye -requirió al joven que jugaba con una cuerda atada a una lata.

– Hola, amigo -contestó el tonto del pueblo, que detuvo su marcha y tomó asiento en la acera.

– Me llamo Alsina, ¿y tú?

– Alfonsito.

– Hola, Alfonsito.

– Hola. Tú eres el policía, ¿no?

– Sí -asintió tomando asiento junto al pobre tonto en el bordillo.

– Está aquí por lo de los ángeles blancos, ¿verdad?

– Verdad.

– Se llevan a la gente. Son malos.

– Sí, lo sé.

Quedaron en silencio mientras que el tonto jugaba con su lata y Julio pensaba en cómo enfocar la cuestión.

– Alfonsito…

– ¿sí?

– Los ángeles…, ¿tú los has visto?

– Claro.

– Son blancos.

– Sí.

– ¿Tú los has visto bien? A ti no te llevaron.

– Sí, es verdad, se llevan a la gente que los ve.

– ¿A Pepe «el Bizco» y al Sebastián?

– Claro.

– Y a Paco Quirós y a su novia.

– También.

– Pero a ti no.

– A mí no.

– ¿Por qué?

– Porque soy muy listo.

– Ya, claro; ¿y cómo haces para que a ti no te lleven?

– Pues muy fácil, cuando se nota que van a venir, me escondo.

– Y eso, ¿cómo se sabe? ¿Cómo sabes cuándo van a venir para llevarse a la gente?

– Los oigo y veo resplandores, y entonces me tiro al suelo y me escondo donde puedo. Ellos estaban allí, en el coche. Se zarandeaba -explicó, y a Alsina le pareció que hablaba de la desaparición de Quirós y la novia. El tonto puso un tono de voz femenino, con falsete, imitando a la joven desaparecida-: «Ay, Paco, ay, sigue, sigue, que me matas, ay qué gusto, Paco, ¡qué gusto!». Entonces, señor, vi los resplandores y me escondí. Llegaron los ángeles blancos y ellos salieron del coche medio desnudos, los ángeles los vieron y se los llevaron, claro.

– ¿Cómo son?

– Blancos y grandes, muy grandes. Un poco gordos. Fuertes. Hablan muy raro. Como si se taparan la nariz. Un idioma extraño. Les sale luz de la cabeza, como una corona, ¿sabe?

Aquel pobre desgraciado sacó una imagen de un santo que llevaba en el bolsillo de su sucia y grasienta chaqueta. Alsina no supo identificar al prohombre de la Iglesia en cuestión, pero alrededor de su cabeza había una corona iluminada que irradiaba rayos de luz.

– ¿Cuántas veces los has visto?

– Muchas.

– ¿Dónde?

– En la finca. Pero ya no voy más por allí, no. Tengo miedo.

– Ya. Y se llevan a la gente.

– A los que hacen cosas malas, sí.

El policía le dio diez pesetas y dijo:

– Toma, hijo, te lo has ganado.

Se fue caminado hacia el coche y sacó las llaves. No sabía qué pensar. Aquel pueblo era extraño, allí parecía haberse detenido el tiempo, como en una pesadilla. En aquel lugar desaparecían las putas, los cazadores y las parejas, coche incluido. De locos. ¿Qué mierda era aquello de los «ángeles blancos»? Pensó en la famosa frase: los borrachos y los niños siempre dicen la verdad. Y los tontos, se dijo. Aquel tipo, el Alfonsito, parecía muy seguro de lo que decía, pero, ¿qué o quiénes eran aquellos ángeles que, según él, se llevaban a la gente? Estuvo dándole vueltas al tema, pero no le hallaba una explicación lógica. Todo aquello formaba parte de un inmenso rompecabezas que él se había propuesto desentrañar. ¿Qué podían tener en común todos aquellos extraños sucesos? ¿Cuál era la explicación lógica al enigma? ¿Quién hacía desaparecer a la gente? ¿Quién provocaba aquellos incidentes, como la muerte de Antonia García?