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Observó que se había quedado traspuesto, como ido, con la llave metida en la cerradura del coche.

– ¿Alsina? -oyó que decía una voz detrás de él.

Se volvió y vio a dos tipos inmensos, rubios y de ojos azules. Uno lo señaló e hizo un gesto inequívoco, indicando que le acompañara. En el centro de la calle había parado un coche, un Cadillac negro en marcha conducido por un tercer tipo. Los siguió mansamente y antes de que pudiera darse cuenta iba sentado en el asiento posterior con un mastodonte a cada lado. El vehículo tomó de inmediato la carretera de Sucina y se detuvo ante una casa solariega, pintada de granate y con un bello torreón. La casa de míster Thomas. Bajó del Cadillac siguiendo a sus captores y tras atravesar un hermoso patio de reminiscencias árabes con una fuente y macetas de geranios que colgaban de las paredes, se vio en un amplio salón decorado con trofeos de caza.

– Vaya, me había hecho a la idea de que sería usted más bajo.

Era la voz de míster Thomas, un tipo de estatura mediana, rostro pecoso pese a la edad y pelo blanco. Su piel tenía un cierto tono rojizo debido al sol de aquellos parajes.

– Los españoles, en general, son muy bajitos -añadió-. Ya sabe usted, por la mala nutrición.

– Siento decepcionarle, señor…

– Smith, Thomas Smith. Pero aquí todos me llaman míster Thomas.

– Julio Alsina -dijo el policía estrechando la mano de su anfitrión.

– Tome asiento. ¿Quiere un coñac?

– No bebo.

– ¿Un café?

– Mejor.

El norteamericano hizo sonar una campanilla que tenía en una mesita, junto a su butaca favorita, y apareció una criada vestida de uniforme, con cofia y delantal.

Míster Thomas pidió café para los dos.

– ¿Fuma? -dijo ofreciendo un Marlboro.

– Claro que sí -aceptó Alsina, que no quería perder una ocasión como aquella de fumarse un auténtico cigarrillo americano.

Después de dar fuego a su invitado, míster Thomas dijo a la vez que encendía su pitillo:

– Ha estado usted haciendo preguntas por aquí.

– No, ya no. Estoy en excedencia. Ahora me dedico a vender televisores.

– No me tome el pelo, podría ser su padre y, como dicen ustedes en su idioma, he toreado en plazas peores.

– ¿Peores aún que este lugar?

– Sí, hijo sí, Checoslovaquia, Cuba y el Sudeste Asiático.

– Cualquiera diría que es usted un espía.

El americano lo fulminó con la mirada.

– Vine aquí a descansar invitado por mi buen amigo Raúl. Me agradó el clima y me quedé a vivir. No me quedan muchos años y quiero ser feliz. Aquí tengo todo lo que necesito.

– Y si está usted retirado, ¿por qué trajo a los de Wilcox?

– Estaban buscando un lugar como éste y yo les hice saber que lo había encontrado, por casualidad, claro, pero les vino muy bien.

– ¿Va usted mucho por La Casa?

– Sí, a menudo. Cuando uno vive en el extranjero, resulta agradable charlar y relacionarse con compatriotas.

– ¿Y a casa de don Raúl?

– También, mucho, somos íntimos amigos. Pero ¿ve cómo sigue usted haciendo preguntas?

– Supongo que es deformación profesional.

La sirvienta entró en la habitación con una bandeja y míster Thomas hizo los honores.

– ¿Cómo lo quiere?

– Con leche, por favor, y dos terrones.

La criada salió dejándolos de nuevo a solas.

– ¿Qué ha averiguado usted? -inquirió de pronto el americano.

Alsina probó el café y le supo a gloria.

– Es excelente.

– Gracias.

– Pues contestando a su pregunta, le diré que poca cosa. Creo que a Antonia no la mató Honorato Honrubia, aunque eso ya no le importa a nadie. Creo que los dos furtivos están muertos y la pareja que hacía el amor en el mil quinientos, también. Quizá por merodear por los alrededores de la finca. Hay quien habla en el pueblo de apariciones, pero yo he visto hombres armados, quizá ésa sea la respuesta.

– ¿Cree que la gente de Wilcox anda por ahí cazando lugareños? ¡No sea ridículo! No se sabe usted la misa… ¿Se dice así?

– No; se dice: «No sabe usted de la misa la media».

– Pues eso. Wilcox tiene inversiones en medio mundo. De todo tipo: desde juguetes, chupetes y utensilios para bebés, hasta armas, fertilizantes y petróleo. Una compañía así suele ser discreta, no se equivoque.

– También sé que dos prostitutas que vinieron a hacer un servicio a la finca están muertas. Una se suicidó, y la otra, ha desaparecido.

– Eso no es estar muerta.

– Yo sospecho que sí.

– Ya. Por lo que me cuenta, sospecha que todos los incidentes guardan relación.

– Sí, la finca El Colmenar, La Casa de los americanos o quizá esa explotación que tienen los de Wilcox en la cara sur de la Cresta del Gallo.

Advirtió que su interlocutor daba un respingo en la butaca. Había dado en el blanco.

– ¿Y los fantasmas? -dijo míster Thomas cambiando hábilmente de tema. El policía reparó en ello-. Me dicen que hace un rato se ha entrevistado con ese tonto…

– El Alfonsito.

– Ése.

– Habla de ángeles blancos, de apariciones, y el cura hizo una procesión de rogativa. La gente tiene miedo.

– ¿No le merece a usted crédito esa versión? Me refiero a lo sobrenatural, claro.

– ¿Le interesaría a usted que así fuera?

El odio se reflejó de nuevo en los ojos del anfitrión.

– La verdad, me da igual una cosa que otra.

– Los tontos siempre dicen la verdad.

– No debería usted hacer caso a lo que dice un pobre imbécil. Ese chico nació subnormal a causa de una paliza que le dio su padre a su madre durante el embarazo el día en que supo que quien la había preñado era mi buen amigo Raúl.

– Vaya…