Por primera vez en su vida dejó que el odio hacia su esposa creciera en su interior, culpándola por el daño que le había causado, por cómo lo había engañado con unos y otros y por la manera en que le había abandonado. Pensó en que cuando un ser humano sufre una situación como aquella ve degradarse su autoestima hasta tal punto que termina por culparse de todo. Ella era la culpable, era la arpía y le había hecho un desgraciado. Sí. ¿Y por qué no podían él y Rosa hacer lo mismo que Adela y el Sobrao? ¿Por qué no podían empezar una nueva vida lejos de allí?
Pues muy fáciclass="underline" no podían, sencillamente, porque ella era de la Sección Femenina y porque dar un paso así supondría una muerte en vida. Perdería el trabajo, la familia y sus relaciones sociales. Él sabía lo que era morir así y había resucitado.
¿Y si se iban al extranjero? A Francia quizá. Allí nadie preguntaba quién estaba casado con quién, simplemente no les importaba. Eran gente moderna, alejada del yugo de la Iglesia, gente que vivía y dejaba vivir. Sí, era un buen lugar donde comenzar de nuevo, trabajar, prosperar y vivir, Pero ella no lo dejaría todo por él.
¿Qué hacía pensando así? Ya no veía a Rosa Gil como al principio y no podría volver a hacerlo. Reparó en que necesitaba distraerse y olvidar todo aquello, así que se fue al salón a ver la televisión con los demás huéspedes, pues los jueves programaban Un millón para el mejor.
El viernes por la mañana aprovechó para hacer algunas compras por Murcia. Cosas que necesitaba para el viaje: pasta dentífrica, ropa interior y un pijama nuevo. Su mente iba y venía al caso. ¿Extraterrestres? Era lo único que faltaba para que aquello alcanzara un nivel de complejidad que llegaba a lo irresoluble. El Alfonsito hablaba de ángeles blancos y parecía convencido, y un periodista creía que había ovnis en La Tercia y las personas desaparecían de dos en dos. De locos. Los del búnker, encabezados por el maldito Guarinós, le seguían los pasos, y míster Thomas y don Raúl le habían dado un muy preocupante toque de atención. Lo lógico era olvidar el asunto, al menos de momento.
Aprovechó un hueco entre sus compras y se entrevistó con el encargado de La Alegría de la Huerta, los grandes almacenes de referencia en la ciudad. No atacó al cliente con demasiada convicción, un tipo con traje marrón, brillantina y fino bigote que parecía más atento al culo de su secretaria que a lo que él le comentaba sobre los televisores ITT.
Para su sorpresa, cuando terminó su alocución, el otro dijo:
– Quiero veinte.
En principio pensó que se refería a transistores, pero muy pronto entendió que aquel tipo quería ¡veinte televisores!
Expidió el pedido lo más rápidamente que pudo y salió de allí a toda prisa para encontrarse con Ruiz Funes en la plaza de las Flores. Cuando llegó al bar La Tapa, se encontró con que su amigo ya le esperaba. Ruiz Funes se reía de los titulares de la prensa, que una vez más afirmaban que era posible que en 1970 se firmara el acuerdo entre el Mercado Común y España. Una noticia que desde hacía más de diez años se daba aproximadamente cada ocho o diez días.
Pidieron dos cañas con sendas ensaladillas y Alsina sintió que su seguridad en sí mismo crecía al sentir el amargo sabor de la cerveza sin experimentar aquella ansia que lo llevaba al alcoholismo y que le había mantenido en coma durante años.
– Quería verte por un asunto.
– Le di tu recado a Práxedes. ¡Menudo tipo!
– Sí, vino a verme; es peculiar, pero me hace bien los recados. Mañana, sábado, te invito a comer, he decidido reunir a unos amigos en casa para despedirte.
– Sólo me voy una semana.
– Te vendrá bien conocer gente agradable.
– No te digo que no, porque llevo unos días terribles. Ayer me pasé por La Tercia.
– ¿Y?
Julio le contó lo de míster Thomas, las alusiones del Alfonsito a aquellos siniestros ángeles blancos y la rocambolesca entrada en escena del ufólogo, Dionisio Cercedilla.
Joaquín Ruiz Funes optó por reírse.
– Pues no le veo la gracia, la verdad -gruñó el policía.
– ¿Que no? ¡Si esto es el acabose! Marcianos, procesiones, un asesinato, dos furtivos que desaparecen, un tío que roba un coche de su taller para echar un polvo con la novia y no vuelven ni él ni ella… por no hablar de lo de las dos fulanas esas del hotel Victoria.
– Ivonne y Veronique. Esta mañana he llamado a Herminio Pascual, de Madrid, que me buscó los antecedentes de Ivonne. No hay gran cosa. Varias detenciones por prostitución silenciadas por amigos importantes, sólo eso. Pienso pasarme a ver a sus padres, en Barcelona. A darles la noticia.
– Es evidente que te has metido en un buen lío, Julio. Guarinós y los de la Político Social están a oscuras. Me temo que por eso detuvieran a la puta y por eso la torturaron. No tiene pinta de que sacaran nada en claro.
– Eso me pareció a mí también.
– Ese don Raúl, el amigo de los americanos, está bien relacionado con la Obra y con los sectores católicos del movimiento. Creo que los del búnker desean meterle mano y no saben cómo. Debes tener cuidado.
– Si quieres que te sea sincero, comienzo a plantearme la posibilidad de dejar correr el asunto.
– Harías bien, pero ¿no te pica la curiosidad?
– Pues eso es, que sí. Pero creo que temo más a Guarinós.
– Sí, es un loco, un sádico -murmuró; luego hizo una pausa y ladeando la cabeza dijo en voz alta a la vez que se carcajeaba-: ¡Marcianos! ¿No te jode?
Decidieron pasarse por la calle de las Mulas, y allí, en Pepico del Tío Ginés saludaron al dueño, el propio Pepico, sentado en una silla de mimbre a la puerta de su establecimiento. Pudieron picotear a su antojo degustando los pequeños bocadillos de atún y mahonesa o de bonito que tan famosos se habían hecho y que llamaban blayers. Eran las dos y media cuando Alsina se fue a echar la siesta a la pensión.
La comida
El sábado, el detective llegó a casa de Ruiz Funes a eso de las dos y cuarto. Ya habían llegado varios invitados que departían en el amplio salón de Joaquín, quien, junto a Blas Armiñana, recibía a los recién llegados con una copa en la mano, un Martini Bianco. Alsina se fijó en que los dos hombres se daban la mano como una pareja.
– Cierra la boca -dijo Joaquín con gracia-. Te va a entrar una mosca.
– ¿Vosotros… vosotros sois novios? -preguntó señalándoles con el dedo y con una cara de sorpresa que casi resultaba cómica.
El forense sonrió y asintió: