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– Sí, claro, hijo mío. Ahora ya lo sabes. ¿Te sorprende?

Julio se quedó quieto, como haciendo memoria:

– Pues, la verdad, ahora que lo dices, no. Me alegro por vosotros, de veras.

– Llevamos diez años juntos -explicó Ruiz Funes-. Diez años de felicidad, pero no quisiera ponerme cursi. Ven, te presentaré a mis invitados. Y por cierto, cierra la boca, te digo.

Acompañó al anfitrión y pudo conocer a un juez, Román Senillosa, al poeta Arturo Díaz y a su esposa y a un cura rojo que se hacía llamar Ernesto y tenía una parroquia en un barrio marginal de Cartagena. No se sorprendió al hallar allí a Guillermo Yesqueros, el jefe de Homicidios, que tenía fama de ser adepto al Régimen, aunque no simpatizaba con el gobernador civil o el comisario, los del búnker.

La mesa había sido dispuesta primorosamente por la doméstica de Ruiz Funes, aquella mujerona que en esta ocasión se hacía acompañar por una joven de su pueblo, ambas vestidas de criada, a lo clásico. Había tarjetas personalizadas que indicaban dónde debía sentarse cada invitado, lo que a Alsina le pareció algo sofisticado y moderno. En el tocadiscos, al fondo, sonaba un cuarteto de cuerda que interpretaba a Mozart. Había velas encendidas aquí y allá y olía a incienso.

Sonó el timbre y la asistenta fue a abrir. Joaquín y Blas Armiñana se dispusieron a recibir al recién llegado, cuyos pasos sonaban ya en el pasillo. Julio miró hacia allí movido por la curiosidad y le sorprendió ver a Rosa Gil haciendo su entrada en el salón. Estaba guapísima. Llevaba un abrigo negro que se quitó con cierta elegancia para dejar al descubierto un vestido del mismo color, sencillo pero muy acertado para la ocasión. No llevaba puestas las gafas, se había maquillado y calzaba zapatos de tacón.

Ruiz Funes y Armiñana miraron como dos niños traviesos a Alsina, y entonces éste comprobó que junto a su etiqueta en la mesa había otra que decía: Rosa.

Ayudó a la joven a tomar asiento a la vez que los anfitriones hacían las presentaciones de rigor.

Aquella fue, para todos, una reunión agradable en la que departir con libertad con gente de ideas abiertas. Curiosamente, Rosa no desentonó en aquel ambiente algo elitista, sofisticado y de abierta oposición al Régimen para el cual ella trabajaba. También era cierto que aquellos contertulios no eran exactamente unos radicales; hacían críticas inteligentes y salpicadas de sentido del humor.

No dudaban en reconocer las cosas que salían bien, como el milagro económico, pero se mostraban muy críticos con otras carencias de aquella sociedad, como la falta de libertades, la hipocresía y la ausencia de elecciones libres o partidos políticos. Intentó clasificar ideológicamente a los presentes en función de las cosas que decían: el juez, Senillosa, bien podía ser socialista; el cura era un comunista convencido; el poeta, Arturo Díaz, parecía monárquico, y su esposa, probablemente fuera anarquista por cómo hablaba de Bakunin. Guillermo Yesqueros, el jefe de la Brigada de Homicidios, era más moderado. No supo dónde encuadrar a su amigo Joaquín, que, como siempre, nadaba con habilidad entre aguas, mientras que Blas Armiñana se definió a sí mismo como un bon vivant. Todos pensaban de manera diferente, pero tenían algo en común, un nexo que los unía, y era una voluntad de cambio inequívoca, una indudable ansia de libertad que la mayor parte de la población, acomodada, feliz con su seiscientos, su televisor y sus excursiones de domingueros, no sentían. Estaban abotargados. Exactamente como había estado él durante años. Hablaron de las noticias, las pocas que les llegaban. Al parecer, la prensa decía que se había suspendido la actividad académica en Barcelona porque el rector y un grupo de profesores fueron acorralados por un grupo de alumnos (probablemente comunistas) en el despacho rectoral.

– Mal asunto -sentenció el forense, Armiñana-. Eso no nos traerá nada bueno.

Los periódicos no aclaraban nada más, aunque todos sabían cómo se las gastaba el Régimen con aquellas actitudes que consideraba «sediciosas». Hablaron de otros temas de actualidad. El diario Línea destacaba mucho una noticia en la que Rosa estaba implicada: había ya 91 niñas recogidas en el centro Crucero Baleares, que Auxilio Social tenía en Mazarrón.

Ella sonrió por las felicitaciones que le dirigieron los demás comensales.

– Sólo intento ayudar a los más desfavorecidos -dijo.

– ¿Ves? -apuntó Joaquín-. En el fondo no somos tan diferentes.

La comida resultó deliciosa: foie de pato, que Julio no había visto ni probado en su vida, con mermelada de frambuesa, pavo con salsa de nueces y unas patatas pequeñas que Ruiz Funes importaba de Francia, cocinadas con esmero al vapor. La ensalada era exótica, multicolor y sabía riquísima; también sirvieron unas almejas con una salsa algo picante y unas verduras a la plancha, típicas de la tierra. Fue muy celebrado el postre, una tarta de chocolate, cuya receta heredara Ruiz Funes de su abuela. Después de comer, pasaron a un hermoso gabinete anexo al salón para el café, la copa y el puro.

Entonces pudo Alsina hablar a solas con Rosa.

– ¿Cómo has venido?

– Pues andando -repuso ella muy resuelta.

– No, digo que qué has dicho en casa.

– Que me habían invitado a comer en casa de unos amigos. Ya soy mayorcita, ¿recuerdas?

– Sí, sí, claro, pero ¿no te sientes violenta entre esta gente? Tú no piensas como ellos.

– Ni tú.

– Ya sabes que yo no me meto en política.

– Sí, es lo mejor aquí. El propio Franco suele decirlo.

– Me refiero a que tú estás muy significada con el Movimiento.

– Si me han invitado es porque confían en mí, ¿no?

– Sí, claro.

– Entonces sería descortés por mi parte causarles cualquier problema.

Julio aprovechó el momento para cotillear un poco:

– ¿Y qué opinas de lo de Blas y Joaquín?

– Bueno, a mí no me importa lo que hagan, siempre y cuando sean discretos y no molesten a nadie -contestó Rosa, lo cual dejó al policía boquiabierto. Viniendo de una falangista, era más de lo que podía esperar.

Poco después, mientras ella se encaminaba hacia una bandeja en la cual la asistenta ofrecía unas trufas deliciosas, Guillermo Yesqueros se acercó a él.

– Joaquín me ha contado algo sobre el asunto ese que llevas entre manos.

Julio mantuvo silencio.

Joaquín Ruiz Funes lo miró desde el otro extremo de la habitación; estaba en todas las conversaciones y en ninguna, y lo demostró diciendo:

– Julio, cuéntale, es de confianza.

El detective hizo un repaso de la historia de la suicida, de sus sospechas, y Yesqueros le escuchó atentamente:

– Eso entraría dentro de Homicidios, si fuera cierto, claro -resumió su interlocutor-. Pero, si es verdad, como sospechas, que es cosa de la Político Social, no podríamos ni meternos. Por eso me fui a Homicidios, no quería ejercer mi trabajo de policía en labores de represión política. Además, todo el mundo sabe que soy un demócrata, democristiano. En lo mío la cosa es sencilla y me gusta; alguien se carga a alguien y lo buscamos para meterlo en la trena. Sin complicaciones.