– Excepto cuando el asesino es alguien importante.
– Sí, ahí me has pillado. Sigue contando.
Le relató entonces lo de las desapariciones en torno a la finca, le habló de Wilcox, de gente armada con aspecto de militares, de la procesión de rogativa, de los ángeles blancos y de un ufólogo que investigaba sucesos extraños.
– Joder; ¡extraterrestres! -comentó el jefe policial entre risas-. Es un asunto que tiene su miga, sí.
Por unos segundos, ambos hombres quedaron en silencio. Yesqueros parecía valorar el tema, los pros y los contras. Dio una calada a su habano y expelió el humo. Apuró un trago de su copa de coñac tras moverla en círculos, con parsimonia, dejando que el licor girara.
– Mira, Alsina -dijo por último-, es evidente por lo que me cuentas que algo pasa en esa finca. ¿Qué es? No lo sé, quizá tenga relación con lo que los yanquis estén sacando de las instalaciones de Wilcox en el sur de la Cresta del Gallo. Los del búnker, no sé por qué, quieren saber de qué se trata y por eso capturaron a la puta, ella debía de saberlo. No les dijo nada, está claro.
– Hasta ahí estamos de acuerdo.
– ¿Estás seguro de que la otra prostituta, la rubia, está muerta?
– No, pero creo que lo más lógico es pensarlo.
– ¿Has llamado a su casa?
– No. Herminio Pascual, de Madrid, me envió su informe de antecedentes.
– ¡El bueno de Herminio! Somos amigos de toda la vida. El lunes lo llamo, hablaré con él con discreción, si te parece le diré que envíe un par de muchachos a casa de la familia de esa chica…
– Veronique o, si prefieres, Assumpta Cárceles Beltrán. Pero, aguarda, mejor llamo yo a su casa.
– Como quieras.
– Mientras tanto… la clave está en que hay gente desaparecida. A los del búnker eso se la trae al pairo, claro, pero sería una buena forma de hincarle el diente a don Raúl. No son amigos de aperturas y los tecnócratas han hecho buenas migas con los americanos. Me consta que han tanteado a algún juez para obtener una orden de registro, pero la finca es inmensa y el propietario, un miembro destacado del Régimen. Están muy cabreados.
– ¿Y si yo localizara los cadáveres?
Guillermo Yesqueros suspiró ruidosamente:
– Eso sería otra cosa. Si fueran a tiro hecho, sabiendo lo que hay ahí dentro, quizá podrían mover hilos en Madrid e inclusa conseguirían una orden. Se enfrentan dos facciones muy potentes, Alsina, pero sí, si das con los cadáveres, yo de ti daría el soplo al comisario, me asignarían a mí el caso y quizá se podría entrar para ver qué coño está pasando ahí.
– De acuerdo entonces.
Iba a separarse de su interlocutor dando por terminada la conversación, cuando éste lo interpeló:
– Oye, Alsina…
– ¿Sí?
– Eres bueno. Si te reincorporas después de la excedencia, me gustaría que trabajaras con nosotros.
– No sé, te lo agradezco, pero lo de los televisores me va bien y no tiene tantas complicaciones.
– Chico listo. ¿Dónde has estado metido todos estos años?
– En una nube lejana, amigo, en una nube.
La tarde dejó paso a la noche, era invierno, y todos brindaron por la marcha de Julio, quien, algo azorado, insistía en que sólo se iba para una semana.
Poco a poco la gente se fue despidiendo, hasta que sólo quedaron Rosa, Alsina y la pareja de anfitriones. Blasales sirvió una cena con las sobras y se marchó a su pueblo en la motocicleta de su novio. El detective apenas probó el alcohol durante la cena. Antes de que abandonara el piso, dando fin a una agradable velada, Ruiz Funes hizo un aparte con él y le dijo, entregándole una tarjeta:
– Cuando llegues a Barcelona, llama a este número. Desde una cabina, ojo. Es del consulado de México. Pregunta por Juárez y te dirán. Es un buen amigo y quiere ayudarte, quiero que te entrevistes con él.
– ¿Cómo?
– Tú haz lo que te digo, ¿de acuerdo?
Asintió pese a que no sabía ni media palabra de qué trataba aquel asunto. Había aprendido a seguir al pie de la letra las instrucciones de Joaquín, porque siempre daba en el blanco. Daba la sensación de saber más que nadie de las entretelas del sistema y eso hacía que él se sintiera, en parte, protegido.
Eran las doce cuando él y Rosa salieron del portal para encontrarse con la Gran Vía desierta y fría. Iban del brazo. Caminaron hasta la calle de Almenara charlando animadamente, como una pareja más, como si la vida fuera normal y pudieran vivir una relación al uso. No era así, y lo sabían, pero en aquel momento lo parecía, y ello bastaba para saborear unos minutos de felicidad.
Cuando ya llegaban a casa vieron venir al sereno, Obdulio; como los conocía, por un momento hicieron amago de separarse, pero ella lo volvió a tomar del brazo. Aquella mujer era, decididamente, muy valiente:
– Nas noches -saludó el sereno, que los miró sorprendido. -Buenas noches -respondieron al unísono. -¿Les abro?
– No, tome -rechazó Julio dándole una generosa propina-. Llevamos llave.
Entraron en el portal, que estaba casi a oscuras, como siempre. La luz de la luna entraba desde el patio. Quedaron frente a frente, en un rincón. Ella, apoyada en la pared.
– Ven -dijo tomando la cara de Alsina entre las manos
Se besaron.
– Estoy loca. -Los dos lo estamos.
Estaban muy cerca el uno del otro, restregándose en la oscuridad del portal. Él volvió a apretar sus nalgas, como tres días antes en aquel mismo lugar. Rosa Gil abría la boca, parecía excitada. Julio tomó sus pechos entre las manos, estrujándolos, y ella gimió. Entonces bajó la mano derecha lentamente, mientras la besaba en el cuello, y la introdujo entre las piernas, por debajo del vestido. Notó el tacto suave de la ropa interior de la joven y comenzó a acariciar su sexo, sobre las bragas. Ella comenzó a retorcerse de placer mientras murmuraba su nombre. Julio estaba excitado y se agachó, quedó en cuclillas y alzó el vestido, dejando al descubierto sus muslos. Acercó el rostro hacia el pubis de la chica y aspiró su olor. Comenzó a mordisquear la zona, poco a poco, cori tacto, sobre la suave tela de algodón. Ella gemía apoyando las manos en la cabeza del hombre, que ladeó la ropa interior para deslizar su lengua entre los labios de ella, dando largas pasadas, despacio. Rosa Gil gemía demasiado alto, y Alsina temió que los oyeran. Entonces comenzó a trazar círculos con la lengua en el punto adecuado, cada vez más rápidos, lo cual hizo que ella se agitase, se convulsionara, hasta llegar al orgasmo rápidamente. El grito de la chica provocó que se encendiera una luz en las ventanas que daban al patio.
– ¿Quién anda ahí? -gruñó una voz.
Tuvieron que subir las escaleras corriendo.
Julio pensó que no lograría conciliar el sueño en aquellas condiciones.