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El lunes por la mañana, Julio se presentó bastante animado en el salón del hotel Colón de Barcelona en el que se iba a desarrollar el cursillo. El viaje del día anterior había resultado agotador, en un tren cuya exasperante lentitud provocó que la jornada se le hiciera más que larga, eterna. Al menos la empresa lo alojaba en un buen hotel, donde cenó bien y durmió de maravilla en una cama excelente. Cada vez se sentía más animado en lo referente a aquel empleo que había aceptado más para disimular que para otra cosa. Tenía futuro. El cursillo que les impartieron le resultó hasta interesante; les hablaron de los productos, una información técnica presentada en diapositivas que era más bien tediosa, y de técnicas de venta, la parte más interesante. Proyectaron una película americana con subtítulos en la cual se explicaba cómo mantener una entrevista de ventas, cómo guiar al cliente hacia donde uno quería haciéndole preguntas cerradas, a fin de lograr que poco a poco fuera asintiendo y diese la razón al vendedor en pequeñas premisas, para llevarlo de cabeza a la firma del pedido. Una vez conseguida la firma, en un acto que los instructores llamaban «cierre», había que salir a toda prisa del local. Brillante. Además, le pareció que todas aquellas técnicas podían ser útiles aplicadas a la labor policial, muy eficaces para interrogar a un testigo o llevar a un detenido hasta donde uno quería en un interrogatorio.

Luego les hicieron participar en una especie de juego o teatro que llamaban roll play, en el cual se simulaban situaciones reales de venta. Le pareció muy instructivo y se sintió imbuido por el optimismo; aquel trabajo le gustaba. Comieron en el mismo hotel y, tras una breve sesión de tarde, los dejaron libres a eso de las cinco. La veintena de vendedores que realizaba el cursillo, junto con los dos instructores, habían planeado irse de putas, pero él se excusó y en seguida se metió en un taxi. Tenía cosas que hacer.

No tardó en llegar a su destino: la calle de San Hermenegildo, 26, donde vivían los padres de Ivonne, en un piso amplio y soleado. Le abrió una mujer de unos sesenta años, bien conservada, muy distinguida y amable. Se identificó como policía y lo dejó pasar.

El padre, un hombre algo encorvado y con un poblado bigote blanco, leía la prensa; la radio le hacía compañía, al fondo. Parecían alegrarse de tener visita y le hicieron sentarse para que tomara con ellos café y pastas. Se sintió fatal por ser portador de noticias tan tristes.

– ¿Y bien? -le dijo el hombre, don Augusto-. ¿A qué debemos su vista, señor Alsina?

Él apuró un trago de café para tragar mejor una pasta y mirando a la mujer, Águeda, dijo:

– Se trata de su hija.

La mujer se recostó en su marido, que la rodeó con su brazo con aire protector. Emitió un sollozo.

Él dijo:

– Llevábamos años esperando una visita, así. Le ha pasado algo, ¿verdad?

Julio asintió.

– Ha muerto.

La mujer comenzó a llorar acurrucada en el pecho de don Augusto.

– ¿Sabe? -murmuró él con una calma digna del más templado de los hombres-, hasta el último segundo he esperado que me dijera: está detenida, ha matado a alguien o, no sé, cualquier otra locura, pero en el fondo sabía que este día iba a llegar.

– Saltó de la torre de la catedral de Murcia en Nochebuena.

– Mi niña… -suspiró doña Águeda incrementando el volumen de sus sollozos.

– Si les sirve de consuelo, les diré que no creo que se suicidara. Temo que la empujaron, y me he propuesto detener a sus asesinos.

Pensó que, convencido como estaba de que aquel era un chanchullo de la Político Social, poco podría hacer al respecto, pero se sintió bien diciendo aquello.

– ¿Hace mucho que no la veían?

– Seis o siete años -respondió el padre-. Creo que vivía en Madrid, pero viajaba mucho. No nos hablábamos. Nunca aprobamos su forma de vida.

– Era una niña tan rica, muy estudiosa, no se imagina. Pero al llegar a la adolescencia se hizo problemática, perdía la cabeza por los chicos y se juntó con malas amistades. No pudimos hacer nada…

Alsina inspiró a fondo y añadió:

– Tenía una amiga, Veronique, bueno, en realidad se llama Assumpta Cárceles. ¿Saben algo de ella?

– Ni idea. Ya le digo que hace años que no venía por aquí -contestó ahora la mujer-. ¿Dónde está enterrada?

– En Murcia, en el cementerio de Espinardo. Si quieren, les proporcionaré el número del nicho.

Entonces comenzaron a sollozar al unísono y él se odió por ello. Supo que no iba a sacar nada en claro de aquella gente y se despidió con un peso en el corazón. Y encima, para colmo, hasta le dieron las gracias. Les pidió una foto de Ivonne que había en un portarretratos en la que se la veía de jovencita, con un jersey de cuello de pico y un perrito de aguas. Sorprendentemente se la dieron. No pudo sino ir al hotel y acostarse. Esperaba olvidar aquella entrevista. Además, los incidentes acaecidos días antes en la universidad podían traer cola y no quería permanecer por las calles después de anochecido. Según recogía la prensa afecta, un grupo de alumnos al que se tildaba de comunistas y de minoría violenta, había irrumpido en el despacho del rector, a quien habían intentado arrojar por la ventana; arriando la bandera que habían sustituido por otra roja con la hoz y el martillo. Desde el Gobierno se insistía en que la mayoría de los alumnos había asistido a clase con normalidad durante el día de autos y que los agresores serían castigados. Se destacaba que el clima en el claustro era de total normalidad, pero él, como muchos otros, sospechaba que no era así.

Juárez

Al día siguiente estaba de mejor humor y pudo aprovechar al máximo las enseñanzas que recibía en el cursillo. La prensa volvía a la carga con que España se encontraba a las puertas del Mercado Común y las tropas rusas estaban de nuevo en Praga. Todo era cíclico. Leyó sin sorprenderse que los implicados en los incidentes de la universidad habían sido detenidos, pese a que algunos de los revoltosos pudieron escapar y no se hallaban en sus domicilios. Sintió pena por aquellos jóvenes inconscientes. Después de las clases, comió con sus compañeros y durmió una siesta. Por la tarde, a eso de las cinco y media, telefoneó al consulado de México desde una cabina, tal como Ruiz Funes le había indicado.

– ¿Juárez? -preguntó.

– Un momento -respondió una voz femenina desde el otro lado de la línea.

Aguardó mientras veía pasar a los transeúntes, todos con prisa. Recordó su vida en Madrid y Barcelona y supo que se había acostumbrado demasiado al ritmo cansino y despreocupado de la vida en una pequeña ciudad. Le pareció que pasaban la llamada a otra extensión y escuchó una nueva voz, ésta de hombre, que decía:

– Bar Pepe, calle de Floridablanca, 89. Diga que es usted José.

Decidió ir caminando, no le vendría mal para ordenar sus ideas. ¿Qué diablos estaba haciendo? ¿Qué era aquello? Comenzó a temer que su amigo Joaquín fuera una especie de espía o algo así.