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– ¿Debo?

– No sé, es tu caso.

– Es una puta, Armiñana; se suicidó, y ya está.

– Hay una cosa.

– ¿Qué cosa?

– Por teléfono, no.

Quedó pensativo. Pensó que no le iría mal un poco de aire, así que aceptó:

– Voy para allá.

Aquella decisión cambió su vida.

No se dio cuenta de ello, pero el vaso con el Licor 43 había quedado, sin tocar, encima de la mesa.

Alsina entró en tromba en el depósito. Las puertas se bamboleaban tras de él.

– Cuéntame esa cosa tan importante.

Blas Armiñana, el forense, contestó:

– Buenos días primero, ¿no?

– Sí, claro, buenos días, Blas. Perdona.

Armiñana dejó un cadáver con el que trabajaba y le instó a que lo acompañara con un gesto de la cabeza.

El forense levantó la sábana que cubría un cuerpo situado al fondo.

– Mira.

Era ella. Tenía el rostro desfigurado.

– ¿Sabemos su nombre? -preguntó el inspector.

– Ni idea, no llevaba nada encima que la pudiera identificar. Se reventó la cara contra el asfalto. Parece que lleve una careta. Tampoco se encontró nada arriba, ¿no?

– Los guardias no vieron ni rastro de ningún bolso o cartera.

– Tendrás que identificarla, me imagino.

– Nadie se ha interesado por ella.

– Ya.

Se hizo un largo silencio.

– ¿Y eso que querías decirme? -preguntó el detective para abreviar.

– Observa esto -contestó el forense levantando el antebrazo derecho de la finada-. Mira estas marcas.

El policía comprobó que la muerta había sido atada con fuerza por las muñecas.

– Unas esposas -dijo el médico.

Julio Alsina se tomó unos segundos. Sacó el paquete de tabaco y el encendedor del bolsillo de la chaqueta y luego, con parsimonia, un cigarrillo. Lo encendió y exhaló el humo.

– ¿A qué crees que se dedicaba esta buena mujer? -dijo de sopetón.

– Estoy de acuerdo contigo en eso: era una puta de posibles. Esa ropa interior no es de una mujer decente.

– Y parece cara, ¿no?

– Sí, lo parece.

– Bien, Blas, si aceptamos que era una prostituta, no me parece tan anormal lo de las esposas. Ya sabes, hay tipos a los que agradan los numeritos raros. He conocido putas que tenían un surtido de esposas y grilletes que ya los quisieran para sí en San Quintín.

– Si tú lo dices…

– ¿Causa de la muerte?

Armiñana miró al detective como si fuera tonto.

– El impacto. Coño, Julio, se descalabró. Tiene casi todos los huesos fracturados, incluso el cráneo, pero mira -añadió, y se acercó al cuerpo, con lo cual su largo flequillo blanco cayó sobre su rostro de actor de cine americano-, aquí, aquí y aquí hay moretones. Ahí, bajo el ojo, o mejor dicho, bajo lo que queda del ojo, hay otro moretón. Mira el antebrazo: estos morados se producen cuando se agarra a alguien con fuerza, son impresiones de los dedos del que agrede. Marcas de presión, se llaman.

Alsina asintió porque no quería seguir mirando aquello. Sentía lástima por aquella mujer. ¿O no era eso? En el fondo comenzaba a sentirse incómodo por lo que tanto el forense como él intuían.

– ¿Qué quieres decirme? -inquirió secamente.

– Que a esta pobre furcia le dieron una buena mano de hostias.

– Igual hacía servicios especiales. Ya te he dicho.

– Sí, hay gente rara. Y la violaron; varios hombres.

– Era una prostituta, ¿recuerdas?

– La violaron, Alsina, las relaciones no fueron consentidas, y le arrearon de lo lindo.

– Blas, joder.

– Créeme.

– Y además, ¿no pudo hacerse los morados al caer?

El forense negó con la cabeza:

– Dame un pito, anda -pidió.

Se hizo otro silencio.

– ¿Y eso? -preguntó de pronto Alsina señalando el dedo índice de la muerta.

– ¿Eso? Ah, nada. Perdió una uña.

– ¿Arrancada?

– No, no -dijo el médico con una carcajada-. Son postizas, debió de perderla en la caída. No creas, de porcelana. Cuestan un potosí.

– Ya. Lo dicho, una puta de posibles.

Alsina no parecía amigo de complicaciones y, al parecer, veía claro el asunto.

– ¿Cierras el caso, Julio?

– Pues claro, Blas, pues claro. Está todo muy claro. Que la entierren donde los indigentes, en Espinardo.

– Querrás decir donde los suicidas.

– Pues eso, donde corresponda.

– No es lo mismo, amigo, no es lo mismo.

Comió en la pensión: pechugas de pollo empanadas con ensalada y natillas de postre. Tras el café se fue a tomar un par de tragos a su cuarto, a solas, sentado en su pequeña mesa cubierta con un hule de plástico coloreado con flores rojas y verdes. Miró por la ventana y contempló a Clara que llegaba del colegio, con sus calcetines en los tobillos y una gruesa rebeca de lana verde que llevaba entreabierta, pues a esa hora el sol invernal hacía que la temperatura fuera agradable. Don Serafín, el padre de los niños insoportables, hablaba con ella apoyado en la pared con aire chulesco y venciéndose sobre la cría, como si se la fuera a comer.

«Viejo verde», pensó.

Claro que él no era mucho mejor que aquel tipo. También deseaba a aquella jovencita.

Entonces vio salir a la mujer de Serafín, cuyo nombre nadie sabía; Aurora o algo así. Estaba preñadísima, como siempre, y con su presencia provocó el fin de aquella conversación.

Se echó a dormir la siesta después de atizarse un par de tragos.

Cuando despertó, se sintió bien por primera vez en mucho tiempo, de veras, y tras mojarse la cara y peinarse con mucha gomina salió a la calle. Se encaminó hacia el centro y tomó un café en el bar El 42, frente a la redacción del diario Línea. Era un establecimiento que le agradaba mucho. Allí charló un rato con Joaquín Ruiz Funes, un compañero que había dejado el Cuerpo de Policía para dedicarse a los negocios y a la construcción. Era famoso por haber resuelto un caso que, en realidad, le había incapacitado para siempre como policía: los crímenes del Carril de la Farola.

A consecuencia de su participación en aquel sumario del año 1965, Ruiz Funes dejó la policía, pues decía haberse encontrado con lo más despiadado de la condición humana. Después de aquello había colgado los trastos de buenas a primeras.