Y ahora, por si todo eso no fuera suficiente, un mexicano con pinta de ser un espía afirmaba que Richard, el amigo de Robert, era nada menos que un miembro destacado de la CIA.
¡ La CIA!
Decidió volver sobre sus pasos e interpelar a Juárez al respecto, pero en cuanto enfiló la calle Floridablanca vio dos coches policiales aparcados frente al portal del edificio donde lo había recibido el mexicano. Temió por él, pero de inmediato se dijo que se trataba de un diplomático. No podrían detenerlo y mucho menos torturarlo, así que se sintió aliviado, aunque algo asustado. No podía evitarlo. Volvió hacia atrás discretamente. Caminaba sin rumbo, perdido, con las manos en los bolsillos y hablando solo, alarmando a los transeúntes que se cruzaban con él.
¿Qué iba a hacer? Aquello se le iba de las manos. Pensó en su amigo Joaquín: era un buen tipo y siempre le había ayudado, pero comenzaba a encargarle cosas un poco raras. Ya le había parecido extraño aquel recado para que avisara a Práxedes, un tipo huraño, antiguo comunista y que parecía obsesionado con sus palomas y sus aparatos de radio. Juárez, el mexicano, le había llamado compañero varias veces, ¿no sería un comunista? Era evidente que sí.
Le daba igual la ideología que profesara cada cual, pero a él la política no le importaba. Bastante tenía ya con la mierda de vida que llevaba como para meterse en más líos.
Más líos. ¿Acaso era posible?
Volvió caminando al hotel. Al día siguiente llegaría Rosa. Eso lo calmó. ¿Y si le proponía fugarse a París? Desde allí, desde Barcelona. Para no volver y dejar todo aquello atrás. Para siempre.
Quizá no fuera una locura.
Se sintió más apaciguado tras pensar en ella. Quizá se estaba volviendo loco y veía conspiraciones por todas partes, pero aquel asunto se complicaba cada vez más, como un rompecabezas cuyas piezas no encajaban y al que se sumaban más y más piezas que no podía colocar en ninguna parte. Lo lógico, en un caso policial, era ir avanzando, obtener pistas, indicios, e ir poco a poco abriéndose paso hacia la verdad. En esta ocasión le estaba ocurriendo lo contrario: cuanto más investigaba, cuanto más creía saber, más lejos se sentía del final. Cada testigo, cada testimonio, no hacía sino enredar más la madeja, complicarlo todo.
Ángeles, ovnis, curas rurales, procesiones, americanos, cazadores furtivos, un crimen, ufólogos, la CIA y putas de lujo. Menuda combinación. ¿Qué podían tener en común?
De locos. Decidió descansar un poco.
En Estudio 1 programaban El enfermo imaginario de Molière, así que decidió relajarse viendo un poco de teatro en la televisión.
El miércoles llegó Rosa. Había viajado en coche cama, así que pese a haber dedicado la mañana y parte de la tarde a una tediosa reunión de las coordinadoras de grupos de Coros y Danzas, llegó al hotel de Julio con la sonrisa en los labios y dispuesta a salir a pasear por la ciudad. Cuando la vio en el hall del hotel, Julio la abrazó y la besó apasionadamente. Salieron del local entre risas, porque un cliente les recriminó su falta de decoro.
Caminaban de la mano por las Ramblas, como si fueran novios, pues nadie los conocía allí y podían comportarse como si sus vidas fueran realmente suyas. Pasearon por los jardines de la Ciudadela y subieron incluso en un tiovivo. Ella vestía la camisa azul, una rebeca, falda gris y el abrigo marrón, pero se había soltado el pelo y pintado los labios. No llevaba gafas. Pasearon por el puerto echando un vistazo, abrazados como una pareja más. Luego, caminaron sin rumbo por la Barceloneta y hallaron un bar donde comieron pescado frito y gambas, regados con un vino blanco que a ella comenzó a subírsele a la cabeza. Alsina no bebió demasiado.
– ¿No tienes miedo de volver a caer? -comentó Rosa.
– No. Es raro, parece cosa de magia. Apenas bebo, es verdad, pero no siento la necesidad de hacerlo pese a que pruebe una cerveza o una copa de vino. Todo empezó con la muerte de Ivonne. Desde aquella noche, no sé, me sentí distinto.
– Quizá por eso tu mente tiende a complicar el caso, para que no se acabe nunca.
– No sé, puede ser. De todas maneras, procuraré no caer nunca en la embriaguez. Me da miedo volver a perderme en esa maldita nube.
Había una máquina de discos en aquel pequeño establecimiento, así que Julio se levantó y metió un duro para escuchar una canción. Volvió a la mesa mientras en la máquina comenzaba a sonar «Llorando por Granada», de Los Puntos.
Ella le preguntó por su gestión en el consulado y le contó su extraño encuentro con Juárez.
– Ése es un espía -concluyó Rosa.
– Eso me pareció a mí.
Pidieron dos flanes y los cafés y volvieron a pasear. Rosa se hospedaba en una residencia de la Sección Femenina pero le acompañó. No parecía tener prisa.
Llegaron del brazo a la puerta del hotel.
– ¿Quieres subir? -propuso Julio como si aquello fuera lo más natural del mundo.
¡Le estaba pidiendo a una mujer de la Sección Femenina que subiera con él a solas a una habitación de hotel! Parecía que el mundo se hubiera vuelto loco.
– Sí, claro -aceptó ella con decisión.
Subieron en el ascensor intercambiando miradas a espaldas de un joven ascensorista uniformado como un almirante. Cuando llegaron a la habitación se fundieron en un abrazo, besándose, a la vez que cerraban la puerta tras ellos. Se dejaron caer con ansia sobre la cama. Le subió la falda y Rosa hizo ademán de quitarse las medias marrones, que llegaban hasta la mitad de sus muslos.
– No, déjalas así.
A continuación metió la cabeza entre las piernas de la joven, quien comenzó a gemir mientras él repetía lo mismo que unos días antes, en el portal. Cuando sintió que Rosa comenzaba a agitarse, se situó sobre ella, le desabrochó la blusa, apartó el sujetador y le mordisqueó los pezones. Se bajó los pantalones trabajosamente mientras ella lo buscaba con su boca. Entonces la penetró con suavidad y ella emitió una especie de quejido.
– Sigue, sigue -pidió al ver que él, por un momento, se paraba.
Julio comenzó a moverse rítmicamente a la vez que introducía su mano entre los dos para con el pulgar frotar su clítoris, hasta que ambos llegaron al clímax.
El policía dio como un grito a la vez que volvía a sentir aquella extraña sensación que le acompañaba desde el día de Nochebuena. Quedaron tumbados sobre la cama, semidesnudos, en una especie de letargo que lo impregnaba todo.
– Me siento como si hubiera vuelto a la vida -murmuró Julio-. Cásate conmigo.
Ella sonrió.
– No digas tonterías. ¡Si me vieran mis compañeras…! ¿Te das cuenta? Esto es exactamente lo que digo a mis chicas que no deben hacer.
Él estalló en una carcajada y ella lo secundó.
– Estaba equivocada -dijo abrazándole-.Esto es lo más maravilloso que hay en este mundo.