– Vaya…
– ¿Sabes? Estoy loca, me he vuelto loca. He dicho en la residencia que no volvería a dormir, que lo haría en casa de una amiga de mi familia.
Él no supo qué decir.
Silencio.
– Pensarás que soy una cualquiera.
Julio la miró con ternura, sonriendo, y rebatió:
– No pienso eso, Rosa, pienso que eres extraordinaria. Una rareza entre un millón, extraordinaria., -¿Lo he hecho mal?
– No, mujer, no. Lo haces muy bien.
La atrajo hacia sí, a la vez que ella se le colocaba encima. Entonces ella comenzó a besarlo de nuevo y ambos cerraron los ojos.
Al día siguiente, jueves, Alsina se sintió, por primera vez en muchos años, feliz. Aquella jornada sólo pensó en televisores, en técnicas de venta y en Rosa. Fueron a Montjuïc y al Tibidabo. Lo pasaron muy bien, como dos adolescentes, y a las primeras luces del anochecer se encerraron en la habitación del hotel, donde hicieron el amor varias veces. Hasta el alba. Tuvieron tiempo de hablar sobre su situación e incluso mantuvieron una especie de pequeña discusión. Ella pensaba que, dadas las circunstancias, bien podían seguir con aquella relación, llevándola en secreto. Lo dijo con toda naturalidad, como si ya lo tuviera pensado y le pareciera algo normal. Julio se sentía mal sólo al oírla mencionar dicha posibilidad. Al parecer, Rosa Gil tenía las cosas muy claras: una mujer de más de veinticinco años sin novio era considerada oficialmente una solterona, y ella tenía veintiocho.
– Nunca pensé en casarme, Julio, nunca. En mi lista de prioridades no aparece hallar un marido, ni tener hijos, en fin, todas esas cosas que hacen las mujeres.
– Todas esas cosas que defendéis en la Sección Femenina.
– Pues sí, siempre anduve metida en política y, la verdad, esas cosas me parecían una pérdida de tiempo.
– ¿Y ahora?
– Te conocí a ti, Julio. No me importa seguir con mi trabajo, con mi vida, si al menos puedo verte una o dos veces al mes, así, de esta forma.
– Pero ¿no te gustaría que las cosas fuesen de otra manera?
– Llevo un mes sin pensar en otra cosa y las cosas son como son. Siempre fui práctica, muy práctica, y hoy por hoy, tú y yo no podemos aspirar a nada más que esto. Hazme caso, seremos cautos, nadie se enterará y seremos felices a ratos.
– A ratos.
– Es cuestión de ser prudentes. Por lo único que me siento mal es por mi hipocresía, por las jóvenes a las que inculco la castidad, la sumisión… Yo no sabía lo que era esto. Quizá me equivocaba. Voy a centrarme en el Auxilio Social, en ayudar a la gente, y dejaré el adoctrinamiento para otras compañeras.
– Parece que lo tienes muy claro.
– Lo he pensado mucho. Todo lo que un ser humano puede pensarse algo, y he llegado a una decisión. Vine a Barcelona con la determinación de acostarme contigo, y no me arrepiento de lo que ha pasado, es más, pienso seguir haciéndolo. Además, Julio, la vida da muchas vueltas, y quizá algún día tu mujer…
– Lo he pensado mucho. Yo también, no creas; sé que no está bien desearle el mal a nadie, pero me gustaría ser libre.
– Bueno, no pensemos más en ello. Mi tren sale a las ocho de la mañana, aún tenemos tiempo…
Una luz
El viernes fue un día algo extraño para el policía. La jornada se le hizo larga, muy larga. No encontró más noticias sobre el asunto de los jóvenes comunistas detenidos por los incidentes de la Universidad de Barcelona, así que supuso que habría quedado en poco menos que nada. En los periódicos no se hablaba de Juárez ni de su detención, de modo que respiró tranquilo. Como siempre, la prensa traía noticias que eludían cualquier atisbo de carga política, al menos para el Régimen. Los tripulantes de las dos Soyuz, ya de nuevo en Rusia, habían sufrido un atentado cuando iban de camino al Kremlin para recibir un homenaje. Un extenso artículo del profesor Álvarez Villa decía que la exploración de la Luna era rentable y aparecían más noticias de las que entusiasmaban a los censores, como que dos artistas circenses, un payaso enano y una acróbata, se habían convertido al catolicismo en una ciudad siciliana. Demencial. Alsina pensó que aquello podría hasta ser risible, de no ser porque aquel control mediático era real, ocurría en su país y le afectaba a él y a la gente que quería. Después de comer, los cursillistas pudieron dormir la siesta, y por la noche tuvieron una cena de despedida con fiesta incluida a la que asistieron varios directivos de la empresa en España. Tomó apenas una cerveza, un poco de vino en la cena y una copita de sidra. En el fondo, y aunque no sentía el impulso atroz de beber que antaño le dominara, temía la posibilidad de emborracharse y caer de nuevo en el abismo. Era el viernes 24 de enero y hacía un mes de la muerte de Ivonne. Llevaba un mes resucitado.
El sábado por la mañana tomó un tren hacia Murcia, que salía a las diez de la estación término de Francia. Compró la prensa y sintió que se le helaba el corazón. Un enorme titular rezaba a toda página: «Estado de excepción».
Un subtítulo, más pequeño y situado justo debajo precisaba: «En suspenso los artículos 12, 14, 16 y 26 del Fuero de los Españoles».
Tomó asiento sin hablar con nadie y siguió leyendo algo asustado. Había fotografías de disturbios estudiantiles en París, San Francisco y Bogotá. «Ola estudiantil», decía un titular junto a ellas. Como muchos españoles, sintió miedo. Parecía obvio de qué iba el asunto, sólo había que leer entre líneas. Los incidentes de la universidad no debían de haber sido aislados, ni mucho menos, y el Régimen estaba empeñado en destacar que había disturbios estudiantiles en todo el mundo, o sea, que aquello era algo supranacional y, por tanto, inevitable. No tenía información, pero debían de haberse producido desórdenes en diferentes puntos del país, sin duda. Siguió leyendo las noticias y ni siquiera se dio cuenta de que el convoy se ponía en marcha. Buscó qué motivos alegaba el Gobierno para tomar una medida como aquella. El señor Fraga Iribarne decía que se debía a «Acciones minoritarias pero sistemáticamente dirigidas a turbar la paz de España y su orden público que han venido produciéndose en los últimos meses, claramente en relación con una estrategia internacional que ha llegado a muchos países». Era eso, debían de haberse producido disturbios. ¿Estaría despertando el pueblo de su letargo, como le había ocurrido a él mismo? ¿Había llegado el día en que la gente se echara a la calle?
Era evidente que una medida así no se adopta porque unos cuantos estudiantes hubieran asustado a un rector; no, aquello tenía más calado.
«Ningún hombre de bien y de paz tiene nada que temer», decía Fraga en la prensa. Lo de siempre.
Buceó en las informaciones y comprobó que los artículos referidos afectaban a los derechos de reunión y a que la policía allanara en un domicilio sin orden previa de un juez. La cosa no era tan grave, y ese tipo de recursos era utilizado por el Régimen con cierta regularidad. Dentro de lo malo, pensó para sí, la situación no era tan difícil. Además, la vida seguía, los periódicos se preguntaban si Mao Zedong había muerto o reflejaban que el Cordobés estaba muy grave por una cogida. Quizá no ocurriera nada malo. O eso querían creer todos.