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El domingo por la mañana se levantó agotado por el viaje y desayunó con tranquilidad con su patrona y con el ciego, Rubén. Hablaron del asunto del estado de excepción, y doña Salustiana salió con la clásica frase que la costumbre había terminado por inculcar en la mente de los españoles:

– No, si el Caudillo no es malo, el problema son los ministros que le aconsejan.

Alsina recordó, sonriendo para sí, el motín de Esquilache, sin ir más lejos, evocó las lecciones de Historia que le diera un viejo profesor en una escuela nacional de las afueras de Madrid y convino en que los españoles no se habían movido un ápice en todos aquellos siglos.

A eso de las once se dejó caer por casa de Ruiz Funes, quien leía fumando con aire sofisticado en su butacón.

– ¡Dichosos los ojos! ¿Cómo ha ido? -preguntó levantándose para abrazarlo efusivamente.

– ¿Los televisores o los juegos de espía?

– ¡No, hombre, no, lo de Rosita!

Se quedó mirando a su amigo y no pudo por menos que sonreír.

– Joder, tengo que reconocer que ahí has estado hábil, Joaquín.

– Siéntate, anda, siéntate y toma un café.

– ¿En qué lío me has metido? Ha habido detenciones.

– Lo sé, lo sé y perdona. Ese asunto del rector ha complicado las cosas. ¿Te has enterado?

– Estado de excepción.

– Sí, y no será la primera vez ni la última, pero no conviene a nadie.

– ¿Qué coño era eso de Juárez?

– Un amigo. Pensé que podía ayudarte.

– Pues no sé, Joaquín, porque me puso los pelos de punta. Ese Richard, el jefe de seguridad de Wilcox…

– Sí, le hablé a Juárez de él.

– Me enseñó unas fotos por si podía identificarlo.

– ¡Bien hecho! ¿Y…?

– Es de la CIA.

– ¡No!

– Sí.

– Joder -murmuró Joaquín pasándose la mano por el pelo-. Esto se complica.

– ¿Es un espía?

– ¿Quién? ¿Richard?

– No, coño. Tu amigo Juárez.

– ¿Tú qué crees?

– Que sí.

– Pues eso. Necesitábamos saberlo, Julio. Ahora sabemos qué terreno pisamos.

Hubo un silencio entre los dos amigos.

– Joaquín…

– ¿Sí?

– Sabes que confío en ti plenamente, pero ¿no estarás metiéndome en un lío? Sabes que la política no es lo mío, ni quiero que lo sea.

– Tranquilo, tranquilo. Nunca haría nada que pudiera perjudicarte y lo sabes.

– Ya.

– Ten fe en mí.

– Sabes que la tengo ¿Eres comunista?

Alsina no podía creerlo: se había atrevido a preguntar aquello.

Se oyó un ruido procedente del cuarto contiguo y Ruiz Funes pidió:

– Espera un momento.

Se incorporó y abrió la puerta de la habitación, lo justo para que Alsina viera a dos chicos jóvenes, con buena pinta, a los que su amigo dijo algo en voz baja. Cuando Joaquín se dio la vuelta para cerrar la puerta, a Julio le pareció que uno de los jóvenes decía algo al otro en catalán. No entendió lo que era, pero le pareció catalán, seguro.

– Perdona, Julio, pero tengo unos invitados imprevistos y tengo que hacer unas cosas; si te parece, hablamos mañana -propuso Ruiz Funes dando por terminada la entrevista.

Cuando lo acompañaba por el pasillo, el anfitrión dijo de pronto:.

– Por cierto, no he podido conseguir planos de la finca de don Raúl.

– Vaya, qué fastidio.

– Sí, mi amigo del Ministerio de Agricultura me ha dicho que el centro de El Colmenar, justo el lugar donde está la casa de los americanos, está clasificado como C-5T. ¿Y sabes lo que quiere decir eso?

– ¿C-5T?

– Zona restringida de uso militar.

Salió de allí blanco por la impresión. Ni siquiera había caído en que Ruiz Funes no respondió a su pregunta sobre si era comunista.

Comió en la pensión y, sin dormir la siesta, se fue al cine a ver El loco del pelo rojo, un estreno con Kirk Douglas que le ayudó a alejar su mente del caso. Volvió a la hora de la cena a la pensión, donde, tras reponer fuerzas, pidió un termo de café con leche bien cargado y se retiró a su cuarto, donde se vistió de manera un tanto extraña: botas chirucas y pantalón militar que guardaba desde la mili, jersey negro, una cazadora de cuero vieja y oscura y un gorro de lana azul marino. Se entretuvo en dar algunas pinceladas de betún al pantalón de color caqui antes de salir. Salió sin hacer ruido y tuvo la suerte de no cruzarse con el sereno hasta el lugar en que tenía aparcado su coche. Condujo sin prisa, escuchando un programa deportivo en un pequeño transistor, y llegó a las inmediaciones de la finca de don Raúl, El Colmenar, a eso de las doce y media de la noche.

Aparcó en un camino lateral que salía hacia la izquierda, tras unas cañas que crecían a una altura considerable. Debía de haber cerca una balsa o una fuente de agua. Rezó porque nadie reparara en el vehículo que, afortunadamente, no quedaba a la vista, y bajó de él estirando los brazos para deshacerse del frío. Miró las estrellas, comprobando que hacía una noche despejada pero muy fría, y se echó a la espalda la mochila en que había guardado algunas cosas que supuso podría necesitar. Caminó junto a la alambrada y se adentró hacia el este, en paralelo a la sierra. Cuando estaba lejos del camino se quitó la mochila, sacó los alicates y cortó los alambres jalonados de pinchos. Pasó agachándose, y por segunda vez en su vida se adentró en aquella maldita finca donde la gente desaparecía para siempre. Intentó utilizar la linterna lo menos posible y caminó a paso vivo, orientándose por lo poco que recordaba de su visita anterior. Aquello era C-5T, o sea, territorio vedado de uso militar. No había ningún cartel al respecto en la zona, así que fuera lo que fuese lo que hacían allí los americanos, era secreto. Al cabo de una media hora se sentó en una roca y sacó el termo. El café le sentó bien; lo tomó mientras contemplaba, al fondo, el grandioso silo o depósito de agua que había visto en la otra ocasión. Según sus cálculos, La Casa, la residencia de los americanos, debía de quedar al este, a un par de kilómetros. Entonces oyó un ruido.

Quedó inmóvil como si la vida le fuera en ello, y ni se atrevió a cerrar el termo por no hacer ruido alguno.

Sí, pasos, sobre la tierra.

Apoyó el termo y el tapón que hacía las funciones de vaso en el suelo, junto a la mochila, y se levantó sin mover los pies.

A la derecha. Alguien venía.

Con cuidado y moviéndose muy despacio, dio un paso atrás sin hacer ruido, hasta quedar oculto tras el tronco de un añoso olivo, a la vez que buscaba a tientas la funda riñonera de la pistola. El corazón le latía desbocado.