¿Desaparecería él como los demás? Una luz, sí, una luz venía en su dirección y se escuchaba un jadeo. Vio que la luz se movía por el terreno justo delante de él y cuando supo que aquella cosa estaba a su altura, giró por detrás del árbol y apuntó hacia aquello tras amartillar el arma.
– ¡Quieto o te reviento!
– ¡No, no! ¡Soy periodista! -exclamó una voz temblorosa.
– ¿Cercedilla? -preguntó Alsina, comprobando que tenía ante sí al tembloroso ufólogo ataviado como un explorador, con una mochila a la espalda, y pertrechado con un casco de minero con una potente linterna.
– ¡Alsina! ¡Alabado sea Dios! Me ha dado usted un susto de muerte.
– ¿Qué coño cree que hace con esa linterna? Apáguela o nos van a descubrir.
– ¿Qué hace usted aquí?
– Pues supongo que lo mismo que usted. ¡Apague esa puta linterna ahora mismo!
Entonces, en mitad de aquel silencio desolador se escuchó el ruido de un motor. Al principio era un rumor apenas perceptible, pero en unos segundos fue evidente que venía a toda velocidad. La luz indirecta de los faros iluminó unos almendros a apenas unos doscientos metros.
– ¡Rápido! ¡Al suelo! -susurró Alsina lanzándose sobre aquel suicida.
Cayeron junto a un pequeño promontorio de tierra, boca abajo, y la linterna de Dionisio Cercedilla iluminó algo que hizo a Alsina gritar de espanto. En las escasas décimas de segundo en que su cerebro logró comprender qué era aquello, sintió un miedo atroz, atávico, que lo dejó inerme.
Junto a él, a unos centímetros apenas de su cara, había una boca abierta, unas horribles fauces de dientes afilados, demoníacos, que en un gesto hostil amenazaban con devorarlo.
Un perro y otro perro
Su mente volvió a la realidad y le dijo que aquello era un animal muerto, de color rojizo; el hedor no dejaba lugar a dudas.
– ¡La luz, hostias! -masculló el policía.
Antes de que el otro reaccionase, destrozó la linterna del casco de su acompañante de un culatazo. En ese momento, tras un repecho, apareció un jeep de aspecto militar que pasó junto a ellos a toda velocidad, enfocando aquí y allá con una potente luz. Buscaban a alguien. Debían de haber visto la luz de aquel loco. La respiración de los dos intrusos era agitada. Poco a poco, el sonido del motor se fue apagando.
– Se han ido -musitó el policía.
– Me ha salvado usted. Pero ¿qué demonios es esa pestilencia?
– Un perro muerto.
Iluminó los restos del animal que yacía junto a él enfocando la linterna hacia el suelo y haciendo pantalla con la mano.
Observó que era pequeño y de color canela. Llevaba un collar azul.
– Pero ¿qué hace? -preguntó Cercedilla al ver que Alsina tomaba el animal con las manos.
– Me lo llevo. Me voy de aquí. ¡Ya! Y usted debería hacer lo mismo.
Entonces se oyeron disparos a lo lejos, varias ráfagas y una explosión. Las llamaradas que salían de las armas iluminaban la noche a un kilómetro hacia el oeste. Algo comenzó a arder. Como una gran hoguera.
– Allí he aparcado mi coche -murmuró el periodista con aire resignado.
Julio Alsina dejó el perro en el suelo, guardó el termo, se colgó la mochila y sin soltar la pistola tomó de nuevo al animal entre los brazos diciendo:
– No vuelva por él, al menos esta noche. Acompáñeme y no haga ruido, hay que salir de aquí con vida.
Cuando Blas Armiñana llegó al depósito tenía cara de pocos amigos. En la puerta se encontró con Alsina vestido como si acabara de protagonizar Los cañones de Navarone.
– Pero ¿qué tripa se te ha roto, Julio? -dijo el forense por todo saludo.
– Ábreme y espérame en el laboratorio, que voy al coche a buscar algo.
Armiñana entró, encendió las luces y se quitó la chaqueta, impecable como siempre, para ponerse una bata de color blanco. Entonces llegó Alsina con un pequeño perro muerto en brazos y lo dejó caer encima de la mesa de disección.
– Pero ¿qué coño haces? ¡Dios, qué olor!
– Pues imagínate cómo ha quedado mi maletero. No conseguiré que se le vaya ese pestazo en la vida -comentó Alsina.
Armiñana ladeó la cabeza, como negando, y dijo:
– Sabes que no soy veterinario.
– No, no, hay que hacerle la autopsia.
– Hasta ahí llego.
– ¿De qué murió?
– ¿Tienes alguna idea?
– Era un perro de caza.
– Es un comienzo.
– Luego te aclaro.
Armiñana colocó el cadáver del perro en una pequeña mesita con ruedas y se fue a Rayos.
Volvió a los veinte minutos con el animal y una radiografía que ojeaba al trasluz muy ufano.
– Mira, es un cuerpo extraño.
– ¿Una bala?
Antes de que Alsina pudiera darse cuenta, el forense introdujo unas largas pinzas por un orificio que quedaba semioculto por el estado de avanzada putrefacción del animal, y tras emplearse a fondo hurgando en el interior del perrillo, dio un tirón y mostró algo que dejó caer sobre una bacinilla.
Aquello sonó metálico.
– Voilà-dijo el forense.
Alsina se asomó a mirar el contenido del pequeño cazo. Había un proyectil de plomo, retorcido y con aspecto casi esférico.
– Es de gran calibre. Me lo llevo. Y el collar también.
– Oye, oye -reclamó Blas Armiñana a Alsina, que ya se perdía por la puerta-. Dijiste que me ibas a explicar…
En apenas quince minutos, Julio se hallaba en comisaría. Entró saludando a unos y a otros muy educado, pero sin pararse, para dirigirse directamente a ver a Paco Cremades, de balística, un tipo calvo, muy miope y algo pasado de peso.
Lanzó el proyectil sobre la mesa y saludó:
– Hola, Paco, ¿cómo te va?
– Bien, bien, ¿y a ti? He oído que te estás forrando con lo de los televisores.
– Has oído bien. ¿Sabrías decirme qué es esto?
– Una bala.
– Ya, ¿y…?
– Está muy deformada; ¿de dónde coño la has sacado?
– De un perro.
– Jesús, ¡qué gente! No se ven muchas como ésta por aquí.