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– ¿De qué calibre es?

– Pues, como te digo -contestó Cremades mirándola y remirándola mientras la sujetaba con el índice y el pulgar de la mano derecha-, está muy deformada y podría equivocarme, pero juraría que es del 5,56.

– ¿Arma?

– Un M16 Al.

– No me sorprende. Me voy, tengo prisa.

– ¿Puedo quedármela?

– Sí, claro. Ah, no harías mal pasándote a lo de los televisores como yo.

Antes de que el de balística pudiera darse cuenta, aquel loco de Alsina había salido del cuarto.

– Ni ángeles, ni ovnis, ni hostias, con perdón -resumió Alsina mirando de reojo a Rosa-. Esto es cosa de humanos, y hablamos de humanos armados con fusiles M16.

– Los americanos -dijo Ruiz Funes.

– Exacto -confirmó Alsina.

Blas Armiñano, sentado en la butaca favorita de Joaquín, ladeaba la cabeza como indicando que aquel asunto no le gustaba.

Rosa Gil tomó la palabra:

– O sea, a ver si me aclaro, que encontraste el perro del tal Jonás.

– Sí, he ido a verle y me lo ha confirmado al ver el collar.

Rosa Gil siguió hablando:

– Y el día de su desaparición, Sebastián y el Bizco se llevaron a…

– Hocicos.

– …a Hocicos, para que les ayudara a cazar.

– Esto es. Jonás le dejó el perro a su primo, y él y su amigo el Bizco desaparecieron, se los tragó la tierra. Del perro nunca más se supo. Ahora yo lo he localizado, muerto de un balazo, de un fusil como los que usan los hombres de Wilcox, así que de ángeles blancos o extraterrestres, nada de nada.

– No hemos adelantado tanto -apuntó Ruiz Funes-. ¿O acaso creías que este asunto era cosa del más allá?

– Pues si quieres que te sea sincero, con tanta procesión, locos, luces, sonidos y ufólogos, no sabía qué pensar. Además, este asunto del perro me ha dado una idea.

Rosa, Armiñana y Joaquín se quedaron mirando a Alsina, expectantes.

– He hablado con Jonás, me ha dado las señas de un amigo suyo de Pozo Estrecho que tiene sabuesos. Voy a ir a alquilarle uno y, con prendas de los desaparecidos, espero averiguar dónde están enterrados los cuerpos.

– ¡Estás loco, joder! -exclamó Ruiz Funes levantándose para caminar por el cuarto.

– ¿De verdad crees que vas a poder colarte en la finca a hacer eso? -dudó Rosa.

– Ya lo he hecho dos veces. Comienzo a conocerme bien aquello.

– Deberían encerrarte -cortó Armiñana.

Quedaron en silencio. Sabían que no iban a disuadir a Alsina de aquello. Además, en el fondo, todos querían saber qué estaba ocurriendo en La Tercia.

Entonces Ruiz Funes y su novio se miraron. Pasó un momento y se pusieron en pie.

– Nosotros vamos a salir a cenar fuera, pero no tengáis prisa, quedaos un rato si queréis para hablar del caso -ofreció el anfitrión con una sonrisa cómplice.

Antes de salir, hizo un pequeño aparte con su amigo Alsina y le susurró:

– Usad la habitación del fondo del pasillo; os acabo de hacer la cama con sábanas limpias. No tengas prisa, volveremos tarde.

Rosa y Julio volvieron a casa por separado. Ella iba delante, a escasos cien metros, y él caminaba detrás vigilando que no le ocurriera nada, pues había oscurecido.

Cuando vio que Rosa entraba en el portal, apretó el paso para llegar a la pensión.

Tomó un vaso de leche caliente en la cocina y se fue a su habitación. Antes de acostarse echó un vistazo al patio separando un poco la persiana. Doña Salustiana hablaba en un rincón del mismo con don Diego, el representante de los pantalones Lois. Ella gesticulaba mucho, aunque parecía no querer alzar la voz, y él hizo amago de ir hacia su casa sacando pecho en un par de ocasiones, aunque ella se lo impidió hablándole al oído. Intuyó problemas. Era evidente que su patrona debía de estar contando al viajante el affaire de su mujer con Eduardo, el actorucho. Estaba claro que doña Salustiana actuaba movida por los celos, pero iba a provocar una catástrofe.

Decidió tumbarse y descansar, pues bastantes problemas tenía ya como para preocuparse por asuntos domésticos que, además, no eran de su incumbencia.

Se sintió aliviado al pensar en el asunto de Hocicos. Su hallazgo ponía un poco de orden, de cordura, en aquella investigación y descartaba apariciones, ovnis y demás zarandajas.

Los hombres de Wilcox habían despachado al perro de un tiro, no había duda. Le parecía evidente que el motivo de todas aquellas desapariciones no era otro que la ocultación de las actividades de los americanos. La Casa estaba situada en C-5T, zona restringida de uso militar, y a buen seguro que la fábrica oculta tras la zona sur de la Cresta del Gallo, también.

Ruiz Funes iba a intentar averiguarlo. Estaba cansado y pensó en su encuentro con Rosa de aquella misma tarde en casa de Joaquín. ¿Sería aquello tan maravilloso por tratarse de algo prohibido o es que se había enamorado como un colegial?

Nada más levantarse se dispuso a desayunar bien, pues le aguardaba un día largo y duro. Doña Salustiana parecía malhumorada y ojerosa; era evidente que no había dormido bien, tal como advirtió Alsina. Salió temprano y condujo hacia la Cresta del Gallo, desde donde, entre pinos, se observaba una hermosa vista del valle del Segura. Llegó a la zona más alta que pudo y en una amplia explanada dejó el coche. Era martes por la mañana, las nueve y media de un día laborable, y no se veía un alma por allí. Entonces abrió el maletero, se puso sus chirucas y, tras colgarse la pequeña mochila, atacó las últimas estribaciones de la sierra. No tardó en llegar al murallón calizo en forma de muela, la cresta que daba nombre a aquella pequeña sierra. Caminó por las alturas hacia el este y se encontró con un repetidor pintado de rojo y blanco. Le echó un vistazo. Era nuevo. Al menos, que él supiera. Los artilugios como aquel estaban situados en la sierra de Carrascoy. Entonces reparó en que el cable que salía del mismo flotaba al viento, libre; no estaba conectado a nada.

Era puro atrezo.

Sacó la cámara y lo fotografió. Siguió caminando hacia el este para asomarse a ver el valle apartado en que estaban situadas las instalaciones de Wilcox. Se sintió decepcionado; aquello era un erial, una zona con un paisaje de aspecto desolador, inhóspito y sin vegetación. Era más árido que el peor de los desiertos, con una tierra estéril de tonos grisáceos, a veces rojizos, y muy descarnada. Al fondo, donde el valle formaba un recodo, creyó ver una estructura metálica. Sacó los prismáticos. No se veía bien; parecía la esquina de una nave industrial, quizá una cúpula, y había trasiego de enormes camiones que entraban y salían. Lamentó no poder ver más. Era imposible entr por el puerto del Garruchal, porque había guardias armados, y desde allí, tan lejos, apenas se veía nada. Comenzaba a valorar la posibilidad de bajar desde donde se hallaba, a pie, cuando escuchó una voz tras éclass="underline"