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– ¡Alto a la Guardia Civil!

Se giró y vio a una pareja de la Benemérita que lo apuntaba con sus añosos fusiles de cerrojo.

– No disparen -dijo moviéndose con mucha calma-. So policía.

Entonces les mostró su placa y los otros bajaron las armas. Uno de ellos se perdió oteando hacia el oeste y el otro le ofreció tabaco.

– Córcoles -se presentó.

– Alsina -contestó él aceptando el cigarrillo Rex que le ofrecían.

– No se puede estar aquí -dijo el guardia civil atusándose el poblado bigote.

– Disculpe, compañero, no lo sabía. Me interesa la geología, es mi afición -mintió.

– Es zona restringida. Tenemos tres parejas patrullando la zona en turnos de ocho horas.

– ¿Y eso?

– El repetidor. Es un posible objetivo para sediciosos. Querían volarlo.

– ¿Volarlo?

– Sí, unos comunistas, querían resucitar el maquis.

– ¿El maquis?

– Sí.

Era evidente que aquel hombre creía a pies juntillas en la historia que le habían contado sus superiores, pero Julio sabía que el repetidor era puro decorado y que no había guerrilleros en España desde hacía años. Estaba claro que por allí no podría acercarse a Wilcox. Era muy arriesgado. Se entretuvo en dar un poco de conversación a aquel hombre, que parecía preocupado porque el sueldo no le llegaba para dar una buena educación a sus hijos. Mientras simulaba escuchar al guardia, valoraba las posibilidades de acercarse a Wilcox por allí. Resolvió que eran nulas, pues el agente le había dicho que hacían guardia las veinticuatro horas del día. En cuanto pudo, agradeció el rato de conversación y se volvió por donde había venido despidiéndose amablemente de la pareja de guardias civiles. «¡Guerrilleros! Vaya trola», pensó sonriendo.

De camino a La Tercia, pasó junto a la finca y vio los restos del coche de Cercedilla, el ufólogo. Estaba calcinado, abandonado junto a la carretera, en el arcén, en un lugar poco transitado. Cuando llegó al pueblo comprobó que no había ni rastro del Alfonsito, el tonto, así que se distrajo tomando un café en el Teleclub. No tardó en aparecer Edelmiro García, el pedáneo y fiel valedor de los intereses de don Raúl, el verdadero amo del pueblo.

– Vaya, ¿sigue usted por aquí?

– Busco al Alfonsito.

– Y lo dice usted tan fresco. ¿No tiene miedo?

– Pues no; además, no es lo que usted piensa. Le traigo unas chucherías que le prometí. Lo de los televisores me va bien. No vuelvo a la policía ni loco.

Aquel taimado lo miró con desconfianza:

– Ese imbécil sólo dice tonterías. No debería usted dar crédito a sus historias.

– Ya. ¿Se refiere a esas cosas de los ángeles blancos?

– Sí, a eso, bastante pábulo le dan algunos.

– Como don Críspulo.

– Por ejemplo.

– Y si lo del Alfonsito son desvaríos, ¿por qué le molesta tanto que hable con él?

– No me molesta, eso es una apreciación suya.

– Claro. Puede estar tranquilo, no me creo esas historias de extraterrestres o ángeles que rondan el pueblo.

Dejó pasar unos segundos y observó la cara de su interlocutor para ver su reacción cuando dijo:

– Soy más partidario de los hechos, como, por ejemplo, una bala de M16 en un perro de caza.

– ¿Cómo dice? No termino de entenderle.

– Sí, el perro que llevaban Sebastián y Pepe «el Bizco». Lo encontré. Murió de un balazo del calibre 5,56, y ¿sabe?, los hombres de Wilcox usan ese tipo de arma habitualmente. ¿No estarán los de Wilcox haciendo desaparecer a la gente?

– No siga por ahí -masculló el pedáneo mirándole con odio a la vez que lo señalaba con el índice.

Alsina pensó que, de alguna manera, había dado en el blanco. Sonrió desafiante. Entonces vio al Alfonsito pasar por delante de la puerta del bar. Se despidió rápidamente de don Edelmiro y salió a toda prisa sin despedirse, aunque notó la mirada de inquina de aquel miserable fija en su nuca.

Halló al Alfonsito sentado en su bordillo, en la parada de los coches de línea que unían aquel pequeño pueblo con la capital. Jugaba con la lata atada a una cuerda.

– Hola, Alfonsito.

– Hola, señor Alsina.

Le sorprendió que aquel pobre chaval recordara su apellido.

– Quería hablar contigo del asunto ese de los ángeles blancos.

– Se llevan a la gente.

– Sí, lo sé. Y creo que se llevaron a una amiga mía, era una joven muy guapa que vestía de negro, muy elegante, unos días antes de Nochebuena. Ella y una amiga suya vinieron a una fiesta en La Casa, digamos que les pagaban por acompañar a los hombres que…

– ¿Se refiere usted a las putas?

Se quedó helado. Definitivamente, aquel muchacho sabía más de lo que parecía. Observó que el pedáneo los miraba desde detrás de la cortinilla de bolas de plástico del Teleclub…

– ¿Las conociste?

– Vi lo que le pasó a una de ellas.

– ¿Cómo?

– Sí, yo estaba escondido entre unos lentiscos, quería ver a los ángeles y en La Casa había mucho ruido, música. Mujeres que se reían…

– Una fiesta.

– Sí. Estaba a punto de irme, porque los ángeles no iban a salir. Entonces la vi a ella corriendo por el camino, parecía asustada. Se tropezaba, así que se quitó los zapatos y siguió corriendo con ellos en la mano. Detrás corrían dos americanos.

– ¿Armados? ¿Guardias?

– No, eran de los ingenieros. Iban vestidos con traje, muy elegantes. Entonces, en dirección contraria, apareció un coche con las luces apagadas. ¡A toda pastilla! Bajaron tres tipos.

– ¿Qué coche? ¿Qué marca?

– Un MG 1300, negro.

Desde luego, aquel tonto era como una guía telefónica. No se le escapaba nada.

La fosa

– ¿Y qué pasó?

– «¡No, no!», gritaba ella. Pero la agarraron y se la llevaron. Los dos americanos que la seguían se quedaron con tres palmos de narices.

Alsina se quedó en silencio. Los chicos de la Político Social solían utilizar un MG1300 negro en sus correrías nocturnas, y muchos lo sabían. Cualquiera que se opusiera al Régimen en la región temía la aparición de aquel coche que, entre los descontentos, era ya tristemente famoso. Poco a poco, sus sospechas se habían ido confirmando: Ivonne fue capturada por Guarinós y sus secuaces, estuvo detenida y posteriormente la torturaron en un piso franco para luego dejarla caer desde la torre de la catedral. Los del búnker querían saber qué estaba ocurriendo en El Colmenar, y él también. ¿Qué había visto aquella joven en la fiesta para salir huyendo de aquella manera? Era algo relacionado con las actividades de Wilcox, seguro, y ese algo había provocado la desaparición y muerte de cinco personas más en el pueblo. ¿Qué habría sido de la amiga de Ivonne, Veronique? Don Raúl, bien relacionado con sectores aperturistas del Régimen, llevaba a medias un negocio con los americanos en un terreno clasificado como zona militar restringida; ¿qué sería?